Publicado: Vie Feb 09, 2018 12:12 am
por Domper
Esta vez nuestros aviones no llevaban bombas convencionales, sino una AB 250 bajo el fuselaje y dos AB 23 en los montantes subalares. Eran ingenios peligrosos porque de caer al suelo las cargas se activaban con suma facilidad, y podían convertir al avión y a su piloto en una nube de humo, esquirlas y sangre. Aun así, eran un gran adelanto respecto a los dispensadores de bombetas que todos odiábamos.

Desde bastante antes de que comenzase el conflicto se sabía que las bombas pesadas no siempre eran la mejor arma para un avión. Eran necesarias para destruir un edificio, un barco o un búnker, pero contra tropas al descubierto resultaban mucho más eficaces cinco bombas de cincuenta kilos adecuadamente repartidas que una de doscientos cincuenta. Todavía más si se atacaban fortificaciones, aunque fuesen de campaña, pues estaban construidas para limitar el efecto de las explosiones de bombas o proyectiles pesados. En la práctica, si lanzábamos un artefacto contra una trinchera, no hacía ningún efecto salvo que cayese a pocos metros; incrementar su potencia, es decir, el peso, solo servía para hacer un cráter más grande y malgastar explosivos.

Siempre al quite, los ingenieros militares habían ideado pequeñas bombetas con la idea de esparcirlas por los campos de batalla. Las SD-1, de un kilogramo, eran poco más que granadas de mano. Las SD-4 levaban carga hueca y eran ideales contra tanques, y las más peligrosas eran las SD-2, unos ingenios endemoniados. Parecían pequeñas latas pero al ser lanzadas la envoltura se abría formando una especie de alas de las que colgaba la carga explosiva. Esas bombas se dispersaban más que las de otros modelos, y se enganchaban con suma facilidad en ramas y cables. La gracia era que no siempre llevaban espoletas de contacto, sino que podían incorporar un retardo que las convertía en letales minas, prestas a estallar ante cualquier vibración.

Pero la diversión estaba en lanzarlas. Mis camaradas me habían contado como durante las primeras semanas de la guerra civil española se usaron Ju 52 de transporte con un soldado en la puerta tirando las cargas una a una. Algo más que peligroso porque el viento hacía girar las hélices que liberaban los seguros, y luego la corriente podía reintroducirlas dentro del avión. En Varsovia el general Von Richthofen había ordenado hacer lo mismo, y demasiada suerte tuvo al no perder ningún aparato.

En los Junkers había sitio de sobra para llevar ayudantes que suplan los lanzabombas, pero el sistema no servía para los cazas ni reclutando a todos los enanos del Reich. Si quedaban, claro, que habían corrido rumores bastante desagradables. Para suplirlos los ingenieros habían diseñado unos dispensadores que eran como cepillos de alambre en los que se insertaban las bombetas. Para lanzarlas se volaba bajo aunque no rasante, y cuando se estaba a punto de pasar sobre el enemigo se tiraba del mando que liberaba los ingenios. Las cargas iban cayendo y se distribuían por más superficie.

Eso era la teoría. La práctica resultaba bastante más arriesgada. Las bombetas tenían un seguro muy primitivo y se activaban al soltarlas. No había retardo, y con que cayese una al suelo desde el ala de un avión estacionado se iniciaba la cadena de explosiones que deshacía el avión, a su piloto y a los mecánicos que anduviesen cerca. Además la presión aerodinámica hacía que las cargas no se soltasen con facilidad, y no era raro que los aviones volviesen de la misión con algunas bombetas enganchadas. Entonces bastaba el topetazo que se producía al tomar tierra para que se desprendiesen y estallasen. Mejor aun, desde la cabina no se podía ver si quedaba alguna carga, y cuando se llevaban era necesario que los aviones se revisasen unos a los otros antes de aterrizar. Si quedaba alguna bombeta tocaba hacer maniobras alocadas para que se desprendiesen. Hubo un compañero que ni así lo logró, y tuvo que efectuar una toma a alta velocidad para que las cargas que cayesen explotasen por detrás del Messerschmitt; salió vivo del apuro porque el tren de aterrizaje no falló, pero sin ganas de repetir la experiencia.

Esos dispensadores eran herramientas de ataque a tierra, tarea desagradable y peligrosa que mi gruppe, mandado por el recién ascendido mayor Quasthoff, tenía que hacer con cada vez mayor frecuencia. Estábamos prosiguiendo con los ametrallamientos de carreteras y ferrocarriles, en los que disparábamos contra todo lo que se movía, exceptuando tan solo los carromatos tirados por caballos, claramente civiles, o los trenes sanitarios, de fácil identificación al estar pintados de blanco con cruces rojas. Era lícito atacar a todo lo demás, ya que el racionamiento cada vez más severo de gasolina —nuestro bombardeo de las instalaciones de extracción de petróleo inglesas de diciembre había sido demoledor, y se repetían periódicamente— hacía que solo se moviese por las carreteras el tráfico oficial. Sabíamos que con esos ametrallamientos creábamos graves problemas con la distribución de alimentos, pero no había manera de distinguir los camiones con hortalizas de los cargados de municiones. Aparte que la hambruna que Churchill había provocado en Canarias dejaba sin argumentos a los que lamentaban la penuria que estaba padeciendo Inglaterra.

De todas maneras a los vehículos solo los atacábamos si los veíamos y no por buscarlos, porque nuestro principal objetivo eran los trenes. Contra ellos el armamento de nuestros ligeros cazas no era el mejor ya que la dura piel de acero de las calderas no se afectaba por los proyectiles explosivos del cañón de nuestros Friedrich. Eso no quiere decir que se fuesen de rositas, porque la piel de fogoneros y maquinistas era menos resistente. Para mejorar la eficacia de nuestro fuego acabamos cargando una mezcla de proyectiles perforantes y explosivos, aun a sabiendas de que eran mucho menos eficaces en el combate aéreo. Pero en el sur de Inglaterra era excepcional ver aviones británicos, y en cuanto amanecía algún caza inglés era atacado por decenas de alemanes, un poco como los indios rodean las caravanas en las películas de vaqueros.

Contra los vagones de los trenes no siempre disparábamos. Los de pasajeros los respetábamos ya que aunque pudieran llevar tropas era bastante probable que su pasaje estuviese compuesto por mujeres en busca de algún alimento que llevar a sus hogares. Aunque estábamos autorizados a ametrallar los de carga, no solíamos molestarlos ya que una ráfaga poco afectaría a las cajas aunque fuesen de municiones. Solo intentábamos destruirlos cuando llevábamos bombas. Desde luego que castigábamos a muerte a los convoyes claramente militares y más aun si cometían el error de intentar defenderse con fusiles o ametralladoras. Eso sí, reconocíamos que para destruir ferrocarriles era mejor el pesado armamento de los Me 110. Incluso se había formado una escuadrilla especial cuyos aviones llevaban potentes cañones de tres centímetros letales para las locomotoras.

También seguíamos con las misiones de minado, sembrando los diabólicos artefactos por costas, estuarios y ríos, combinando las minas con las bombas trampa que hacían peligrosísimas esas aguas; casi nos lamentábamos por los pobres diablos encargados de limpiarlas. Incluso volvimos a atacar algún canal aunque con cierta prevención pues eran demasiado fáciles de defender. Además habíamos empezado a recibir unas nuevas minas que mantenían la forma de bomba, pero con una ojiva más ahusada que terminaba en un disco plano. Esas minas no rebotaban en el agua y podían ser lanzadas a más velocidad y desde mayor altura. Ya se sabe que en el aire velocidad por altura equivale a vida, y lógicamente recibimos con alegría el nuevo modelo.