Publicado: Lun Feb 05, 2018 10:12 pm
por Domper
Capítulo 23

El espíritu agresivo, la ofensiva, es el factor que prima en cualquier aspecto de la guerra y el aire no es la excepción.

Barón Manfred von Richthofen


Relato de Franz Kinau

Aun siendo invierno el frío día era luminoso, y los catorce Bf 109 F-7/B2 aceleraron sus motores en la pista de Sint-Denijs. Los seis primeros se elevaron rápidamente, pero los de las otras dos «rotte», la mía y la del alférez Kléin, necesitamos una carrera mucho más larga, pues los aparatos estaban pesadamente cargados.

Durante el mes de febrero la guerra aérea sobre Gran Bretaña seguía con la misma o mayor intensidad. Solo el mal tiempo daba algún respiro a los ingleses, pero cuando las condiciones meteorológicas lo permitían, el cielo se llenaba con miles de aviones. En esa fase la guerra alineábamos contra los británicos casi cinco mil aparatos: dos mil cazas, mil quinientos bombarderos, un millar de cazabombarderos y de bombarderos en picado, y varios centenares de aviones de reconocimiento, de guerra de radio, transporte o rescate. No estábamos solos porque otro millar de aviones italianos y franceses cooperaban en poner a los ingleses de rodillas.

Sometida a presión abrumadora, la RAF había desaparecido del cielo. Los aeródromos del sur de Inglaterra eran impracticables, no solo por los bombarderos sino porque los mismos británicos, dándolos por perdidos, habían inutilizado las pistas con grandes zanjas: debían temer que en cualquier momento se produjese un asalto con paracaidistas y habían preferido destruirlas. Más al norte, Londres era sobrevolada día y noche. Las restricciones que nos habíamos autoimpuesto la libraban de bombardeos indiscriminados, pero las zonas señaladas como objetivos de valor militar recibían miles de bombas, y también eran machacadas las posiciones de la artillería antiaérea. No eran ataques terroristas porque se advertía a la población del riesgo que corría, tanto mediante retransmisiones radiofónicas como lanzando panfletos sobre las zonas amenazadas. Avisar antes de atacar nunca es buen consejo, y aparentemente permitía que los ingleses trasladasen ahí sus antiaéreos móviles. Pero una cosa es ser considerado y otra insensato. Los folletos advertían de ataques que podían producirse a lo largo de los siguientes quince días, pero sin avisar del momento concreto, ni si serían por un avión o por mil. Los servicios de espionaje decían que esas advertencias causaban grandes desbandadas de civiles aterrados ante un enemigo tan superior que podía permitirse anunciar sus intenciones. Esas evacuaciones espontáneas causaban tal disrupción en las industrias —pues muchas estaban situadas en barrios populares— que el criminal primer ministro Churchill estaba exhortando a los londinenses a que permaneciesen en sus viviendas como manera de demostrar la voluntad británica de resistencia. En realidad, el objetivo del primer ministro, que hacía gala del desdén que por sus inferiores sentía la aristocracia, era mantenerlos cerca de sus oficios y que no se perdiesen horas de trabajo.

Por desgracia para los inconscientes que escucharon sus palabras, la aviación del Pacto lanzó tres terribles bombardeos contra zonas industriales del este y del sur de la ciudad. Ataques similares sufrieron algunas de las principales ciudades costeras inglesas, especialmente la ciudad de Newcastle, que padeció un bombardeo incendiario como el que meses antes había arrasado Sheffield; la única diferencia fue que en esta ocasión se advirtió con antelación a sus habitantes. También fueron aplastadas por las bombas Plymouth, Southampton y Chatham; las cuatro desgraciadas ciudades fueron escogidas por sus grandes astilleros. En esos momentos, ya sabíamos que si Inglaterra aun resistía era por el mar. Tenían tal necesidad de buques mercantes y de escolta que habían paralizado las obras en buques de guerra enormemente necesarios, fuesen acorazados, portaaviones o cruceros. Algunas instalaciones se estaban dedicando casi exclusivamente a los buques averiados; aun así calculábamos que dos millones de toneladas esperaban a ser reparadas.

En el centro de las desafortunadas ciudades no había astilleros, pero sí oficinas de administración, almacenes y centenares de pequeños talleres en los que se producían componentes. Afortunadamente para los locos que se quedaron en las malhadadas localidades, el estilo de construcción inglés con extensos barrios de casitas bajas era menos susceptible al fuego que los centros medievales de las viejas ciudades continentales. Aun así, en Southampton y en Newcastle se declararon furiosos incendios que arrasaron gran parte de sus cascos históricos.