Publicado: Jue Ene 25, 2018 7:24 pm
por Domper
Como ya les habrá contado mi paso por el Canarias así que se la aliviaré y diré solo lo del Gaju... del Motril. Era un cañonero antisubmarino, un tipo de barco que se inventó Don Horacio Echevarrieta… ¿También se lo ha largado ya? Pues poco me deja a mí. Al menos, le diré que el Motril era de los buenos, de los que llevaban motor diésel que eso era ventaja y de las gordas, que esos motores eran pequeños, resistentes hasta decir basta y se pueden meter en cualquier alacena. No como los pobres que tuvieron que cargar con caldera y planta de triple expansión, que no dejaban sitio dentro del barco ni para estornudar a gusto. El Ga…, el Motril también fue de los primeros en llevar el retemé alemán. Si lo viera ahora le parecería una chapuza, con esa antena que parecía un somier encaramado en la guinda de un mástil y que amenazaba en independizarse cada vez que el barco daba un bandazo más fuerte de la cuenta. No se ría que es verdad, que el eje en el que estaba ensartado se desajustaba a poco que se sacudiese el barco y había que mandar un propio con una mandarria para convencer a la antena de lo bueno que es seguir girando.

De armamento bien, gracias. Hasta llevaba un cañón del diez y medio, que otros cañoneros calzaban lo que podían, lo mismo uno del doce de algún corsario desarmado que del diez con dos rescatado del Jaime I, y más de uno llevó cañón de alguna presa, que aquí se aprovecha todo. Desde luego que el del diez y medio era bastante mejor que toda esa chatarra, aunque como antiaéreo, y ahora que no me oyen, le diré que era un churro, pero qué se le va a hacer. También llevaba unas cuantas ametralladoras del dos para desgraciar a los aviones britanos imprudentes. De los submarinos también nos acordábamos y entre el sonotelémetro —vaya palabreja— y las latas llenas de trilita que cargaba a popa, como pillase uno quedaba aviao.

Tuve la fortuna de recibir el barquito recién salido del escaparate como quien dice. Un poco cochino lo habían dejado los del astillero, pero fue cosa de poner a los reclutas con el lampazo, que así adquirían dotes marineras. También hubo que ajustarlo, que el motor no había manera de que tirase. Los del Arsenal se hacían los longuis: llegaban, apretaban dos tuercas y vuelta a fallar. Menos mal que aterrizó en el Motril como jefe de máquinas Don Santiago Peñalba, que llevaba toda la vida en los bacaladeros, y de tanto trastear con esas cafeteras asmáticas que llevaban, le bastó con echar un vistazo al MAN para ver que habían colocado una válvula al revés. No sé quién se le ocurre diseñar una válvula que pueda montarse mal, pero fue cambiarla y tirar como los ángeles. El diésel subía a las dos mil revoluciones como si nada, aunque al principio procuré no pasarme mientras se rodaba. Cuando estuvo fino el motor el Motril casi llegaba a los dieciocho nudos, uno y pico más que de diseño. Bien no, mejor. Además gastaba como un mechero y así a ojo llevaba fuel suficiente para para cruzar el charco. Solo para el viaje de ida, no se crea, que para la vuelta habría que encontrar algún cayo con gasolinera. Con todo, de sobra para lo que necesitábamos, que con suerte nos llegaríamos hasta Villa Cisneros y ya sería mucho.

Como urgía sustituir a los bous me mandaron para el Estrecho con el Gajuchi a medio entrenar, para aprender las mañas sobre la marcha. A esas alturas se batía el cobre ahí y con ganas, y los aviones britanos rondaban más de lo que nos gustaba. Atacaban hasta a los pobres pescadores; luego protestaban porque a los suyos corrían peligro por las minas, pero ya se sabe que los pérfidos siempre han tenido dos varas de medir. No les salía gratis, que los cazas de Jerez daban un buen repaso a los que se acercaban y los cielos entre Sanlúcar y el Estrecho estaban razonablemente limpios. Una vez ahí me tocó hacer de todo. Lo misión principal era proteger la navegación costera hasta Sevilla. Para eso se organizaban pequeños convoyes con algún cañonero y dos o tres bous o, cuando estábamos nosotros, nosotros. También nos acompañaban patrulleros más pequeños como los torpederos que quedaban, las lanchas tabacaleras o los Urgull, esos pesqueritos con tanto cañón que apenas flotaban, pero que hacían su servicio. Además se nos juntaba algún barco desminador. La flotilla de dragaminas repasaba el corredor costero todas las semanas, pero los britanos lanzaban día sí y día también unas minas magnéticas de fondo con más peligro que la paella de mi suegra.

Los convoyes se pegaban a la costa todo lo que podían, aprovechando esas aguas someras malas tan malas para los submarinos. Además la Armada estaba tendiendo campos de minas para dejar un corredor seguro, y no era raro que los cazas de Jerez nos diesen protección. El convoy, realmente, funcionaba como un cercanías, parando en cada puerto, y los barcos se sumaban al convoy o lo abandonaban según les conviniese. En la farola de Chipiona hacíamos el cambio con los barcos que venían de Sevilla. La escolta en el río ya no era cosa nuestra, que en el Guadalquivir no se metían los sumergibles —aunque alguna mina sí podía haber y los desminadores también recorrían el canal y los caños— sino de unas gabarras antiaéreas que nos habían prestado los teutones. Luego lo mismo de lo mismo pero de vuelta hacia Gibraltar. Ese servicio de escolta sería importante pero aburría hasta decir basta. Ni siquiera sufrimos ataques aéreos, aunque vimos más de una vez a los aparatos de reconocimiento enemigos. El de tarifa no era el único corredor protegido, que la Armada había organizado otro servicio similar por la costa africana pero solo llegaba hasta Larache. Más allá eran palabras mayores, y los convoyes que partían llevaban mucha escolta, habitualmente italiana y francesa. He de decir que los submarinos ingleses los pusieron tibios. Nuestros queridos aliados nos veían como unos pedigüeños bajitos y morenos, sin recordar que nosotros llevábamos mucha mili encima y nos sabíamos los trucos, que la guerra no es solo tener armas bonitas. Así les iba, que nuestros barcos solían pasar con pocas pérdidas pero a los otros los diezmaban.

Además de escoltar hasta Chipiona, teníamos que patrullar las aguas del Estrecho aunque estaban más miradas que una corista en un cuartel. Aviones Cóndor y Dornier las sobrevolaban, los patrulleros las reconocían, y los pescadores no quitaban el ojo de cada cabrilla. Lo malo que cada vez que una tonina asomaba el morro pensaban que había periscopio escondido y nos llamaban a nosotros para que tranquilizásemos conciencias. Ni una vez vimos un inglés, pero eso no hacía el servicio menos peligroso porque eso de meterse en aguas profundas era jugársela. Yo zigzagueaba todo lo que podía y reforzaba los serviolas, pues no me fiaba del todo del retemé. En esas singladuras en solitario más de uno aprovechaba para hacer las paces con Dios y así poderle rezar para no tener un mal encuentro. Tenga en cuenta que cazar un submarino con un Noya tenía su intríngulis, pues los britanos además de torpedos calzaban un cañón como el nuestro pero con dirección de tiro y todo el monario. Eso sin mentar a los aviones que cualquier día nos daban un disgusto.