Publicado: Lun Ene 22, 2018 8:59 pm
por Domper
Por obra y gracia de los comités, en el treinta y seis el escalafón de la Armada había sido objeto de una limpieza forzosa que la había dejado casi sin mandos. No estaba el panorama como para tener en Santander oficiales veteranos vacacionando, y en cuanto el Galicia quedó amarrado en Astillero, incluso antes de poder bajar a tierra —que llevaba un mes sin pisar— llegó un mensajero con una orden del Estado Mayor y un pasaporte para Cádiz. Apenas tuve tiempo para acercarme a la Virgen del Mar a agradecerle el haber salido con la piel intacta. Casi intacta, mejor dicho, pues el zurcido que el matasanos me había hecho en la mano no solo me había dolido horrores sino que me dejó buen recuerdo. Apenas me detuve en Santander, que herida por el gran incendio tampoco estaba para fiestas, y tomé un cochambroso tren que en un viaje de tres días me dejó en la Isla de San Fernando. Ahí me esperaba mi nuevo barco del que me enamoré nada más verlo: el Gajuchi digo el Motril. Le veo la extrañeza en la cara, pero ya tendría que saber cómo es la Armada para los motes. La historia es, como siempre, traída por los pelos, y bastante era que se supiera de donde salía. Se dice que en San Fernando aterrizó un gitano granaíno que hablaba más caló que cristiano, que iba pidiendo «gajuchi» para el café hasta que alguien cayó en que significaba azúcar en su parla. La juerga que se corrieron mis paisanos, que otra cosa no pero guasa tienen una jartá, como dicen, se la pueden imaginar. En estas va y llega al Arsenal de la Carraca el Motril. Resulta que el pueblo granaíno del que viene su nombre les había dado por la caña de azúcar, y no hará falta contar más.

El Gajuchi, perdón, el Motril, era un cañonero antisubmarino. No ponga cara rara, que yo ya sé que hundir un submarino a cañonazos tiene cierta dificultad, pero todo tiene explicación. En la Armada y durante todo el siglo XIX a las unidades de menor porte, encargadas de enseñar la bandera, vigilar las aguas y apoyar al ejército en sus trifulcas —fuese con mambises, moros filipinos o rifeños— se las llamaba cañoneros. Ahora ya no, que como los britanos resucitaron durante la guerra la palabra corbeta se ha puesto de moda. Que conste que lo de corbeta no le hubiese sentado mal al Gajuchi, pues en su día llamaban así a una especie fragatas pequeñas porque daban saltos en las olas como las corvetas de los caballos, y el Motril pegaba unos brincos cuando había mala mar que hacían justicia al nombre. Pero me estoy adelantando y será mejor que le describa como era el barquito.

Ya sabrá de la esforzada labor que durante el Alzamiento habían hecho los bous, pero la guerra contra el britano les quedaba un poco grande y cayeron como moscas. Lo mejor sería tener destructores y a eso se puso la Armada, pero montarlos no era trabajo de cuatro días y mientras se necesitaba algún barquito más o menos apañado que diese el pego. El almirante Moreno preguntó a Echevarrieta, el de los astilleros, si podría construir alguna especie de bou militar para proteger nuestras costas, y el vasco presentó el proyecto de un barco más que aparente. No sabíamos que había pirateado un diseño inglés, el de las corbetas de la clase floripondio, que no sé a quién se le ocurre bautizar a barcos de guerra como florecillas. Digo que pirateó pero a medias, porque los planos —sustraídos de un arsenal francés— no le terminaron de gustar y metió la mano en ellos y menos mal, pues las Flor, o Flower, que queda más digno, eran barcos abominables que cabeceaban en una piscina, mientras que los Noya, que así los llamamos aquí, eran buques marineros y todo lo cómodos que pueden ser los cascarones de mil toneladas con mala mar.

El Motril era bonito de verdad, con un casco con proa alta y lanzada de aspecto moderno, y con una superestructura bastante más bonita que lo que se estilaba. Recuerde que los ingenieros navales españoles, que Satanás tenga en su gloria, habían decidido que la mejor manera de reconocer a los barcos españoles era que pareciesen adefesios y de ahí el espanto digo superestructura que le habían clavado al pobre Canarias, a los minadores o al «sigamos a la flota», es decir, al crucero Navarra. Otra vez no me entiende: el Navarra tenía problemas de máquinas y siempre se quedaba atrás; por esas fechas los americanos habían estrenado la película «Sigamos a la flota» y si tengo que seguir explicándole más mejor que le enseñe primero como hacer la «O» con un canuto. Volviendo al Motril, las formas que tenía eran más de yate que de barco de guerra, siempre que se obviase el pedazo de cañón que calzaba. Por encima del puente estaba erizado de hierros y antenas, signo del toque de la modernidad, incluyendo una especie de somier que le habían endosado y que era la antena del radiotelémetro. Detrás, una chimenea pequeñita que denotaba su propulsión por diésel, una bendición para los sufridos «maquis». Mejor que mejor, porque la penuria, la maldita penuria, había hecho que muchos de los hermanos del Gajuchi llevasen todo tipo de engendros, y algunos padecían plantas de vapor que debían proceder de cascajos como el Mina Bedabo. La popa era redonda y lanzada, con un vistoso lanzacargas y un trasto nuevo que aun no había visto, y que era otro sistema de tirar bombas de profundidad con una especie de mortero. Por todas partes, cañones y cañones: uno del diez y medio alemán a proa que era una pocholada, y ametralladoras del dos en la popa. Ya sabía que semejante panoplia tampoco era como para echar cohetes, que los cañones del dos podían derribar cualquier avión inglés siempre que tuviese la cortesía de volar bajito, despacio, y no muy lejos. Pero con las armas apuntando a todos los puntos cardinales, al Gajuchi digo al Motril daba gusto verlo. En esos días de miseria era una fortuna caer en un barco aparejado en dulce. No escapó a mi ojo experimentado que el casco necesitaba una mano de pintura, y que la que cubría los tubos de los cañones estaba llena de ampollas: el Motril había peleado y mucho, en la que fue llamada la segunda mayor ocasión que vieron los siglos, que me había perdido con mis desventuras en el Galicia.