Publicado: Vie Ene 19, 2018 4:35 pm
por Domper
Capítulo 22

Salve, estrella de los mares,
de los mares iris de eterna ventura
salve fénix de hermosura
madre del Divino Amor.


Salve marinera. Oración de la Armada Española

Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza


El Galicia descansaba en el arenal del Puntal de Somo, pero con la varada no acabaron las tribulaciones del pobre crucero. Supongo que conocerán la preciosa bahía cántabra, y viéndola la juzgarán al abrigo de vientos y tempestades, pero eso solo es cierto en parte. Efectivamente, la península de la Magdalena y el arenal del Puntal cierran el paso a las grandes olas que levantan los temporales del norte. Sin embargo, ya he dicho que la bahía está muy expuesta a un fenómeno meteorológico infrecuente pero peligroso y tan típico del lugar como los sobaos pasiegos: las suradas. Son unos temporales del sur que se levantan cuando las borrascas atlánticas llegan a la costa. Las montañas cantábricas actúan como una barrera que separa la meseta, con altas presiones, de la costa, en la que el barómetro se derrumba. Las bajas presiones aspiran el aire del centro de España, que al descender por los valles se encañona y pierde su humedad, soplando en la costa con fuerza increíble un viento cálido y seco. Se cumplía el año desde que un temporal de enorme magnitud había provocado rachas que tal vez superaron los ciento ochenta kilómetros por hora; nadie lo sabe, porque se llevó los anemómetros. Por desgracia, también hizo que un pequeño fuego se extendiese por toda Santander y la arrasase. Los esqueletos negros de las fachadas recordaban ese funesto día.

Las suradas habían llenado la bahía de Santander de pecios, restos de barcos lanzados por el vendaval contra la ciudad o contra la Magdalena; no lejos de las aguas que rodeaban al Galicia yacían los restos de la fragata Lealtad, perdida en 1834 durante un temporal del sur. Incluso en una bahía tan pequeña vientos tan fuertes eran capaces de levantar olas de cierto porte. Parecerá que un barco de acero de ocho mil toneladas podría reírse de unas pocas olitas, pero sumadas a la marea ciclónica y a la pleamar bastarían para levantar al crucero de su inestable asiento y, como poco, dejarlo en seco donde no pudiese ser recuperado, eso si no se partía la debilitada quilla, lo que significaría su fin. Era más que urgente rescatar al crucero del arenal; hasta entonces habría que intentar que el casco asentase bien sobre la arena.

Como la varada se había producido durante la pleamar de una marea viva, con la bajamar quedó el barco casi en seco, con la proa completamente al aire. El segundo pudo bajar por una escala de gato y a pie seco reconocer los daños que había causado el torpedo. Por lo que le contó al capitán, lo sorprendente era que no nos hubiésemos ido a pique. A la altura de la primera chimenea había una brecha de cinco metros de anchura, y en la popa un segundo boquete bajo el montaje Y, cuyos cañones estaban caídos sobre la cubierta como inclinados ante lo inevitable. Era de solo tres metros pero debilitaba peligrosamente la mitad posterior, que no estaba apoyada sino que flotaba en precario. Eran esas cargas asimétricas las que podían dar al traste con el crucero.

Para entonces había llegado una pléyade de lanchas: un par del Churruca, que había enviado un trozo de reparaciones, otra de la comandancia del puerto, la del práctico, y varias de pescadores que se acercaban a ver si podían echar una mano; aunque en el Galicia no faltasen, la ayuda sería bienvenida. Don Pedro Nieto —el comandante—, que seguía en el puente en una especie de silla alta que le habían apañado los carpinteros, conferenció con el segundo, Don Eduardo, sobre la mejor manera de salvar al crucero. Luego enviaron a tierra al tercero, Don León, para organizar el rescate: el hombre aprovechó esa vocecilla capaz despertar muertos que le había dado Dios para llamar a una lancha del Churruca. Con ella se acercó a la capital a buscar al comandante del puerto. Mientras la marea ya estaba subiendo y las aguas volvían a lamer el casco del Galicia, permitiendo que las lanchas se abarloasen y empezase el barqueo de los heridos más graves que fueron llevados hasta el hospital de la ciudad. Por desgracia, una decena de abrasados perecieron en los días siguientes; los médicos solo pudieron aliviar sus sufrimientos.

Mientras se habían iniciado las obras. El buzo del crucero ya estaba en el fondo, revisando la popa y el timón, pues Don Pedro temía los efectos del torpedo de popa sobre la estructura del barco. Había signos ominosos: en cubierta se escuchaban los crujidos del metal torturado que indicaban que la popa se flexionaba y se podía partir en cualquier momento; incluso saltaron algunos remaches, indicio de pésimo pronóstico. A toda prisa se retiraron pesos de la popa, vaciando los pañoles accesibles y trasbordando la munición a las barcas —nada más peligroso que un barco amarrado repleto de proyectiles— mientras que los mecánicos desmontaban o cortaban todo lo que encontraban y sin más ceremonia lo tiraban por la borda; menos mal que un marinero vigilaba la posición del buzo o le hubiesen caído unas cuantas toneladas de acero. Al mismo tiempo se abrían los grifos del fondo para inundar compartimentos con la cantidad justa de agua para que la proa no se flexionase. Solo entonces el metal dejó de chillar.

También llegaron un par de gasolineras para retirar el fuel de los tanques. Corría prisa, pues estaba escapando por las brechas y empezaba a rodear al barco, envenenando a los hombres y corriendo el peligro de inflamarse. Al subir la marea, además, volvió a entrar agua en las salas de máquinas. Dándolas por perdidas, hubo que proteger calderas y turbinas de la corrosión llenándolas de fuel.

Tras una tarde y una noche de agobios ya parecía que el crucero se había estabilizado y pude ir a la enfermería, que por suerte aun seguía por encima del agua, a que me curasen la mano. El médico, que ya había apañado a los demás heridos, me hizo un remiendo y me la vendó, me puso la vacuna del tétanos y me mandó fuera con viento fresco. Al volver a la cubierta ya apuntaban las primeras luces. Entonces unos estampidos me alarmaron: el cañón antiaéreo del Churruca, que estaba fondeado en medio de la bahía, había empezado a disparar.

No lo habíamos visto —habíamos tenido una tarde como para mirar al cielo y el retemé sin potencia eléctrica muy bien no es que funcionase— pero un avión de reconocimiento britón había observado nuestros apuros. Ya se sabe que la guerra nunca ha sido un asunto de caballeros, y a los heridos no se les cuida sino que se les remata; con esa intención salieron varias escuadrillas, que despegaron de madrugada para sorprendernos a la amanecida. Cuando se acercaron pude reconocerlos, pues no en vano como oficial de los antiaéreos había estudiado las tarjetas de identificación: eran de lo más moderno que tenían, unos bichos cuatrimotores llamados Halifax que podían lanzar una porrada de bombas. Estaban demasiado altos para los cañones de 2 cm del Galicia, y tan solo los cañones de la capital y el del Churruca —un cañoncito del siete sesenta y dos— podían alcanzarlos. Como era de esperar no les hicieron ni cosquillas, y no pudieron impedir que un rosario de bombas cayese hacia nosotros. Don Pedro ordenó a todo el mundo que se refugiase y solo el permaneció a pie firme o, mejor dicho, a muletas firmes, que el carpintero le había perfilado un par. Hubo suerte y ninguna bomba nos acertó de lleno, aunque una que cayó a pocos metros de la proa la ametralló y causó un par de bajas. Por desgracia, dos barcas de pescadores quedaron volatilizadas. Lo malo era que aunque el crucero no había sufrido daños, las explosiones habían creado grandes socavones en la arena que amenazaban el apoyo del barco.

Con todo el día por delante mala papeleta teníamos. Ya no teníamos el apoyo del resto de la escuadra, que había hecho mutis y a esas alturas, como supe luego, ya estaba entrando en el Ferrol. Mejor para ellos pero no para nosotros pues no gozábamos de la protección de sus cañones. Tampoco teníamos fumígenos que nos ocultasen, y siendo un blanco inmóvil era cuestión de tiempo que alguna bomba nos acertase. Aun así ni nos llegamos a preocupar porque no nos daba tiempo: ahora era la proa la que quería flotar por su cuenta, cortesía de los bombazos, y hubo que hacer lo mismo que con la proa, descargarla a toda prisa mientras la inundábamos lo justo. A las diez y pico llegó a la orden de detener los trabajos y refugiarnos: venían más bombarderos. Afortunadamente, cuando los britanos estaban a la vista —esta vez eran bimotores— llegó la caballería en forma de una escuadrilla de cazas que derribó cinco y ahuyentó al resto. Esa misma mañana se emplazaron en el Puntal cañones antiaéreos recién llegados desde Bilbao. Por la tarde se pudieron instalar generadores de humo que nos ocultarían —y nos atufarían con ese olor sulfuroso que se pegaba a la ropa—; apestaríamos pero ya no estábamos indefensos.

También tuvimos otro tipo de auxilio: en cuanto subió lo suficiente la marea la draga del puerto depositó toneladas y más toneladas de tierra y arena, primero en la popa, luego en la proa, para reforzar el lecho en el que descansaba el crucero. Hubo otra ayuda que no esperábamos, y que había sido idea de Don Félix Sánchez, el capitán de navío retirado que estaba a cargo de la comandancia del puerto. Aprovechando que en Santander había un cargadero de mineral, el de Orconea, Don Félix ordenó que llenasen de rocas y tierra un par de cascarones tan viejos que incluso en esa época de penurias esperaban el desguace; baste decir que uno, el Mina Bedabo, tenía más de setenta años sobre sus cuadernas. Los cargaron escombros hasta que casi quedaron sin francobordo, y luego un remolcador los acercó al Puntal hasta que tocaron el fondo, a unas decenas de metros del Galicia. Para más seguridad abrieron los Kingston y así los dos viejos barcos se convirtieron en un rompeolas artificial. La draga, que ya había acabado con la popa del Galicia, llevó unas cuantas cargas más para afirmar los cascajos. Ahora el Galicia estaba protegido hasta de los temporales del sur y con más calma podía afrontar el rescate.

Otra barcaza provista de grúa se acercó para retirar los elementos más pesados: la artillería y los mástiles se desmontaron, y lo que no que pudo aflojar se cortó: los sopletes chispeaban por toda la superestructura arrancando trozos de metal que se llevaban a tierra. Los buzos terminaron de vaciar de proyectiles los pañoles e incluso empezaron a tapar agujeros colocando grandes tableros de madera que atornillaron a los costados. No es que se pretendiese tapar así los boquetes de los torpedos, sino que servirían como encofrados: otra barcaza empezó a verter toneladas de cemento en las entrañas del Galicia para obturar las brechas. Los agujeros más pequeños se cerraban con cuñas de madera —los socorridos tapabalazos— y se apuntalaban con más maderos. Al mismo tiempo se soldaban vigas a la cubierta para aumentar su resistencia. Las agotadoras tareas, además, se hicieron bajo ataques aéreos continuos: durante el día las estelas de los cazas y de los bombarderos se cruzaban, y de noche ladraban los antiaéreos. Incluso volvió a tocarnos una bomba que cayó en la toldilla. Por fortuna, la espoleta debía ser defectuosa y estalló con el contacto, lanzando un viento de metralla que hirió a pocos pues en esas ocasiones nos refugiábamos bajo cubierta. El peor susto fue a los cuatro días: me acababa de levantar con el zafarrancho de la amanecida y deambulaba como un sonámbulo por cubierta cuando el rugir de motores y unos tremendos estampidos me despejaron: un bimotor inglés —cuando mis neuronas se despertaron lo reconocí como un Wellington— había llegado volando a pocos metros sobre el agua, y había lanzado un rosario de bombas con la intención de que rebotasen como las piedras con las que jugábamos en los ríos. Querían que chocasen con el costado del Galicia y lo deshiciesen. Pero los ingleses, en la media luz del amanecer, no habían advertido los dos vapores herrumbrosos que actuaban como rompeolas. Las bombas reventaron las tripas del Bedabo pero el Galicia quedó incólume.

Solo después de tres semanas de extenuantes trabajos se juzgó que el buque era suficientemente estanco. Con la marea baja empezaron a trabajar las bombas, y al llegar la pleamar el crucero volvió a flotar. La draga había cavado un canal en la arena, y un remolcador empezó a tirar del Galicia hasta que se liberó, entre los vítores de los presentes. Entonces el crucero fue remolcado hasta el Real Astillero de Guarnizo. El dique seco no tenía suficiente capacidad pero se estaba obrando a toda prisa para ampliarlo; unos días después se cerraron las portas tras el buque y se empezó a trabajar en serio para hacer que el Galicia resistiese en traslado hasta el Ferrol, donde dieciocho meses llevaron las obras de reconstrucción. Pero para entonces yo ya no estaba en el barco.