Publicado: Mié Ene 17, 2018 2:26 pm
por Domper
Mierzejewski, Alfred C. Economía de Guerra durante la Restauración. Data Becker GmbH. Berlín, 1996.

Luces y sombras de la reordenación industrial: el caso del Fiat G.56

Un desarrollo surgido durante la guerra, el avión de caza Fiat G.56, ha sido tomado como modelo de los conflictos que supuso la política de cooperación industrial del canciller Speer.

En las dos décadas anteriores a la Guerra de Supremacía Italia había sido puntera en el desarrollo aeronáutico. El régimen fascista había utilizado la aviación como herramienta de propaganda, y se había incentivado a los constructores aeronáuticos para que produjesen aviones que superasen a los de las otras potencias. En el periodo de entreguerras aparatos italianos, unas veces experimentales, otras de serie, acapararon todo tipo de récords y se lucieron en viajes transcontinentales. En 1927 incluso se logó el prestigioso trofeo Schneider de 1927 de velocidad para hidroaviones. Estos logros tuvieron su contrapartida económica, y las factorías italianas proveyeron de aviones de combate y de pasajeros a medio mundo. Militarmente, durante la Guerra Civil Española la Aviazione Legionaria fue fundamental en la victoria de los nacionales, destacándose el caza Fiat CR.32 y el bombardero Savoia-Marchetti S.M.79.

Sin embargo ya durante ese conflicto pudieron apreciarse algunas deficiencias. Aunque el Fiat CR.32 se distinguió, no fue por las cualidades del aparato sino por la preparación de los pilotos y gracias a la superioridad numérica, ya que técnicamente el CR.32 no era mejor que el biplano soviético Polikarpov I-15, y era superado por el monoplano Polikarpov I-16. Para lograr la superioridad aérea tuvieron que ser los Messerschmitt alemanes los que batiesen a los I-16. Otros modelos italianos como los cazabombarderos Caproni AP.1 o Breda Ba.64 resultaron tan malos que no hubiesen debido llegar a la producción en serie, demostrando que habían sido elegidos no por sus bondades sino por motivos más turbios. Incluso los modelos más prometedores, como el nuevo caza monoplano Fiat G.50 o el bombardero Fiat BR.20, no superaban a sus equivalentes de origen soviético y eran peores que los Messerschmitt Bf 109 o Heinkel He 111. Como consecuencia el papel de la aviación italiana en la guerra civil se redujo a «hacer número» mientras que fueron los modernos aviones alemanes los que se encargaban de las misiones más comprometidas.

En los últimos años del decenio las principales potencias, viendo que la guerra era inminente, hicieron un gran esfuerzo para renovar sus fuerzas aéreas y equiparlas con modelos mejorados. Sin embargo Italia siguió con los tipos probados en España o con escasas mejoras, que al desencadenarse el conflicto se mostraron inferiores a los de británicos y franceses. Ni siquiera los fracasos de los AP.1 o Ba.64 sirvieron como aviso, y señal de que proseguían de los tejemanejes entre burócratas e industriales fue el bombardero ligero Breda Ba.66, un aparato que ni siquiera era capaz de mantener la cota de vuelo cuando llevaba armamento. Igualmente grave resultó que la industria aeronáutica no era capaz de incrementar su producción para cubrir las necesidades de la guerra moderna. Se han sugerido varias causas de esta situación:

– La carencia de motores de potencia suficiente. En 1940 la mayor parte de los aviones italianos eran propulsados por motores radiales de algo menos de 900 HP que carecían de un sistema de sobrealimentación eficiente, lo que limitaba sus prestaciones en altura. En esa época los aliados y los alemanes producían varios tipos de motores en línea o radiales que superaban los 1.000 HP y que contaban con sistemas de sobrealimentación de alto rendimiento que permitían operar a cotas superiores a los 7.000 m. Aunque en Italia se habían diseñado motores similares, su puesta en servicio se retrasó varios años (como el Piaggio P.XII) o no llegaron a ser producidos en serie (el Fiat A.75). Este fallo es llamativo porque Italia producía motores para coches deportivos, y hasta 1935 los motores de aviación italianos eran iguales o mejores que los ingleses.

– Los graves retrasos en la entrada en servicio de los aviones. Caso paradigmático fue el del CANT Z.1018 Leone. Hubiese debido sustituir a los trimotores de bombardeo que en España ya habían mostrado su obsolescencia, pero hasta 1938 no fue encargado. Los continuos cambios en las especificaciones retrasaron el desarrollo, produciéndose además demoras injustificables: por ejemplo, se tardó año y medio en decidir si la deriva debía ser única o doble. Cuando el aparato entró en servicio no era mejor que los bombarderos ligeros que otras potencias tenían en servicio desde varios años antes, por lo que solo se fabricó una corta serie.

– La gran cantidad de tipos en desarrollo y en producción. Parte de los problemas del Leone se debieron a que al mismo tiempo CANT estaba desarrollando hidroaviones, bombarderos y aviones de transporte a pesar de ser proyectos de dudosa viabilidad. Algo similar ocurría con los motores, pues Italia tenía más tipos de motor en desarrollo que Alemania o Inglaterra. En lugar de centrarse en un único motor, se producían varios de características y rendimiento similares (como los radiales Fiat, Alfa Romeo y Piaggio), pero en series cortas y con defectos que por sobrecarga de los diseñadores no llegaban a ser subsanados. Algo similar ocurría con las células: cuando comenzó la guerra se estaban fabricando cinco modelos diferentes de cazas monomotores que, además, estaban anticuados. Fue habitual que cuando se hacía un concurso ministerial, en lugar de declarar un vencedor, se seleccionasen para su producción casi todos los tipos presentados.

– La producción de modelos claramente deficientes. El caso del Ba.66 fue el más sonoro pero no el único: el avión presentaba defectos de tal gravedad que hubiesen debido detectarse en la fase de prototipo o en la preserie, llevando a su corrección o a la anulación del modelo. Sin embargo, fue producido en serie y entregado a las unidades operativas, para tener que ser retirado tras su primera misión de combate. Otro ejemplo fue el hidroavión CANT Z.501, que tenía un fallo estructural que hacía que en caso de amerizajes en mar abierto cediesen los montantes, cayendo el motor sobre la cabina y amputando la hélice las piernas del piloto. En otros países se produjeron casos similares pero no fueron tan graves y tan frecuentes como en Italia, que demasiadas veces entregó a sus aviadores aeronaves con defectos tan graves que no solo los hacía más peligrosos para sus dotaciones que para el enemigo.

– El empleo de técnicas constructivas anticuadas. Cuando Italia se incorporó a la guerra sus bombarderos eran de construcción mixta, con estructura de acero aluminio o madera, y recubrimiento de contrachapado o textil. Como consecuencia toleraban mal los daños en combate o la exposición a climas extremos, resultando curioso que a pesar de la experiencia en el desierto los motores careciesen de filtros de polvo adecuados. El empleo de estos materiales se ha justificado por la escasez de aluminio, pero Alemania, en situación similar, fabricaba sus modelos de combate íntegramente en metal. Aparte que esos aviones se habían diseñado en los años treinta, cuando los mercados estaban abiertos y la guerra no era inminente.

– La ineficiencia de los procesos fabriles. Los diseños italianos empleaban gran número de piezas con formas complejas o que tenían que ser torneadas manualmente, precisando muchas horas de trabajo de técnicos especializados e impidiendo acelerar la construcción. Sus aviones, aun siendo de fórmula constructiva anticuada, requerían más materiales y muchas más horas de trabajo. Por ejemplo, la célula del caza Fiat G.56 requería quince mil horas de trabajo, mientras que la del Bf 109 solo precisaba nueve mil.

Con todo, una revisión más cercana de los procesos empresariales y productivos italianos apuntaba a una causa subyacente: el sistema económico fascista. Aunque los partidos de la izquierda tradicional y especialmente la Internacional comunista acusaban al partido fascista de ser un movimiento de extrema derecha, ideológicamente el Partido Fascista se consideraba socialista y contrapuesto al liberalismo. Según su concepción el Estado debía monitorizar la economía para beneficiar a los ciudadanos, redistribuyendo la riqueza e impidiendo los abusos. Pero la consecuencia fue que las industrias no competían en el mercado libre sino que obtenían sus pedidos gracias a concursos ministeriales. La economía dirigida nunca llegó a funcionar bien, ni siquiera en Alemania, pues permite los intereses personales acababan primando sobre la eficiencia. Teóricamente como los organismos centrales establecían los precios, debieran haber sido justos, pero en la práctica se abonaban cantidades muy superiores por todo tipo de conceptos. Más importante, tanto el precio como los sobrecostes de los que dependían los beneficios empresariales se establecían por decisiones ministeriales. Si a un industrial le parecía que sus beneficios eran limitados, le resultaba más fácil lograr que una rectificación de los precios que mejorar sus procesos productivos. Lógicamente, un sistema así no estimulaba la mejora. Hasta las pocas veces que se tomaban decisiones imparciales los resultados podían ser contraproducentes: los burócratas eran escogidos por su adhesión al régimen y no por sus conocimientos técnicos, y era el valor monetario el único que entendían. En esos casos se primaba lo más barato aunque requiriese mucho mantenimiento y su vida útil fuese limitada.

Este sistema que ya era ineficiente en Inglaterra o en Alemania resultó funesto en la Europa mediterránea y sobre todo en Italia, donde eran más importantes las relaciones con las familias ampliadas o con los amigos que la fidelidad a un estado impersonal o lejano. La economía dirigida acabó siendo caldo para la corrupción y para los enfrentamientos entre camarillas. Las industrias no tenían estímulo para mejorar sus procesos o para que sus productos fuesen de mejor calidad, ya que los pedidos se lograban mediante sobornos o por acuerdos entre grupos de presión. Las camarillas, para no crearse enemistades irreconciliables (mucho peores en Italia que en Alemania), intentaban llegar a acuerdos beneficiosos para todas: un ejemplo fue el de los cazas monoplanos, cuando se aceptaron prácticamente todos los modelos presentados. Si una empresa no tenía apoyos difícilmente conseguía pedidos: en el caso anterior el Reggiane Re.2000, aun siendo el mejor de los cazas que concursaban, fue el fabricado en menor cantidad. Como resultado se tomaron decisiones estratégicas como mínimo dudosas. Por ejemplo, en 1940 se fabricaban ocho modelos diferentes de bombarderos, más que en Alemania e Inglaterra juntas.

Un problema concreto, también consecuencia de la ideología fascista, fue el de la autarquía. Uno de los principios del fascismo era que la economía italiana, incluyendo a su industria, debía ser autosuficiente, por lo que se empleaban siempre que era posible materiales o componentes de origen nacional aunque fuesen peores o más caros que los de otros orígenes. Probablemente fue una de las causas de mantener la construcción en acero, madera y tela. Los productores internos gozaban en la práctica de un monopolio y al no tener que competir podían entregar partidas de pobre calidad, a sabiendas de tener asegurados los pedidos. Problemas similares, en mayor o menor medida, se produjeron en casi todas las potencias europeas de la época, pero fue en Italia donde alcanzaron su culmen, primándose el origen nacional sobre la eficiencia.

Estos problemas no afectaban a todo el mundo y resulta ilustrativa la comparación con la industria aeronáutica norteamericana, que se había desarrollado en un ambiente completamente diferente. Tras la Gran Guerra Estados Unidos había vuelto a su política aislacionista y había desmovilizado sus fuerzas armadas, que con la excepción de la flota ni siquiera superaban a las de países de segundo orden como Rumania. Con la Gran Depresión los pedidos militares se redujeron al mínimo. Tampoco existían compañías aéreas «de bandera» como Lufthansa, Ala Littoria o BOAC, sino empresas privadas que debían competir en el mercado civil, reducido y muy exigente especialmente durante la Depresión. Se escogían modelos que fuesen rentables, precisando que fuesen económicos de adquirir y de mantener. Además el público era muy selectivo al escoger los aviones en los que volaban, lo que como consecuencia llevó al abandono de los modelos inseguros: así ocurrió que el accidente mortal de un Fokker F-10 debido al deterioro del adhesivo que unía las piezas del ala, fabricada en madera, hizo que las compañías se vieron obligadas a sustituir sus aviones completamente metálicos. Los fabricantes se vieron obligados a desarrollar nuevos modelos de aviones de transporte, que eran polimotores (los monomotores se abandonaron tras algunos incidentes) completamente metálicos y de diseño avanzado. Tales aviones eran algo más caros que sus equivalentes europeos, pero no solo eran más seguros y duraderos sino que su mantenimiento era sencillo y económico. Además los aparatos norteamericanos solo eran caros si no se tenía en cuenta la calidad. Si se comparaban aparatos de características similares, los caros eran los europeos, pues se producían en pequeñas series por compañías que al no tener competencia no se habían visto obligadas a adoptar procesos de fabricación eficientes. De no haberse iniciado el conflicto bélico, parece probable que los constructores norteamericanos hubiesen acabado desplazando a los demás del mercado civil.

Una excepción en el panorama europeo fue la holandesa Fokker, uno de los principales fabricantes de aviones de línea de los años veinte y treinta. Siendo el mercado holandés muy reducido, tanto el civil como el militar, tuvo que basar su negocio en la exportación, compitiendo con los norteamericanos. En 1935 su modelo más avanzado, el F.XXII, resultó inferior al Douglas DC-2. Entonces la factoría prefirió renunciar a sus propios diseños y adquirir la licencia del Douglas. Aunque Fokker no llegó a construir ningún DC-2 (solo ensambló aviones fabricados en Estados Unidos), posteriormente construyó el Fokker F.25, equivalente al DC-3 norteamericano, gracias a la asistencia de la compañía japonesa Nakajima, que los fabricaba bajo licencia.

Un factor que agravó todavía más la ineficiencia italiana fue la política económica germana de finales de los treinta y de los dos primeros años de la guerra: para financiarse, Alemania emitía moneda (Reichsmark) que no estaba respalda por valores sólidos, pero cuyo cambio mantenía ficticiamente elevado mediante presiones políticas y la amenaza militar. Como consecuencia los precios se elevaron en toda Europa y las naciones que seguían una política monetaria más conservadora (incluyendo a los aliados de Alemania) sufrían una grave carestía ya que los compradores alemanes, con sus carteras rebosantes de sobrevalorados marcos, conseguían la prioridad para adquirir materias primas, petróleo o alimentos. Se llegó a tal extremo que Rumania tuvo que racionar el petróleo y el cereal aun siendo uno de los principales productores del mundo, ya que la mayor parte era adquirida por Alemania. La carestía de las materias primas fue otro factor que hizo que Italia siguiese con su sistema autártico aun a sabiendas de su ineficiencia: simplemente, no se podía adquirir suficiente aluminio o metales estratégicos.

Tras la muerte del canciller Hitler su sucesor Goering pretendió ampliar la cooperación, pero sin modificar las medidas monetarias que beneficiaban al Reich. Solo cuando Albert Speer se hizo cargo de la economía germana se produjo un cambio sustancial de las relaciones económicas entre los miembros de la Unión Paneuropea (luego Unión Europea). El gabinete alemán era consciente de la debilidad de los ejércitos de sus aliados. Se debía en parte a una estructura productiva anticuada, ya descrita, pero también a que se producían armas obsoletas que además no eran más baratas que las más modernas de Alemania. Las medidas de reorganización emprendidas por Speer hicieron que la producción militar germana se duplicase en menos de un año, pero apenas bastaba para las necesidades de las fuerzas armadas alemanas en expansión. Aunque algunos de los miembros de la Unión Europea, como Rumania o España, no tenían una base industrial capaz de proveer sus propias necesidades, los dos principales aliados, Francia e Italia, eran naciones industriales que debían ser capaces de autoabastecerse e incluso de equipar a otros miembros menores. Pero ambas potencias, además de estar ancladas a un sistema económico ineficiente, fabricaban equipos anticuados. Se consideró ceder la licencia de determinados sistemas como se hizo con el caza Focke Wulf Fw 190, que fue fabricado en varias naciones del Pacto, pero para Francia e Italia sería más rápido escoger diseños autóctonos que pudiesen ser mejorados. Comisiones alemanas viajaron a los países aliados para estudiar los proyectos existentes y recomendar mejoras.

Fiat, enfrentada al fracaso de su motor lineal A.75, había adquirido la licencia del motor Daimler Benz DB 601, con el que pensaba remotorizar los cazas ya en producción o en desarrollo avanzado: los Fiat CR.42 y G.50, Macchi MC-200, Reggiane 2000 y Caproni Vizzola F.6. Como ya se había recibido una partida del más potente DB 605 (desarrollo del DB 601), varios de los aparatos fueron reconstruidos para emplear el más potente motor. Los miembros de la comisión alemana probaron los prototipos de los Fiat G.55, Macchi MC.205 y Reggiane 2005, comparándolos con el Messerschmitt Bf 109 F-7, el modelo alemán más moderno, y quedaron sorprendidos: no solo eran equivalentes al caza alemán a baja cota, sino que eran más ágiles, más nobles y fáciles de pilotar, y sin defectos a bajas velocidades o en la toma de tierra, que era un serio problema del Bf 109. El mejor con diferencia fue el G.55, que llevando un motor un 10% menos potente que el Bf 109 lo superaba ampliamente tanto a baja como a alta cota. Tan entusiasta fue la descripción del coronel Petersen, jefe de la comisión, que el general Von Richthofen comprendió que el caza italiano podría convertirse en un avión de transición que permitiese mantener la superioridad aérea hasta que entrasen en servicio los reactores.

Con todo, la planta motriz elegida, el DB 605, no era del agrado de la Luftwaffe, que la consideraba un motor «enfermo», con problemas de difícil solución. En su lugar prefería el DB 603, que era un DB 601 a mayor escala que prometía mantener la fiabilidad de su predecesor pero con el doble de potencia. El DB 603 no podía montarse en la reducida célula del Bf 109 (una de las causas de que finalizase su producción) pero sí en el caza de Fiat. El prototipo Fiat G.56 superó las expectativas, resultando el mejor caza de alta cota del Pacto de Aquisgrán y siendo capaz de llegar a los 12.000 de altura, la cota a la que se pensaba que operaría el superbombardero norteamericano B-29. Rápidamente se firmó un acuerdo para fabricar el motor DB 603 en Italia como Fiat RC.63I. Pero la ineficaz organización italiana amenazaba con mantener la producción del Fiat G.56 en niveles exiguos.

Las exigencias de la guerra ya habían obligado a la adopción por la industria alemana de sistemas más eficientes, y bajo la presión de Speer y con la anuencia del conde Ciano (sucesor del Duce Mussolini) técnicos germanos se trasladaron a Italia para apoyar la reconversión industrial. Concretamente, se estudió el diseño del caza para abaratar su construcción: unos pocos cambios hicieron que las quince mil horas de trabajo necesarias se redujesen a once mil, empleando más eficientemente los materiales, con menor desperdicio de aleaciones de aluminio. Se inició la producción no solo en la factoría de Fiat sino también en las de Macchi, Reggiane y Caproni, que se vieron obligadas a renunciar a sus propios proyectos. Asimismo se recibió la licencia de producción de diferentes equipos necesarios para el caza, como cañones automáticos, radios, giróscopos, etcétera. Medidas similares se tomaron en otras industrias italianas, y se cancelaron multitud de programas en favor de otros muy necesarios como los transportes S.M. 82 y Piaggio P.108T.

Sin embargo, la transferencia tecnológica causó una crisis en Alemania al ver los industriales amenazados sus negocios. Hasta la aplicación de las políticas de Speer habían vivido un ambiente similar al italiano, con contratos estatales a precio fijado que les dejaban amplio margen de beneficios, y disfrutando de las ventajas de un Reichsmark fuerte que les permitía comprar materias primas a precios irrisorios. Pero Speer había cambiado la política de precios para estimular la producción, estableciendo incentivos y sancionando a los fabricantes menos eficientes. La finalización de las medidas monetarias, además, había encarecido las materias primas y abaratado los productos germanos, disminuido aun más los beneficios. Cuando Speer les obligó a ceder licencias de producción los empresarios germanos temieron que desapareciese su ventaja tecnológica y que tuviesen que competir en igualdad de condiciones con otros fabricantes de la Unión Europea. Hay que señalar que en el sistema de economía dirigida que había seguido Alemania hasta entonces los desarrollos tecnológicos raramente habían sido emprendidos por las empresas con sus propios recursos, sino que habían sido financiados por el Estado, a pesar de lo cual los industriales los consideraban de su propiedad. Ni siquiera tuvieron en cuenta que la cesión tecnológica les estaba beneficiando, pues no solo recibían sustanciosas compensaciones sino también la participación en las industrias aliadas. Pero los empresarios germanos lo que temían era un despertar de la atrasada economía de los países aliados que en un futuro podría llegar a rivalizar con ellos. Como consecuencia…