Publicado: Dom Ene 14, 2018 12:18 pm
por Domper
Gerard, el Director, como lo llamaban sus subordinados, sonrió y saludó levemente la inteligencia de Schellenberg. La oficina de correos alemana, el Reichspost, resultaba ideal para cubrir a una agencia de espionaje. Porque ¿hay algo menos sospechoso que un cartero o un furgón de correos? Los agentes, para comunicarse con Schellenberg, no precisaban de citas clandestinas; podían mandarse cartas. Además Correos tenía acceso a las direcciones de los ciudadanos del Reich. Problema añadido era que la Sección no podría introducir agentes con facilidad. Al ser una organización estatal su acceso estaba regulado, y aunque en tiempos de guerra las normas no serían tan estrictas, sería demasiado sospechoso plantar un agente de un día para otro. Aparte que cualquier nuevo candidato —incluso las candidatas— sería revisado a fondo y seguido de cerca. Es decir, que intentar introducir a alguien sería la mejor manera de avisar a la otra agencia de que estaba siendo vigilada. Pero había varias maneras de pescar un pez. Para controlar a cualquier organismo del Reich no se necesitaba introducir a nadie, pues ya tenían soplones en plantilla. Solo era necesario descubrirlos y reclutarlos.

El Director encomendó a la Sección que revisase las cuentas del Reichspost buscando una especie que no faltaba nunca en los procelosos ambientes creados por la maquinaria nazi: el aprovechado. Del flujo de dinero que pasaba por oficinas y ministerios se separaban arroyuelos de billetes que, por coincidencia, siempre terminaban en ciertos bolsillos. Esos ladrones, con su olfato por el vil metal, eran los mejores investigadores que nadie pudiera desear. Aparte que su corrupción los hacía vulnerables. Encontrarlos fue trivial para la Sección. Sin embargo, cuando se procedió a estudiar sus expedientes se encontró con una curiosa coincidencia: varios habían fallecido en los últimos meses. Caídas a las vías, atropellos, resbalones en escaleras, hacían que trabajar en Correos fuese una ocupación más peligrosa que bombardear Londres. Había gato encerrado, o mejor dicho, una agencia que intentaba cubrir sus huellas. En lo sucesivo, tanto Gerard como la Sección pasaron a llamarla «los carteros».

Como la epidemia accidental aun había dejado algún corrupto vivo, Herta recomendó comenzar con un jefe de la sección de correo extranjero. Se llamaba Heinz Schäfer y era un hombre con una singular capacidad económica. Con sus magros emolumentos conseguía alimentar y vestir a una familia alemana ideal, con esposa y cinco retoños, pero también mantenía otra oficiosa que añadía un par de criaturas más. Incluso debía sobrarle algo, porque constaban un par de visitas médicas que sugerían que Schäfer aun se paseos nocturnos en busca de trabajadoras del viejo oficio. Además era poco probable que parte de la conspiración, pues no tenía antecedentes nazis salvo la adhesión al Partido, rasgo obligado para cualquier aprovechado. Aunque fuese uno de los carteros de Schellenberg, podría presumir de ser el espía más tonto del mundo con esas actividades nocturnas que le ponían en solfa. Unas pocas noches después Schäfer, yendo a la caza de cualquieras, se encontró con un chulo que en lugar de exigirle el pago le encañonó con un pistolón capaz de matar a un elefante. A esas alturas la plantilla del Reichspost ya estaba un tanto mosqueada por tanta muerte inesperada y Schäfer no se atrevió ni a rechistar. Entró en el coche que estaba aparcado en un callejón y dócilmente se dejó llevar a un almacén. Ni siquiera protestó cuando le ataron a una silla y le pusieron una capucha. Solo empezó a gritar al recibir el primer puñetazo.

Un par de energúmenos —que también pertenecían a la Sección, pues el contraespionaje no era un oficio de guante blanco— le repasaron la tripa y las extremidades para predisponerle a mantener una conversación relajada. La cara no se la tocaron, pues la dejaban para luego. En un momento en el que alivió el temporal de mamporros Schäfer escuchó que la puerta se abría y alguien ordenaba a los matones que se parasen.

—¿Es usted Heinz Schäfer?

—Ayúdeme, por favor, me han secuestrado.

Gerard hizo un gesto y un par de golpes más cayeron sobre el desgraciado.

—Ha cometido un error, Herr Schäfer.

—Le daré lo que quiera, tengo dinero… —el Director movió la cabeza y otro puñetazo interrumpió la súplica.

—Sigue por mal camino, Herr Schäfer. No necesito dinero.

—¿Qué quiere? —otro golpe, aunque menos fuerte, le hizo callar.

—Tiene que aprender la primera lección, Herr Schäfer. Aquí soy yo el que pregunto y usted el que responde ¿lo entiende?

—Sí, señor, pero es que…

Un puñetazo más le hizo vomitar.

—Recuerde, nada de preguntas. Solo respuestas. Pero le aclararé algunas de sus dudas. Mire, formo parte de la oficina económica del Reich, y ha llegado a mis oídos que algunos funcionarios viven por encima de sus posibilidades ¿sabe usted algo?

—Lo siento, señor, pero creo que se equivoca —lloriqueó. Gerard ordenó que le volviesen a pegar.

—Lo siento, Herr Schäfer. Había olvidado decirle que usted y yo estamos practicando un juego que se llama verdad o mentira. Yo pregunto y usted responde. Lo malo es que yo ya conozco las respuestas, y si miente, usted paga. Le voy a citar algunos nombres y me dice si le suenan: Giselda, Roderick, Leopold…

—¡Son mis hijos!

—Acierta, Herr Schäfer. Probemos otros: Ilse, Imre.

—¡También son hijas mías!

—¿También? Resulta extraño ¿no le parece? Dos familias alemanas con un solo padre. Tal vez esos niños se sintiesen mejor en otros hogares. Hogares sanos para que no crezcan entre ladrones y adúlteros ¿Quiere volver a verlos? Dependerá si en lo sucesivo va a ser un fiel servidor de Alemania.

A esas alturas Schäfer solo pensaba en sobrevivir y cantó como un canario. Dijo que desde siempre había sisado pequeñas cantidades, o hacía favores por dinero. Un día uno de sus subordinados, que según dijo trabajaba para Kaltenbrunner, le propuso que estuviese al tanto de algunos envíos que llegarían desde Suiza. Debía entregárselos sin que llegasen a manos del censor. El asunto olía mal, y el hedor siempre significaba dinero. Schäfer inspeccionó uno de los sobres: no encontró mensajes secretos, sino fajos de marcos. Lo mismo que ya habían descubierto otros compañeros pero ellos, menos cautos, habían cometido el error letal de distraerlos. Schäfer no cometió ese fallo, aunque se atrevió a pedir que el soborno fuese mayor. Desde entonces no había vuelto a abrir ninguna carta, pero había anotado el origen y los destinatarios en una agenda que mantenía a buen recaudo: con el ambiente letal que se respiraba en Correos, Schäfer pensó que le serviría como seguro de vida. Era justo lo que buscaba Gerard. Le soltó una diatriba sobre la honestidad y le amenazó con enviarlo a un campo. Solo había una manera de que eludiese ese destino: tenía que convertirse en su hombre. Su labor sería muy sencilla: simplemente, seguiría controlando cuántos paquetes llegaban y de quién, pero ahora sería la Sección la que guardaría la agenda. Schäfer también tenía que informar si algún compañero hacía cosas raras, sobre todo si se trataba de esos recién llegados que procedían del Partido.