Publicado: Mié Ene 03, 2018 11:53 pm
por Domper
Mientras iba disponiendo la caza del Alto, Gerard también intentó saber de dónde venía. No se engañaba; no encontraría a una novia llorosa enviando cartas a la nueva dirección del espía. Pero conociendo su origen tal vez pudiera llegar a saber algo sobre sus habilidades y su peligrosidad.

Aparentemente sería imposible. Tan solo se sabía que Joachim había organizado la cita de la Hauptbahnhof ¿Significaba que el Alto había llegado en tren? Tal vez. La cola en la que había esperado a Jenner hacía sido la de la taquilla del Metro; era razonable pensar que el Alto había pensado en enlazar ahí. Pero también era posible que hubiese llegado a cualquier otra estación y se hubiese trasladado tal vez en metro, tal vez por otros medios, hasta la estación. Incluso era posible que hubiese llegado a Berlín de otra manera. Por carretera era improbable: demasiados controles, aunque tal vez un ciclista pudiese eludirlos. Pero no era la única forma. Berlín se comunicaba con los grandes ríos de Alemania y con el Báltico mediante canales, por los que circulaban barcazas tripuladas por Dios sabe qué gentes. Hasta pudiera ser que el Alto fuese un soldado desertor del ejército alemán o de algún otro país. Lo que no creía es que resultase ser un agente durmiente. De serlo ¿a qué tantas prisas? Un agente durmiente hubiese tenido todo preparado, y tras ser activado Dios sabe de qué manera, puede que por alguno de esos mensajitos que emitía Radio Londres, hubiese pasado a la acción sin que absolutamente nadie hubiese notado nada. No, las prisas con las que había actuado Joachim no solo apuntaban a una orden perentoria de Moscú, sino a que el recién llegado era eso, un recién llegado al Reich. Además, que la cita se hubiese producido a una hora concreta hacía pensar en horarios, más concretamente en los de tren. Sería la primera posibilidad a descartar.

Tras advertir a Schellenberg, la Central inició un registro masivo de la estación. Policías uniformados la cerraron, interrogaron a todos los transeúntes y les exigieron su identificación; la redada atrapó a media docena de carteristas, a dos desertores y a algunos arrapiezos que huían de sus familias. Gerard tampoco esperaba demasiado, pero ese cierre de la estación era el pretexto para otros tipos de búsqueda. Por desgracia, no había registros de entradas y salidas, sino tan solo de movimientos de trenes, e incluso estos eran difíciles de interpretar pues en un apartado se indicaba no la hora real de llegada sino la prevista, y en otro el retraso. Además había suficientes discrepancias como para sospechar que los registros no eran completos, seguramente porque el jefe de la estación ocultaba las demoras para dar impresión de eficiencia. En definitiva, era un sistema tan confuso que no parecía alemán, y que no permitió sacar nada en claro. El Alto podría haber llegado desde cualquier rincón de Europa.

Sin embargo en una papelera se encontró una pista: un papel manchado de grasa y salsa en el que parecía adivinarse un sello oficial. El contenido de esa papelera y el de las cercanas fue rescatado y revisado minuciosamente. En varias se encontraron restos del mismo documento, un ausweiss que pudo ser reconstruido parcialmente. Correspondía a un trabajador inmigrante, pero por desgracia su nombre y parte de los datos habían sido cuidadosamente destruidos manchándolos con salsa y frotando. Pero pudo reconocerse el sello puesto en Lübeck el día anterior. A partir de ahí fue una labor de niños para las máquinas de la Central: ese puerto de Lübeck era uno de los más activos del Báltico, el que escogería un agente para infiltrarse en el Reich, y por tanto especialmente controlado. Durante la semana anterior habían llegado muchos vapores, pero ninguno llevaba trabajadores para Alemania, ni habían denunciado deserciones. Pero en tres casos el registro de salidas a tierra no concordaba con el de vueltas. En dos se trataba de barcos alemanes que se dedicaban al cabotaje. El otro era el Ada Gordon, un carguero sueco de los que llevaban el hierro tan necesario para la industria. Un hombre llamado Tuomas Riutta, finés, no se había presentado antes de que el buque zarpara. Según declaró el contramaestre, el tal Riutta iba diciendo que quería trabajar en Alemania.

La Central no pudo llegar más allá. Aun suponiendo que su existencia fuese conocida, no tenía poder para investigar en Suecia o en Finlandia. Simplemente se asignó al Ada Gordon la etiqueta de sospechoso, y en el futuro se revisaría con cuidado cualquier marinero que llegase con él. Respecto a ese Riutta, revisando el ausweiss encontrado en la Hauptbahnhof, las marcas podrían corresponder con su nombre. El agente —pues el Director estaba seguro de que era él— había debido cambiar de personalidad. No le extrañaba, pues le hubiese sorprendido que el soviético —no tenía dudas de que lo era— hubiese seguido empleando el mismo nombre.

Sabiendo el buque en el que había llegado, con todo, la Central pudo aventurar algunas hipótesis. Llegando en un mercante sueco, seguramente tendría rasgos nórdicos. Había empleado documentación finesa, pero era como no decir nada, pues el finés era una lengua extraña y los tripulantes suecos no podrían distinguir entre un finlandés nativo y alguien que lo chapurreaba. El Director aventuró que el infiltrado, yendo solo, hablaría bastante bien el alemán. También imaginó que el NKVD estaría intentando mantener en secreto la operación; eso significaba que en Rusia el agente podría hacerse pasar por cualquier otro ruso, y que por tanto dominaría bien esa lengua. Esa combinación descartaba casi con seguridad que proviniese de alguna república báltica, y apuntaba a la minoría alemana de Rusia, o tal vez a algún finés de la Carelia rusa. Menos probable sería que se tratase de un comunista exiliado al que sus amos mandaban de nuevo al Reich, pues los desterrados habían sido perseguidos por la policía estalinista, y los pocos que no estaban bajo tierra o en algún campo del Ártico, eran vigilados de cerca. Es decir, que el Alto hablaría un buen alemán aunque con bastante acento, y se haría pasar o por un emigrante que volvía —peligroso por ser demasiado sospechoso— o por un trabajador extranjero. Ya sabía lo suficiente para acotar la búsqueda.

Por desgracia para Jenner, había que rematar la operación. Joachim lo había quemado como agente con su peligrosa maniobra. Gerard había ordenado el registro público de la estación no tanto porque fuese necesario —tenía otros medios más discretos de revisar las papeleras— sino por darle el gusto a Joachim. De no haber respuesta de la policía germana hubiese podido sospechar. El escándalo que había montado en la Hauptbahnhof casi con seguridad llegaría a oídos de la embajada soviética, que al mismo tiempo que apreciasen la rapidez de la reacción germana se felicitarían pensando en que ellos habían sido más rápidos. Pero eso dejaba expuesto a Jenner. Esa misma noche la policía escenificó el asalto a su apartamento, y los vecinos, por las mirillas, pudieron ver las facciones preocupadas de su hasta entonces afable vecino. La preocupación no era fingida pues Jenner no sabía si la promesa que Gerard le había hecho de perdonarle la vida era cierta. Lo que sí sabía es que no iría a una cárcel normal en la que pudiese hablar con otros presos y delatar los tejemanejes de la Central.

Días después prisión de Landsberg recibió un nuevo inquilino. Tenía prohibida la comunicación con otros internos bajo pena de muerte.