Publicado: Vie Dic 22, 2017 2:52 pm
por Domper
El Galicia también notó el empujón del vapor y aun teniendo más caballería, desplazaba mucho más y la inercia es la inercia. El comandante ordenó caer a babor, pero a pesar de los juegos con hélices y timones el barco viraba mucho más despacio de lo que quisiéramos. En eso se levantó del costado del Díaz una alta columna de agua, y al momento otra más. El barco se estremeció, empezó a echar vapor —pobres fogoneros— y humo por todas partes, y se dio la vuelta en tan poco tiempo que no dio tiempo ni a echar las balsas. Pero no lo vi porque para entonces nosotros teníamos otra ocupación más inmediata.

—¡Torpedos a estribor! —gritó un serviola.

Yo mismo pude ver las estelas: nada menos que cuatro. Más otras dos hacia el Canarias, que se movía por nuestra popa. El gran crucero tuvo tiempo de mostrarles la popa y gobernarlos. Nosotros lo teníamos más difícil pero el Galicia era más ágil y con suerte lo lograríamos. Vi como por lo menos dos de los peces mecánicos iban a fallar, pero entonces sentí un tremendo golpe, como si un gigante hubiese dado un martillazo justo bajo la cubierta. La conmoción me lanzó al aire y caí como pude, con la suerte de no dejarme ningún hueso; no pudo decir lo mismo Don Pedro Nieto que debía estar apoyado mal y la sacudida le rompió los dos tobillos; aun hubo desgraciados que salieron peor parados. Estaba caído en el puente alto cuando un segundo mazazo, menos fuerte, sacudió al crucero. Me levanté como pude pero al ver al comandante caído me acerqué hacia él.

—Leñanza —me dijo Don Pedro desde el suelo —¿Puede apreciar los daños? —a pesar del dolor lo que le preocupaba era el barco.

Me acerqué a la borda y al apoyarme me corté la mano: un pedazo de metralla había rebanado el pasamanos dejándolo como una hoja de afeitar. Sin embargo viendo el final del Díaz, del que apenas asomaba la quilla, ni me enteré. Nuestro pobre barco también estaba para el arrastre. El vapor escapaba por las chimeneas pitando como un chifle gigante. A pocos metros detrás del puente, tras la primera chimenea, la cubierta tenía una grieta de la que brotaba humo, y a popa salía humo marrón por las escotillas. El montaje del quince apuntaba a estribor y tenía los tubos caídos, ominoso síntoma de lo que hubiera podido pasar en las entrañas. Se lo comuniqué al comandante.

—Ayúdeme a levantarme, Don Víctor, que tirado poco puedo hacer.

Entre un señalero y yo lo incorporamos y dejamos que se apoyase en el pasamanos. Debía sufrir tremendos colores pero era el comandante. Miró hacia un lado y entendí lo que quería: los tubos acústicos. Pero de poco servían, pues de varios salía humo y los otros debían estar aplastados. Se necesitarían mensajeros. El comandante, reconociendo que no podría moverse, encomendó al segundo que dispusiese el control de los daños. Yo estaba un tanto conmocionado y me quedé junto a Don Pedro, hasta se dio cuenta de que estaba allí y me dirigió la palabra.

—Teniente, si no tiene nada mejor que hacer siga al segundo y mire lo que ha pasado en las salas de máquinas.

—A sus órdenes —grité y bajé corriendo. Una vez en la cubierta principal fui hacia una escotilla que estaba abierta. Salían hombres escaldados, con la piel que les caía a tiras. Me crucé con ellos —primero el barco, luego los heridos— y me introduje en el interior. Era un pandemónium. El torpedo había debido estallar bajo la quilla y había reventado la sala de calderas de proa. Las calderas habían saltado antes de romperse y difundir su mortal vapor por toda la sala; lo único que tal horror había tenido de bueno era que había apagado cualquier llama. No había electricidad y lo poco que se veía era con los rayos de las linternas y por la poca luz que entraba por la escotilla. Partes de las calderas, tuberías retorcidas que aun escupían vapor, pasarelas derribadas y planchas caídas formaban un laberinto de metal. No había fuego, no solo por el vapor, sino porque uno de los maquis, con la piel de las manos saliéndose como guantes, había cortado la llave de paso del fuel y seguramente había salvado al barco. Al menos de momento, ya que el nivel del agua subía por momentos.

—Víctor —me volví y vi al capitán de fragata Don Eduardo Cisneros, el segundo—. Voy a popa que parece que hay un fuego importante. Usted quédese aquí. Esta sala está perdida pero vigile la integridad de los mamparos.

Ordené a cuatro hombres que me siguiesen, subí a cubierta y bajé al compartimento inmediatamente a proa. Como bien temía el capitán Cisneros, la explosión también lo había afectado y por varias grietas entraban chorros de agua. Peor aun, en la parte más baja el mamparo se estaba combando. Si se rompía no solo anegaría el compartimento y comprometería al buque, sino que nosotros podríamos darnos por aviados, que de ahí no saldría ni el gato. De tratarse de una unidad mercante lo correcto hubiese sido hacer mutis y pedir plaza en algún bote, pero en la Armada se esperaba algo más de dedicación. De todas maneras hablo a posteriori porque en el momento ni nos lo pensamos: había que apuntalar el mamparo. Porque en un buque de guerra, aunque siendo de acero, se guardan maderos y tablones para reforzar aquello que lo necesite. Trabajamos contra reloj, colocando puntales y tapando las grietas con cuñas, mientras mirábamos de reojo a la plancha que no terminaba de decidir si se rompía o no. Ese día me sonrió la suerte y al final aguantó. Aunque tal vez, en lugar de fortuna, era el de los siete dedos que debió pensar que no me quería con él, que le servía mejor yendo de barco en barco para organizar naufragios. Poco a poco la inundación quedó contenida. Dejé a un cabo para que la vigilase y volví al puente. Allí estaba el capitán Cisneros informando al comandante.

—Don Pedro, el barco aguanta pero por las justas. La sala de calderas de proa está deshecha y la de turbinas se está inundando. Las de popa aguantan pero han saltado los seguros y se han quedado sin vapor. He ordenado que enciendan un calderín para tengamos electricidad, pero no sé si se conseguirá antes que esa sala también se anegue.

—Inténtelo, Don Eduardo —respondió. Sin las bombas no vamos a tener nada que hacer ¿Y el torpedo de popa?

—En el peor sitio. La deflagración ha alcanzado al pañol de municiones pero la misma brecha lo ha inundado y no ha saltado.

—Ya lo suponía o a estas horas estaríamos con los peces. Pero dice que el impacto es malo.

—Así es, mi comandante. El torpedo ha estallado en las hélices de estribor y las ha deshecho. Los túneles de las hélices están abiertos al mar y está entrando agua en la sala de turbinas de popa. Lo único que parece que funciona es el timón. El servo está dañado pero aun puede gobernarse manualmente.

Entendí lo que decía el segundo. El Galicia estaba listo. Con las salas de calderas y de turbinas de proa inundadas, y la de popa llenándose, no nos quedaba mucho tiempo a flote. Al menos nos manteníamos adrizados, aunque con cierto asiento a popa, y no era necesario contrainundar.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—Dependerá de si conseguimos hacer que funcionen las bombas, mi comandante. Con ellas aun aguantaremos bastante. Sin ellas, apenas una hora, dos a lo sumo.

Don Pedro Nieto meditó un momento antes de ordenar—: No nos vamos a dar por perdidos. Santander está cerca y aun podremos llegar. Don Eduardo, ordene que la dotación suba a la cubierta. Solo quiero por debajo a los trozos de reparaciones y a los que trabajan en el calderín o en el timón. Don León —dijo dirigiéndose al tercer oficial, que también había llegado—, vamos a necesitar un remolque. Don Víctor, a usted lo necesitaré aquí.