Publicado: Mié Dic 20, 2017 3:02 pm
por Domper
La bahía de Santander no me traía buenos recuerdos, pues la última vez que había estado cerca tuve que saltar al destructor Velasco desde el «abuelo» digo el acorazado España, que se iba a pique tras comerse una mina. Aquella vez pocas ganas tenía de apreciar el paisaje y tanto daba, porque la costa estaba cerrada por una niebla de las de no verse la punta de la nariz. Sin embargo un compañero me había recomendado visitar el lugar: un pedazo terso de mar entre colinas verdes y con una preciosa ciudad que se miraba en ella. Ahora la ciudad no debía ser sino un montón de ruinas ennegrecidas, y como el tiempo no estaba muy católico, de las colinas tampoco esperábamos ver mucho. Además, para disfrutar de ese pedazo terso de mar primero teníamos que llegar, que tenía su miga.

La entrada a la bahía era bastante estrecha. Entre el Cabo Mayor y la isla de Santa Marina, todo acantilados, se formaba un embudo que tenía en medio el islote de Mouro con su faro. Faro que, como todos los de la costa, ahora solo servía de adorno pues durante la guerra estaba apagado. Al acercarse al islote era necesario virar para dejarlo a estribor y así embocar el estrecho canal que quedaba entre la Península de la Magdalena y sus piedras, y el arenal del Puntal. Apenas tres cables de los que solo el centro permitía el paso franco, sin muchas alegrías y solo con la marea alta. Entonces se entraba en el puerto, amplio y bien protegido de los vientos del norte y del o este, o se podía amarrar en el amplio estuario. Aunque no convenía olvidar las «suradas», deliciosa característica meteorológica del lugar que consistía en tormentas de viento del sur con rachas que podían superar los cien nudos y que lanzaban los barcos surtos contra el puerto. Buenas anclas se necesitaban para resistirlos. Pero lo que ahora nos importaba era que con tan estrecho paso había que entrar en fila india y despacito so pena de escoger entre piedra o arenal.

Ir en columna tampoco me disgustaba recordando la mala experiencia del España. Pues significaba que de haber minas se las encontrarían los chicos de los destructores que pasarían primero. Allá ellos si tenían que apechugar, que bastante tenían con la envidia que me daban los de esos preciosos barquitos que más parecían coches de carreras. Así que nos fuimos organizando, delante el Z27, seguido de los demás destructores alemanes y luego nosotros, que íbamos con el retemé a todo trapo que no nos fiábamos. Detrás el Canarias, el Trieste, y luego Bourragé con sus tres cruceros. Los demás destructores tenían que esperar turno para entrar al final y se mantenían al pairo mientras los íbamos rebasando. Esa mañana yo estaba en el puente alto, comunicando al comandante las observaciones del retemé.

Estábamos sobrepasando al Díaz cuando una nube de humo negro salió por su chimenea y el barco pareció saltar en el agua: con buen criterio debían llevar bastante presión en las calderas y habían dado paso al vapor a las turbinas. El destructor empezó a moverse mientras hacía señales como loco. No hacía falta que nos explicasen su significado: torpedos.