Publicado: Lun Dic 18, 2017 11:58 pm
por Domper
Despedimos a los cañoneros y patrulleros mientras manteníamos el rumbo oeste suroeste, y ya oscurecía cuando la flota puso proa al noroeste, de nuevo con intención de pasar por el sur de Irlanda. Casi era noche cerrada cuando el retemé del Z27 detectó otro contacto pero bastante alejado; además ya en mar abierto teníamos cancha para darle esquinazo. De Vigo salieron un par de cañoneros en su búsqueda —infructuosa, por lo que sé— y nosotros seguimos adentrándonos en aguas que hubiesen debido ser solitarias y que sin embargo encontramos concurridas. Pues apenas empezaba a asomar el disco solar cuando el radiotelémetro localizó un contacto que, para variar, acabó siendo un gran cuatrimotor con escarapelas inglesas. Era de un tipo que cada vez se veía más y que llamaban Halifax, un bicho con ala alta y una deriva doble como la de los Bacalao. El pajarito se mantuvo a distancia, pero los equipos de escucha del Galicia parecían un concierto de pito indicando que el Halifax tenía su propio radiotelémetro, o radar como lo llamaban ellos. Significaba que no podríamos soñar con eludir su vigilancia.

Esperábamos que, como en la salida anterior, los Junkers ahuyentasen al molesto moscón, pero no hubo suerte; luego dijeron que un inoportuno chaparrón había dejado impracticables los campos gallegos. Aun así mantuvimos el rumbo que nos debía llevar hacia el Atlántico, confiando en que los Condor que volaban por nuestra proa nos guardasen de todo mal. Durante un día y una noche la escuadra mantuvo el rumbo, pero a media mañana del día siguiente, justo cuando estábamos pensando en dar suelta a parte de nuestros destructores —los Churruca no eran de patas cortas pero tampoco estaban pensados para visitar Terranova— nos llegó desde un avión alemán un aviso electrizante: había detectado una formación inglesa con dos grandes buques que parecía proceder de las Azores y que en lugar de ir directamente hacia la escuadra, demostraba sus malas intenciones aproando a Galicia, intentando cortarnos la retirada. Un par de horas después no solo se confirmó el avistamiento sino que nos anunciaron la identidad de los barcos enemigos. No eran dos sino tres: un acorazado moderno del tipo Jorge quinto, el crucero de batalla Renown —sin confusión posible porque el Canarias ya había finiquitado a su gemelo Repulse—, y un portaaviones del tipo Illustrious. Visto estaba que los ingleses seguían sin fiarse de lo que pudiesen esconder las nubes y los humos, y no se atrevían a enviar acorazados en solitario. Lo malo era que los teníamos a trescientas cincuenta millas y que en pocas horas podrían lanzar contra nosotros a sus aviones torpederos.

No solo sería imposible atacar los convoyes del Atlántico, sino que salir de esa podía tener su gracia, porque los perseguidores eran de los que corrían un rato. Nuestros barcos también, pero los destructores, los famosos galgos de los mares, solo lo eran con las aguas en plan piscina y no con el mar de fondo que suele estilarse por esas latitudes y que precisamente ese día se estilaba. Los barquitos resbalaban por las olas con riesgo de cruzarse y dar la voltereta, algo muy divertido montado en un neumático pero no tanto en un bicho de dos mil toneladas. Hubo que moderar y rezar para que a los ingleses no se les ocurriese dejar de zigzaguear y de una estrepada plantarse en nuestro vecindario. Además los guapitos no estaban en nuestra estela sino a estribor, acortando la distancia con cada milla. Bastaba con poner la carta sobre la mesa y sacar el compás para ver que si bien era difícil que los aviones enemigos nos atacasen antes del ocaso, casi con seguridad nos saludarían el alba. Entonces bastaría con que averiasen a cualquier buque para que tuviese que saborear los pepinos del quince del Renown y los del catorce del Jorgito. Seguro que los britanos se estarían frotando las manos pensando que al día siguiente, por fin, podrían hacer sangre al Canarias.

No era esa la intención de Don Francisco Regalado. El curso que seguían los ingleses les permitiría interceptarnos si intentábamos regresar a Vigo, pero había muchos otros puertos en el Cantábrico. Ya puestos, algunos decían que Brest era la mar de bonito y a cubierto de los torpederos. No era mala maniobra, porque la escuadra inglesa estaba muy bien posicionada para interceptar nuestra derrota a Vigo, pero mucho menos si íbamos hacia la costa bretona, pues al verse obligados a dar un resguardo a nuestra costa gallega —que nosotros también teníamos aviones— tendrían mucho más difícil alcanzarnos. Lo malo era que el Halifax nos siguió y era de suponer que transmitiese la nueva al Almirantazgo. También era de prever que alistarían todo lo que volase o flotase para lanzarlo contra nosotros, pero buenos iban. Nosotros mantuvimos el rumbo hasta que empezó a oscurecer y el Halifax de las narices tuvo que hacer mutis. Entonces Don Francisco hizo otra jugada al ordenar caer al suroeste. Según los Cóndor, los britanos no se enteraron del regate hasta medio día, cuando ya estábamos acercándonos a Santander, ciudad que debió ser bonita pero que un maldito incendio había arrasado apenas hacía unos meses. Iba a conocer su maravillosa bahía con más detenimiento del que hubiese deseado.