Publicado: Dom Dic 17, 2017 1:04 am
por Domper
Capítulo 20

Hay que morir o triunfar,

que nos enseña la Historia

en Lepanto la Victoria

y la muerte en Trafalgar



José Mª Pemán. Himno de la Armada Española


Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza

Tras el emocionante crucero por el Atlántico Norte hasta el gato del cocinero tenía ganas de estirar las piernas en tierra para demoler tugurios y mirar bajo las faldas de alguna señorita, aunque fuese de pago. Pero los que llevábamos coca nos imaginábamos que no era esa la intención del mando, que toda esa flota que esperaba en Alborán no se estaría dedicando a la pesca del atún rojo, por abundante que fuese por esas aguas. Aunque siempre hay algún incauto que soñaba con las tabernas de la calle Cesteiros, cualquier ilusión que le quedase se fue al garete cuando se nos abarloó una gabarra para suministrarnos el fuel gastado en perseguir fantasmas más allá de Irlanda. En treinta y seis horas la flota ya estaba a punto, y no le extrañe tal rapidez, que a Vigo aparte del tren naval que había llegado del Ferrol, más el de Cartagena que estaba al caer, se estaban acercando buques auxiliares procedentes de media Europa.

Esta vez el Trento se iba a quedar en casa. Una inspección mostró que la bomba yanqui había causado más daños de los que creíamos, y una tubería de alta mostraba unas grietas bastante sospechosas. Los maquis tenían un sano respeto al vapor sobrecalentado y no queriendo quedar desplumados como pollos insistieron en que al crucero se le hiciese una reparación en condiciones. Aun se estaban pensando en si sería mejor que el Trento volviese al nido en Génova, llevarlo a Francia, o apañarlo en el Ferrol, pero en cualquier caso iba a seguir amarrado al muelle vigués y se perdería la siguiente excursión. No creo que a sus tripulantes les importase mucho. Tampoco a nosotros, que las máquinas del crucero ya nos habían hecho una gracia cuando la del Repulse. Cierto que el Trieste era su gemelo, pero debía estar mejor hecho —al Trento lo debían haber terminado un lunes—, o mejor conservado, o lo que sea. El caso era que las máquinas del Trieste funcionaban cuando tenían que hacerlo, que no era poco. De paso, que el Trento se quedase en el garaje hasta nos venía bien pues según radio macuto más de un transalpino decía que tenían que ser ellos los que mandasen la escuadra que para eso ponían dos cruceros pesados. Ahora que tenían solo uno ganábamos los de casa. Estaban los gabachos con sus tres modernos cruceros, pero venían de oyentes y no protestaban. También había hecho acto de presencia una división alemana más que aparente, con cuatro destructores pesados con autonomía razonable y con cañones del quince tan potentes como los del Galicia. Mejor, que sin destructores uno se sentía con el pompis al aire. No eran los únicos de ese tipo en Vigo. Estaban los cuatro Churrucas que nos habían acompañado desde Gibraltar: el que daba nombre a la clase, el Císcar, el Galiano y el Lepanto. Ese mismo día llegó el Díaz, al que le habían compuesto la proa después del besito que le había propinado a un submarino britano.

Seis cruceros y nueve destructores era una escuadra más que respetable y no parecía probable que el mando nos reservase para las regatas. Efectivamente, el almirante Moreno, aunque aficionado a los deportes náuticos, en esos días se decantaba más por la caza del convoy. No se cumplía el cuarto día de nuestra estancia en la bella ría gallega cuando aproamos al profundo canal del sur que de la ría sale al Atlántico. Cuatro bous nos precedieron batiendo las aguas con sus hidrófonos. El destructor alemán Z27 abría la marcha: siendo uno de los barcos alemanes más modernos, incorporaba un radiotelémetro —retemé en el argot de a bordo— tan potente como el nuestro. Tampoco era tontería que ya no fuésemos los únicos ojos de la escuadra.

Estando todos juntitos nos hicimos a la mar con la intención, confirmada por el comandante Don Pedro Nieto, de salir al Atlántico Norte para hacerles carantoñas a los convoyes británicos. Muy ordenaditos salimos con el dispositivo que más o menos empleábamos siempre: nosotros proa para ejercer de serviolas con nuestro flamante radiotelémetro. Detrás, el Canarias enarbolando el estandarte del almirante Don Francisco Regalado, y en su estela, el crucero pesado transalpino Trieste. Después, la división francesa del almirante Bourragué, con el Gloire, el Galissonière y el Vienne. Por si las moscas, destructores a ambas bandas, y al frente el Z27 que también llevaba chivato electrónico. Abría paso a la formación el flamante cañonero Luarca, un barquito recién salido de los astilleros Echevarrieta que me pareció un compendio de utilidad y economía. Hasta era bonito con su airosa torre de mando y la chimenea de moderno aspecto. El Luarca tenía que guiarnos entre los campos de minas que se estaban tendiendo para impedir visitas de los de la Jolly Roger. Por desgracia el minado aun no se había completado.

La escuadra embocó el canal sur. No sé si he dicho que la magníficas ría viguesa tenía encantadores centinelas, las preciosas islas Cíes, que tenía pendiente conocer. Esas islas, que aúnan el gris del granito con el verde de sus bosques y el dorado de la arena, actúan como rompeolas impidiendo que a la ría llegue el mar de fondo que por esos lares alegra la vida de los pescadores. Tres canales dejan; meter un crucero en el medio, el Freu Da Porta, era temerario: incluso con mar llana y en la pleamar la quilla pasaría a pocos palmos de las rocas; imagínese con mala mar y los senos de las olas acercándose al fondo, más el viento y las fuertes corrientes habituales. Por no decir que como por allí podría colarse algún submarino, habían plantado unos caramelitos por si amanecía algún simpático; regalos similares se habían sembrado en los estrechos canales que quedaban entre los bajos y piedras al norte y al sur de las Cíes.

Quedaban dos grandes canales más que aptos para la escuadra, aunque no se vaya a pensar que eran como el estrecho de Gibraltar. Para mantener atentos a timoneles y serviolas a sus lados velan piedras más que dispuestas a desventrar cascos. El canal norte tenía un paso franco más que razonable, nada menos que una milla, pero exige virar tanto a la entrada como a la salida del estrecho. Fácil para un crucero capaz de revolverse en una jofaina entre la gran pala de su timón, los cuatro ejes, y sus máquinas con más caballería que el de las botas puestas. Pero hacerlo con una escuadra entera tenía más interés y los escoltas de los flancos tenían que hacer unas pasadas a las piedras de las que quitan años de vida. Metidos en tal faena, una maniobra brusca podía causar tal lío que para desentrañarlo nuestros aliados tendrían que enviarnos con urgencia batallones y regimientos de jueces togados.

El canal del sur era un señor canal, el doble de amplio que el norte —aunque también con sus piedrecitas en ambos márgenes para que el personal no se despiste— y el paso era bastante más directo. Los fondos impedían el minado, es decir, que no encontraríamos presentes dejados por los sumergibles britanos. Claro que en no habiendo minas, los que podrían estar por ahí serían los sumergibles.

Habíamos rebasado la Punta Lameda, al pie del Monteferro con sus baterías costeras, y embocábamos el paso entre las islas Serralleiras y la Boeiro, cuando el Z27 alertó de un dudoso contacto al norte. Nuestro retemé no había detectado nada, pero sería porque íbamos más atrás. En ese momento el Císcar, más próximo al supuesto contacto, se pegó una virada que ni una bailarina y empezó a disparar con sus cañones proeles mientras lanzaba bengalas. Era más que obvio lo que estaba pasando, y Don Pedro ni se lo pensó.

—Todo a estribor —ordenó por el tubo—. Avante toda los ejes de babor, atrás toda los de estribor.

Los maquis se esforzaron en sus tenebrosos aposentos mientras el crucero, grado a grado, empezaba a caer hacia el norte. Era una maniobra arriesgada porque nos acercaba hacia los torpedos. Por el contrario, cayendo a babor pondríamos distancia y al ser la velocidad relativa menor, serían más fáciles de esquivar. Aunque tampoco importaría mucho, porque por ahí acabaríamos en los bajos de las Estelas y de las Serralleiras que proporcionarían deliciosas embarrancadas. Así que tocaba aproar a los torpedos, rezar y aguantar. Tras nosotros el Canarias hacía exactamente lo mismo, y también el Trieste, aunque este, más a popa, andaba menos apurado. Bourragé hizo volverse a sus tres cruceros, alejándolos de peligros, mientras que todo lo que flotaba se lanzaba a la caza del temerario sumergible inglés.

Ya mostrábamos la proa hacia el origen de la juerga cuando pasaron a nuestros flancos, rápidos como trenes expresos, dos estelas que un par de minutos después detonaron contra las islas Serralleiras. El Canarias también libro los torpedos por poco, mientras que el Trieste no llegó ni a verlos. Salvados por un pelo, Don Pedro ordenó caer a babor y a toda máquina nos alejamos de tan peligroso paraje. Mientras, el Ciscar lanzaba un rosario de cargas, y poco después lo hacía un gemelo del Luarca, el Ayamonte. Al poco vimos como emergía un submarino britano y su dotación saltaba al agua entre los piques levantados por las ametralladoras. El Ayamonte intentó enviar un trozo de abordaje, pero el inglés, que resultó ser el Unbeaten, se fue definitivamente al fondo, donde esperaría la visita de los buzos que en seguida inspeccionarían los restos.

Con el susto en el cuerpo salimos de la ría. Bourragé se nos incorporó seis horas después, y juntitos de la mano barajamos la costa gallega. Aun hubo que librar otro contacto, que por desgracia estaba suficientemente cerca como para echarnos un ojo, aunque demasiado lejos para que lo liquidase la escolta; el Luarca lo buscó inútilmente toda la noche. Antes de escapar se permitió enviar un mensaje al éter, de suponer que para chivarse a sus patronos de Londres.