Publicado: Dom Dic 10, 2017 7:22 pm
por Domper
Relato de Max Freitag

Esta sería la definitiva. Más valía que lo fuese, que Möller ya me había cantado las cuarenta amenazándome con empaquetarme para el Reich si con mis paseos nocturnos no conseguía algo más sustancioso que ventilar los aviones. Di de nuevo gracias mentales a Inge, pues tras los chorreos que me había propinado la susodicha las broncas del mando me entraban por un oído y me salían por el otro. Pero la verdad es que yo ya estaba un poco mosca y tenía ganas de darles un repaso a los ingleses. O a los herejes que decían por aquí, aunque bien pensado mis padres me llevaban a la iglesia luterana, luego yo también lo era ¿o no? Mejor no meterse en honduras teológicas y dedicarme a lo mío, que era hundir destructores. O, mejor dicho, lo que debiera ser.

Esta vez no iba a confiar en la radio. Saldríamos con todo el equipo: los dos Dornier con radiotelémetro irían delante, y cuando detectasen a los ingleses, pegarían berridos radiofónicos y, por asegurarse, también lanzarían bengalas, que de noche se ven desde muy lejos. Por allí rondaríamos con los Heinkel ametralladores y torpederos, y en cuanto pillásemos cacho, a muerte con el inglés. Vamos, que filigranas pocas.

La noche era no ya oscura sino lóbrega. Un techo de nubes a dos mil pies ocultaba las aguas de la mínima luz que pudiera dar la débil luna menguante. Había mar de fondo, malo para los torpedos, pero no llegaba a levantar cabrillas: todavía peor para los aviones torpederos a los que les costaría mantener la cota sin tener referencias en el mar. Aunque tras pasadas experiencias a uno de los pilotos se le había ocurrido un truquito: poner dos reflectores desalineados, apuntando hacia abajo, de manera que cuando su cono de luz coincidía en las aguas implicaba que volaban a treinta metros de altura, la cota máxima para lanzar torpedos. Suponiendo, desde luego, que la mar estuviese llana, que no era el caso. Las luces iban apantalladas pero aun así podrían delatar a los aparatos y servir para que los ingleses afinasen la puntería; pero no se puede tener todo.

Los Condor no habían detectado nada, pero los observadores españoles en Gran Canaria habían alertado de la llegada de una flotilla británica. Según ellos, estaba compuesta de dos cruceros y cuatro destructores ¿cruceros por estas aguas? Raro, pues solían navegar más al oeste para pegarle unos cuantos pepinazos al aeródromo de los Rodeos en Tenerife —donde descansaba el pobre Siebel del coronel— y luego salir echando mixtos. Alguna vez se habían acercado a Lanzarote, pero si esa era su intención no estarían a pocas millas de Las Palmas. Vamos, que seguro que los observadores habían visto gato en vez de ratón, pues me extrañaba que los ingleses se aventurasen con barcos tan grandes en el Puerto de la Luz. Igual era que las operaciones iban mal y tenían que bombardear a los españoles. Tampoco me quitaba el sueño, que poco iba de destructor a crucero. Más cañones pero en un barco gordo, largo y menos maniobrero; lo uno por lo otro.

La noche iba avanzando y empezaba a desesperar de encontrar a los británicos. De no hallarlos, en cuanto amaneciese tendría que suspender la misión pues mis aparatos eran excesivamente vulnerables a la luz del día. Estaba pensando en las explicaciones que daría a Inge digo a Möller, cuando a mi izquierda vi caer un rosario de bengalas. La radio, muda; bien había hecho en no fiarme del trasto. Tampoco nos iba a hacer falta porque teníamos la maniobra ensayada. A esas horas los ingleses ya habrían descargado y estarían de vuelta, hacia el norte. Así podríamos entrarles de flanco sin tener que hacer maniobras raras. Ascendí con mi avión ametrallador hasta los trescientos cincuenta metros —nunca alturas exactas, pero siempre menos de quinientos para no meterme en la cota de los aviones con radiotelémetro— mientras el otro se mantenía en reserva, y los torpederos descendieron para jugarse la vida con las olas. Uno de los Dornier seguía lanzando bengalas, y a su luz conseguí vislumbrar una forma negra. Por si tenía alguna duda el barco se iluminó con fogonazos, pues su antiaérea intentaba atrapar al delator y por suerte elusivo Dornier.

Era mi momento. Ya estaba lo suficientemente cerca como para que las bengalas mostrasen al enemigo, que parecía un destructor aunque bastante más grande de los que había visto otras noches. Empecé a describir un círculo y cuando lo tuve en la mira del costado, abrí fuego con las ametralladoras y el cañón. Las líneas de trazadoras me permitían corregir la puntería a la temblorosa luz de las bengalas que bastante por encima de mí estaba lanzando el Dornier. Disparaba ráfagas cortas para que no diese tiempo a que los de abajo me apuntasen, pero serían suficientes para entretenerles. La intención no era hundir al destructor, que mucha suerte había tenido en Peniche. Suficiente sería obligar a los artilleros a agacharse, pero más que nada lo que quería era despistarles para que no advirtiesen a los torpederos que se les echaban encima. Claro que había un problemilla: los torpederos, después de lanzar sus ingenios, tendrían que pasar casi por encima de los mástiles del destructor… justo por donde yo estaba mandando chorros de trazadoras. Eso de ser ametrallado por un compañero está muy mal visto, pero ahí entraba lo de las luces. Porque además de los dos focos hacia abajo que se habían instalado para adivinar la cota y poder volar rasante sobre el mar en plena noche, los Heinkel llevaban otro dirigido a lo alto. Estaban apantallados para que no se pudiesen ver desde la superficie, pero yo que volaba más arriba pude ver tres puntitos de luz que se acercaban. Cuando estaban a solo unos cientos de metros silencié mis armas. Los del destructor, entretenidos como estaban, ni se percataron de lo que se les venía hasta que los He 111 pasaron casi rozando sus mástiles. Segundos después, una columna de agua con resplandor verdeazulado se levantó en la popa del barquito. Luego se produjo una gran explosión y cuando las aguas se desplomaron ya solo la proa asomaba sobre las aguas.

Más chulo que un ocho iba a dar la orden de volvernos para Fuerteventura cuando vi otra hilera de guirnaldas a unos miles de metros. Ya sabíamos todos qué hacer, que para eso me había pegado todo el día repitiendo las órdenes. Como aun me quedaba munición me fui hacia el nuevo objetivo y ordené al ametrallador de reserva que me siguiese. Tres Heinkel tenían todavía torpedos, y a los Dornier les quedaban bengalas para aburrir. De nuevo las luminarias me dejaron ver el barco enemigo, y resultó que el bicho localizado por el compañero era una cosa gorda, larga, erizada de cañones y chimeneas, es decir, nada menos que un crucero. Con mi suerte seguro que sería de esos que habían convertido en antiaéreos. Si tengo algo bueno es que en esas ocasiones pienso poco —el resto del tiempo tampoco es que lo haga mucho— y me tiré a por él como si fuese un barquito de pesca. Al final mucho barco pero en comparación con los destructores, tierno como un bizcocho: tendría porradas de cañones de los gordos, a los que volando tan bajo poco les temía, y siendo tan grande era ideal para ejercitar la puntería. Lo puse tibio y tuve la satisfacción de ver una llamarada, seguramente por haberle dado a alguna caja de urgencia. Hasta vi marineros correr por la cubierta para apagar el fuego, pero no hizo falta, porque justo entonces pasaron raudos los torpederos, se produjeron dos destellos, y el pobre barco empezó a escorar. Ordené suspender el fuego pero también que el Dornier siguiese lanzando bengalas para ayudar a los náufragos, que una cosa era matarlos y otra que encima les hiciésemos daño. En pocos minutos el crucero dio la voltereta y se fue al fondo. Ahora sí, con la satisfacción del deber cumplido, ordené volver a la base. Freitag dos, ingleses cero.