Publicado: Mar Dic 05, 2017 11:53 pm
por Domper
Relato de Max Freitag

Ya estaba todo dispuesto para salir de caza nocturna cuando el coronel Möller me ordenó que acudiese a su despacho. El tono de la llamada indicaba que algo había pasado, y esos «algos» tenían una sospechosa tendencia a ser de mi responsabilidad. Pero por mucho que pensaba no recordaba que desde mi vuelta a Fuerteventura hubiese cometido ninguna hazaña. Cierto era que la misma tarde que llegué me había relajado un tanto en Arrecife catando el ron miel que destilaban por ahí, que era de esas cosas dulces y cabezonas que te dejan al día siguiente un cuerpo que ni una velada con Inge. Pero yo, mientras marchaba hacia el barracón del coronel, iba pensando y no recordaba haber perdido el sentido en ningún momento. Aunque había practicado unos pasos de Schuhplattler, había sido con cuidado, dejando espacio entra las mesas, sin tirar nada más que un par de vasos que pagué religiosamente, y además los lugareños, a los que el baile debió gustar, hasta me animaron con palmas.

—¡Freitag, llevo esperándole una hora! —ni por asomo; cuarenta y cinco minutos como mucho—. Bien me dijeron que tuviese cuidado con usted, primero ha sido lo del Siebel, y ahora esto —dijo agitando un papelote— ¿Qué demonios pensaba hacer esta noche?

La bronca no era por el baile, que algo era algo, pero seguía sin entender por qué me echaban una pelotera por algo que todavía no había hecho ¿en tan mal concepto me tenían que ya esperaban algún desbarre?

—Mi coronel, ya conoce mis órdenes, tengo que atacar a los destructores ingleses y el Condor de reconocimiento ha detectado una flotilla que se acerca.

—¡Dígame algo que no sepa ya! ¿Cómo pensaba hacerlo!

—Pues como siempre, con mis aviones ametralladores y los torpederos. Esta noche pensaba en montar en uno de los Dornier con radiotelémetro que tan amablemente nos cedió el coronel Gollert — ese tal Gollert era el incauto que me había recibido en Jerez.

—No sé qué le habrá dado de beber si le cedió esos Dornier, pero él sabrá. No me refiero a eso, Freitag ¿Qué diablos pensaba usar?

Francamente, a esas alturas andaba más perdido que una almeja en un botijo ¿qué era lo que preocupaba al coronel? Intentando ver si amanecía por algún lado respondí con toda mi inocencia—. Pues los Dornier que le he dicho, mis Heinkel ametralladores, y los torpederos. Como siempre.

—¿Cómo siempre? ¿Dice que como siempre? ¿Y qué van a tirar sus torpederos? ¿Flotadores?

—No, mi coronel, estábamos cargando esos torpedos nuevos que…

Entonces Möller explotó— Esos torpedos nuevos dice. El arma secreta de Alemania, y se la apropia como quién no quiere la cosa. La próxima vez supongo que se hará con la gorra del regente para darles un pase torero a los ingleses ¡Pues mire, me ha llegado un mensaje preguntando si tenemos aquí unos torpedos que han desaparecido de Jerez, y prohibiendo terminantemente su uso!

Muchas luces no tengo, no voy a engañarme, pero yo creía que los torpedos estaban hechos para torpedear y no para emplearlos como sacacorchos. Pero el coronel Möller siguió gritándome, ordenándome que dejase los torpedos nuevos donde estaban, y que en lo sucesivo que ni se me ocurriese acercarme a una escoba sin preguntarle antes. Obedientemente, le consulté si podía ir a rearmar mis aviones, si podía asir la manija de la puerta, si tenía que cerrar suavemente o dando un portazo, e incluso antes de salir le pregunté que si se daba el caso de que necesitase alguna orientación, si era mejor que llamase a la puerta o que enviase un propio. Abandoné el despacho entre improperios, mientras yo mismo me preguntaba qué locura había pasado por mi cabeza. Seguramente era por los hábitos nocturnos a los que me obligaban el volar con los ametralladores. También pensaba que si me había librado era en parte por mi Cruz de Caballero —no se despide a quién la ostenta así como así— y más que nada porque a Möller le daría pereza buscar a otro pringado al que cargarle el muerto de los ataques nocturnos.

Ordené que descargasen los torpedos sin saber muy bien por qué; a fin de cuentas eran como los otros salvo un poco más feos, con esa especie de cubilete en el morro, una caja de contrachapado en la cola, y unas alas hechas de maderucha que no sostendrían en el aire ni a una paloma. Si eso es un arma secreta aviados estábamos, pero en fin, sustituimos esos engendros por torpedos de los normales y nos dispusimos a salir a la caza del destructor.