Publicado: Vie Dic 01, 2017 4:00 pm
por Domper
Memorias de Nazario Ballarín Fañanás

Solo un mes en esa condenada isla y el batallón se había reducido a apenas una compañía. Nazario era de los pocos que seguían más o menos entero, sin más agujeros en el pellejo que algún rasponazo de las zarzas y piedras que tanto abundaban en la cochina montaña, y un rasgón que le había hecho un morterazo que cayó demasiado cerca. No había sido mucho y le dijo al sanitario que se lo vendase y que ni mentase la palabra evacuación; aparte que buena estaba la cosa como para evacuaciones. Quedaban tan pocos hombres en las trincheras que a los herejes les bastaría con saltar y pegar un grito para conquistar la isla.

Aparte que había pocos soldados, estaban todos con una cagalera de impresión. Seguro que era por las malditas moscas, bichos gordos verdeazulados que volaba de la carroña a la comida arrastrando las miasmas. El mando se lo estaba tomando en serio, pues Muñoz Grandes era un africanista que se había recorrido toda España cuando la guerra y sabía que soldado + diarrea = nada de nada. Había dado órdenes estrictas que Ballarín había interpretado a su manera. Lo de cavar letrinas lejos como que no, que cuando a uno le daba el apretón estaba como para salir corriendo. Por el contrario, el sargento había ordenado hacer agujeros en las mismas trincheras —los pacos herejes siempre estaban a la caza de imprudentes haciendo sus necesidades— dejando al lado una pala y un saco de cal para cubrir la porquería. A los soldados más enfermos los había mandado a retaguardia, y si veía a un cocinero con las manos sucias le daba un repaso que le aflojaba todos los dientes.

Con pocos soldados y menos munición la ofensiva se había suspendido y había llegado la orden de fortificarse. Malo, pues significaba perder la iniciativa y dejar que los herejes se moviesen a sus anchas. Menos mal que la pinta era que ellos no andaban mejor. De sus trincheras llegaba un tufillo inequívoco y a la vista de lo delgados que estaban los prisioneros, debían alimentarse de mondas de patata y raspas de sardinas a partes iguales. Nazario ya recordaba algo parecido del Ebro, cuando los dos bandos estaban en las últimas, como los boxeadores que apoyados el uno y el otro esperan la campana de final del asalto. La batalla estaba en tablas —Nazario nunca había entendido eso y pensaba en un terreno cubierto de maderos, hasta que alguien le contó lo del ajedrez— que no se romperían hasta que algún bando recibiese refuerzos.