Publicado: Jue Nov 30, 2017 4:11 pm
por Domper
Relato de Max Freitag

Una vez en Fuerteventura me puse a estudiar las instrucciones del artilugio que teníamos que probar. Muy lumbreras no había que ser para ver que era un torpedo. Indicios eran su forma alargada, los timones, las hélices, y sobre todo porque algún pintor había estampado un letrero que ponía «Torpedo LT 850b» justo por encima de otros letreros en italianini que me costaba más comprender. Al bicho le habían plantificado un morro plano que parecía un culo de botella —viva la aerodinámica— y en la parte de atrás, una cosa que desplegada, y a decir de las instrucciones —sí, Inge, a veces hasta las miro antes de tirarme al río— era como un globo de aire caliente, pero sin el caliente.

Bueno, un torpedo como cualquier otro. Lo de los torpederos no era lo mío, que se me daba mejor darle el gatillo a la ametralladora, pero un par de veces había volado con los compañeros para hacerme idea de las mañas que se necesitaban. Yo pensaba que sería un vuelo como otros, tirarle un torpedo a un destructor despistado y para casa. Pues no, que la aventura había sido tal que había vuelto espantado y con los pelos del cogote tiesos cual acerico.

Por de pronto, el asunto de torpedear su noche tenía su interés porque los malditos artefactos pesaban más que los pecados de a escuadrilla, y en vez de llevar uno los Heinkel cargaban con dos. Les costaba Dios y ayuda despegar en el cálido ambiente canario, y como además llevaban los ingenios colgados fuera, para que se cargasen la aerodinámica y el bombardero respondiese a las turbulencias como un potro salvaje. Como había que volar bajito cualquier respingo podía acabar a remojo —en trocitos si las cabezas de los torpedos tenían un día ocurrente—, algo que ganaba de emoción en un vuelo nocturno con un ojo en el nivel y otro en el altímetro, bajo una débil luna que apenas iluminaba nada pero que servía para deslumbrarnos si la mirábamos fijamente. Un compañero iba por delante a ver si encontraba algo, que las más de las veces no lo hallaba. Pero precisamente la noche que me apunté a la fiesta el explorador tuvo día acertado y vi como a lo lejos empezaban a caer las bengalas. El piloto apuntó para allí —yo iba de copiloto, que la pizca de sensatez que tenía me aconsejaba no hacer experimentos de noche, a baja altura y cargado como un tren mercancías— pero, en lugar de acelerar, bajó las revoluciones de los motores para descender poco a poco. Tan bajo que incluso al débil resplandor lunar se veía que estábamos a punto de darnos un buen baño.

Ya divisábamos el barco inglés, un destructor pequeño para variar. El piloto, con suavidad —si llega a hacerlo de otra manera nos hubiésemos ido a ver al de los seis dedos— se situó en un flanco del barco contrario y enfiló hacia algún punto por delante de la proa. Pero los ingleses oyeron nuestros motores y como tenían serviolas con genes de búho debieron atisbar algún reflejo. La cabina se llenó de luz y nosotros nos quedamos ciegos como topos al sol, pues nos estaban iluminando con el reflector. Por eso no vimos lo que nos tiraron, que debió ir de balas a cañonazos pasando por la mesa del contramaestre. Eso sí, verlo no lo veríamos pero notarlo sí, porque escuchamos un ruido como de granizo en las alas. El piloto soltó los torpedos y dio gases, justo a tiempo de salir del cono de luz antes que nos diesen con algo más gordo. Luego describió un círculo para ver si habíamos acertado. Ni por asomo: el destructor esquivó los torpedos virando para enseñarles la popa, y una porrada de marcos se perdieron en el océano.

Cuando llegamos a la base pude ver los agujeros en el fuselaje y las alas del resistente avión. Sintiendo una compulsión infantil me santigüé. Luego me llevé al piloto aparte —no quería ponerle verde delante de los demás, esas cosas se las dejaba a mi amigo el coronel Seidemann— y empecé a cantarle las cuarenta, como se decía por España.

—¿Tú estás loco o qué? ¿Querías que nos matasen? ¿Desde cuándo se ataca volando tan despacio?

—Perdone, mi capitán, pero no podía hacer otra cosa.

—¿Cómo que no? Tomas la palanca de gases, tiras para atrás, compensas con el timón y ya está ¿No te lo enseñaron en la escuela de vuelo?

—No me refería a eso, mi capitán. Volar aviones ya sé. Pero tengo que volar bajo y despacio para lanzar torpedos. Si vuelo más deprisa o más alto, los malditos artefactos se rompen al caer al agua.

—¿Se rompen los torpedos?

Resultó que el piloto tenía razón. Al imbécil que diseñó esos trastos no se le ocurrió que había que tirarlos al agua desde un avión que volaba deprisa. Tal vez pensaba que emplearíamos hidros cachazudos como los de la Gran Guerra. En cualquier caso, para lanzar esos engendros había que volar muy bajo, casi tocando el agua, y tan despacio que nos podían adelantar hasta las lanchas. Técnica que tal vez fuese buena para torpedear, pero que convertía a nuestros aviones en blancos volantes para la artillería enemiga. Al volar tan bajo, yendo despacito y apuntando caso directamente al barco contrario, uno se volvía una especie de blanco estático y resultaba tan fácil darnos como a un globo.

Me disculpé ante el piloto y suspiré aliviado por haber tenido la precaución de abroncarlo en privado, y así fui yo el que no tuve que avergonzarme demasiado. Lo que sí decidí era que para ratos me volvían a ver en un torpedero. Se estaba más seguro en un avión ametrallador.