Publicado: Sab Nov 18, 2017 4:24 pm
por Domper
El viaje a Roma había sido protocolario, la visita de cortesía debida al tradicional aliado. Tradicional mientras les interesase porque en 1915 poco les había importado cambiar de bando, pues todos sabíamos que Italia tiene muchas cualidades pero la constancia no es una de ellas. En cualquier caso, la visita crucial fue la siguiente. Porque apenas dos días tras volver de Roma —el tiempo corría— volvimos a tomar el avión con destino a París.

Era un viaje comprometido. Francia había sido enemiga de Alemania en más guerras de las que pudiera recordar, y parecía que cada generación de franceses y alemanes tenía la obligación de masacrarse. Además Francia hacía gala de su pasado republicano mientras que el regente personificaba la restauración del orden monárquico en Alemania. Ello hacía que fuese muy delicada la reunión que íbamos a mantener con Romier, sucesor de Pétain y personificación del republicanismo. Pero contábamos con dos armas poderosas. Una, la simpatía natural de Von Lettow; como ya he dicho, su hierática fachada se rompía cuando al regente le interesaba y la personalidad que asomaba resultaba muy atractiva. Además Von Lettow sabía bastante francés, aunque prefirió emplear los servicios de un traductor.

No sabíamos que empuñábamos otra arma hasta que Romier nos lo dijo. El regente llevaba algún tiempo departiendo con el presidente francés pero al ver como se fatigaba —era un hombre enfermo al que apenas quedaba un año de vida— sugirió dar por terminada la reunión. Hice ademán de levantarme y entonces Romier reparó en mi persona.

—Excusez-moi, mais je pense que vous étiez ce matin à Verdun quand ce salaud a tué le maréchal Pétain. Ce n'est pas comme ça? —dijo dirigiéndose a mi humilde persona.

—Tiene razón, excelencia. Estaba presente aquella desgraciada mañana en la que Francia perdió a su heroico líder —yo también había estudiado francés en la escuela.

—Sí, ahora estoy seguro. Usted desfiló en su cortejo fúnebre. Le recuerdo por su cojera.

—Excelencia —dijo Von Lettow-Vorbeck—, el mayor Von Hoesslin perdió el pie luchando contra los ingleses en Egipto.

—Ya me extrañaba ver a un oficial con tan buena planta sirviendo en la retaguardia.

El que aquel día hubiese estado en Verdún rompió cualquier hielo que nos pudiese separar. Estuvimos hablando con Romier de la figura del mariscal Pétain, y de ahí la conversación saltó a la Gran Guerra. Von Lettow reconoció que al haber servido en África poco sabía de las trincheras, pero dijo que sus colegas se asombraban de que las grandes ofensivas de 1918 acababan atascándose ante los mismos poilus que se habían amotinado pocos meses antes. Lo único que había cambiado era que Pétain estaba al mando. Por su parte, Romier dijo que los combates en Francia se habían enconado porque grandes contingentes de tropas coloniales británicas habían tenido que quedarse en África, persiguiendo al león de Tanganika. Quedó claro que más había sido un intercambio floral que una conversación seria, pero estableció un ambiente de cordialidad que en lo sucesivo reinaría en las relaciones entre el regente y los dirigentes franceses.

Igualmente satisfactoria fue la reunión con el primer ministro Bichelonne. Era un hombre muy parecido a Speer, no físicamente pero sí en su manera de ser. Dinámico, resolutivo, y también tan patriota que hasta podría resultar incómodo. Eso no disgustó al regente, que prefería mil veces hombres entregados a su deber que los peleles tan del gusto de Hitler o Goering. Von Lettow me estuvo contando por qué le gustaban esas personas.

—Roland, eres militar como yo lo fui ¿A quién respetas más? ¿Al cobarde que se rinde en cuanto ve una bayoneta enemiga, o al que lucha como un valiente? No hace falta que me respondas, prefieres a los valerosos, aunque estén en las filas contrarias. Pues me pasa exactamente lo mismo con Bichelonne. Por lo que tengo entendido su antecesor Laval era un rastrero que lamía el suelo que pisábamos. Apoyar a esas babosas solo es bueno a corto plazo, porque desviviéndose por agradarnos acaban despertando tal odio en sus pueblos que acaban convirtiéndolos en enemigos irreconciliables. Además esas ratas siempre son las primeras en abandonar el barco ante el primer contratiempo. Prefiero mil veces a un dirigente incómodo pero honesto. Resultará más difícil de manejar pero su palabra será oro puro.

Yo asentí, pensando en lo complicadas que habían sido las conversaciones de Metz y París, en las que habíamos tenido que ceder mucho más de lo que Hitler o Goering hubiesen soñado.

La última visita fue también la más agradable, pues tuvimos el placer de conocer al nuevo embajador en París. Konrad Adenauer era otro de esos hombres honestos que agradaban al regente, y hablando con él comprendimos que había decidido dedicarse en cuerpo y alma a la construcción de la amistad entre Francia y Alemania. Iba a ser una tarea difícil pero de gratificantes frutos.