Publicado: Dom Oct 29, 2017 7:23 pm
por Domper
Relato de Federico Artigas Lorenzo

Los teutones debían hacer gala de puntualidad pero solo en privado, porque el dichoso tren que debía llevarnos con armas y bagajes se hizo de rogar. Aunque también es cierto que de los ferrocarriles se encargaban los gabachos y a esos de sus vecinos germánicos solo se les había pegado la arrogancia. Los franceses tenían ese inconfundible aire latino que lleva a que las tareas urgentes se dejen para el día, la semana o el año siguiente. Cuando por fin llegó y como tampoco éramos tantos nos apañamos con unos pocos vagones. Un par para nosotros —de primera clase que éramos oficiales y no vulgar canalla—, otro para el equipaje, y una plataforma para el Tejón y para el Balilla del teniente coronel Montes. Me alegró ver que los operarios franchutes les daban un par de viajes; lo del Tejón se arreglaba con un poco de pintura pero el Balilla quedó más perjudicado.

Luego siguió un viaje monótono por esa campiña francesa. Granjas, bosques y praderas, todo más verde que el alma de un Guardia Civil. No me extraña con lo que llovía; hasta añoraba lo de Ciudad Rodrigo con tiros y todo, que había hecho un frío de mil pares pero con cielos rasos que se agradecían. No como aquí, con esa mezcla de nubes, niebla y agua por todas partes que calaba hasta el tuétano. Como tampoco íbamos demasiado lejos, apenas en seis horas estábamos descargando. Ocasión que los gabachos aprovecharon para mejorar aun más el aspecto del tanque y del coche. Después de admirar el apropiado tono grana de Montes fuimos a ver nuestro nuevo alojamiento. Era todavía más potroso que el de Versalles, que ya era decir. Consistía en un barracón alargado, hecho con maderitas finas que tenían la curiosa propiedad de acumular el frío y la humedad. Con unas planchas de madera mal cortada habían hecho un remedo de camaretas-Imagínese, los oficiales en camaretas a estas alturas, ya hablaría un rato con el coronelucho madrileño cuando me lo echase a la cara. Habían hecho una especie de mezcla entre aseo y retrete en el extremo. Los alemanes que nos lo enseñaron se disculparon por lo primitivo de las instalaciones, pero a nosotros no nos importó tanto ¿pensaban que nos íbamos a bañar todos los días? Con lo que llovía si encima nos mojábamos podríamos pillar un buen pasmo.

Fuimos de los primeros en llegar pero por poco. Tras nosotros se instalaron en los demás barracones italianos, rumanos, húngaros, muchos alemanes, franceses y más gente de mal vivir. En uno habían hecho una cantina que sonaba con todas las lenguas habidas y por haber. Aunque debo decir que los españoles nos llevábamos la palma pues con volumen suplíamos el interés de la conversación, profiriendo filosóficas expresiones como «pinta el copón», «arrastro» y «las veinte en pinchos».

Gracias a que oscurecía pronto podíamos visitar ese tugurio, pues pasábamos las horas de luz practicando. Nos habían dejado una carreterita de esas tan típicas francesas, estrechas y bordeadas de árboles —no sé por qué no los talaban, que cualquier día habría una desgracia con algún coche— en la que ensayábamos una y otra vez, venga a subir y bajar. El efecto quedaba algo deslucido porque no era cosa de estropear nuestros ternos de galla con tanta lluvia, y quién más y quién menos, Montes incluido, buscó algo para protegerse. Debió ser el primer desfile en el que los aguerridos soldados en vez de fusiles empuñaban paraguas.