Publicado: Lun Sep 25, 2017 12:49 pm
por Domper
La primera parada fue en la vecina Lanzarote pero en la base de San Bartolomé andaban tan peces como yo. Incluso de día les estaba costando encontrar a los ágiles galgos ingleses, que aprovechaban la cobertura de las nubes para acercarse. De noche ni lo intentaban. Así que visita en balde y vuelta para Fuerteventura. Expliqué al coronel que los vecinos tampoco se las apañaban —se me olvidó explicar cómo había ido— y en cuanto miró hacia otro lado le volví a birlar el Siebel y di otro salto, esta vez hasta Tenerife, lugar donde volví a dejar rastro de mi buen hacer. Ocurría que en mis mapas estaba el aeropuerto de los Rodeos pero no el nuevo que se había construido al sur de la isla. Tampoco ponía que, según las malas lenguas, Los Rodeos tenía una curiosa historia. Al parecer hubo una comisión encargada de buscar lugares adecuados para construir un aeródromo, que iba marcando en el mapa con cruces. Llegaron a un sitio cercano a la ciudad de La Laguna con unos llanos muy atractivos, pero en el que se echaba la niebla tantas veces y tan deprisa que señalaron el lugar con tinta roja para que a nadie se le ocurriese poner ahí ni una pajarera. Ni que decir tiene que cuando llegó un coronel y vio toda la isla con marcas negras y una roja, ordenó que allí se construyese el aeropuerto.

No sabía si era verdad o leyenda, que los españoles mienten más que hablan y más si pueden tomar el pelo a inocentes como yo. Lo que puedo atestiguar es lo del tiempo. Me las veía tan felices rumbo a Tenerife con sus guapas tinerfeñas —y tan satisfecho de haber esquivado a los antiaéreos, pues había olvidado un nimio detalle, que entre Fuerteventura y Tenerife había una isla ocupada por los ingleses— cuando me metí en una especie de puré de guisantes en el que no se veían ni las puntas de las alas del avión.

Lo sensato hubiese sido elevarme, dejarlo para otro día y volverme, pero eso hubiese implicado haber tenido la inteligencia de llevar suficiente combustible. Como no era el caso, llamé por radio a ver si podían ayudarme. Los españoles, siempre tan ocurrentes, no habían pensado que operando la Luftwaffe por Canarias sería útil tener alguien que chapurrease el alemán, y la conversación por radio fue un diálogo de besugos del que no saqué nada. El indicador de gasolina estaba en la marca roja, así que tuve que probar lo del aterrizaje a ciegas, que teniendo la costumbre de volar de noche se me estaba empezando a dar bien. Me apreté el arnés, tomé los mandos con fuerza, y siguiendo las indicaciones del goniómetro y lo que marcaba el altímetro hice tan buena aproximación y aterrizaje que merecía que los espectadores se pusiesen en pie y me vitoreasen. Estoy seguro que lo hubiesen hecho de haber alguien.

Sin embargo nadie se acercó para ver quién era ese atontado que llegaba a los Rodeos sin avisar, y mucho menos para darme instrucciones sobre donde aparcar el Siebel. Al tomar tierra había vislumbrado algunas sombras entre la niebla así que ahí llevé el avión con las últimas gotas de gasolina. Aun nadie. Bajé de la carlinga y entonces me di cuenta que los otros aparatos no tenían muy buen estado de conservación, aunque solo fuese por faltarles partes —a este un motor, a ese un ala— que habían reemplazado con paneles de madera, y por estar hechos un colador por la metralla. En esto llegó un centinela español zarrapastroso, con el fusil oxidado, el uniforme sucio y remendado y, de remate, la camisa abrochada coja. Culminaba su atuendo una colilla apagada no sé si colgada o pegada en la comisura de la boca. A nadie le extrañará que el aguerrido vigilante no tuviera ni idea de alemán, y con las cuatro palabras de español que sabía me fue imposible entenderme. Lo más que conseguí es que fuese a buscar alguien más enterado, lo que hizo con andar cansino que anunciaba que me iba a comer las uvas en ese aeródromo fantasma. Ya era de noche cuando llegó un coche de enlace con un enlace de la Luftwaffe.

—¿Qué hace usted aquí? ¿No sabe que Los Rodeos está cerrado?

—No lo ponía en mi mapa.

—¿Qué mapas ni qué niño muerto? ¿Es que antes de venir no sabe preguntar?

Mentalmente di la razón a Inge mientras seguía discutiendo. Según me contó el colega, el pésimo tiempo había hecho que en cuanto se terminó una pista en el sur de la isla se trasladase ahí toda la actividad aérea. En Los Rodeos no quedaba nada, ni siquiera combustible, y habría que esperar uno o dos días hasta que lo trajesen. Dije que no entendía que siguiesen en marcha la radiobaliza que me había guiado, pero me respondió que los ingleses no eran tontos del todo y si se quería que creyesen que Los Rodeos funcionaba había que hacer algún esfuerzo. No entendí que tenían que ver los ingleses en todo este asunto y pregunté si había algún alojamiento en la base, y el tipo se rio de mí. Ya había oído que en Tenerife hacían risas de todo, pero nunca agrada que se carcajeen en la cara. Luego me lo explicó.

—Alojamientos aquí no quedan muchos y no se los recomiendo. Mejor venga conmigo.

—¿Y el avión? ¿Quién lo va a vigilar?

—No se preocupe, que de eso se encargará la Royal Navy. Sígame, que han avisado que están al caer.

El coche salió zumbando como alma que lleva el diablo, mientras el oficial —Fellner se llamaba— me decía que los ingleses le habían cogido el gusto a bombardear Los Rodeos, y mientras los destructores se llegaban al Puerto de la Luz no era raro que algún crucero se acercase a pegar cañonazos. Mejor hubiese sido disparar al nuevo aeródromo de los Abrigos, el del sur, o a los de Lanzarote o Fuerteventura, pero no solían arriesgarse tan lejos para que no los pillase la amanecida. Se contentaban con gastar un poco de pólvora contra el antiguo aeropuerto. Para que pareciese que merecía la pena los españoles iban moviendo los derrelictos de los aviones como si hubiese actividad, tenían las radiobalizas conectadas, y de vez en cuando mandaban mensajes al éter quejándose de los efectos de los bombardeos y pidiendo más aviones. Con lo bien que se les daba mentir seguro que los ingleses se lo tragaban. Aunque lo de pedir más aviones igual iba en serio, que a esos tipos les puede salir la comida por el gaznate y lloran por más que a saber qué puede pasar mañana.

Esa noche me alojaron en una ciudad cercana y muy bonita, La Laguna, pero al poco de llegar las ventanas retumbaron con los cañonazos. Como era de esperar el pobre Siebel pasó a formar parte de la colección de señuelos de Los Rodeos de cómo lo dejó la metralla. Estando sin montura tuve que valerme del documento firmado por Möller para hacerme con una plaza en un Condor de los que iban a España llevando heridos y refugiados y volvían con provisiones. Me dejaron en la base aérea de Jerez. Como ya había pensado hacer una visita al lugar hasta me vino bien, y probando los vinillos del lugar dejé de pensar en las explicaciones que tendría que darle al coronel por su Siebel. Además fue allí donde encontré la perla que andaba buscando.