Publicado: Dom Sep 24, 2017 3:58 pm
por Domper
Había llegado a Canarias para probar los aviones ametralladores y la verdad era que no me estaba luciendo. Al menos no me había tocado tener que apoyar a los españoles, que en esa condenada isla cubierta de nubes con relleno de montañas era imposible. Como había demostrado la pobre tripulación de otro avión ametrallador, que se había escachado contra un risco en su tercera salida. A mí me habían endosado otra misión muy aparente, que era intentar impedir las correrías nocturnas de la marina inglesa. Como ya me había cargado un destructor en Peniche pensaban que podría repetirlo hundiendo dos o tres portaaviones, al Hood o la isla de Wight si se me ponía a tiro. No habían tenido en cuenta que al destructor de marras lo había pillado cerca de la costa y solo porque el imprudente había encendido un reflector. Como los marinos ingleses pueden ser muchas cosas pero tontos no, habían aprendido y ahora se cuidaban muy mucho de encender sus luces, y tenía que buscarlos empleando las bengalas de los Fw 189. Como si fuese fácil encontrar una aguja en un pajar, digo un destructor en un océano.

Los ingleses llegaban noche sí y noche también a Gran Canaria, pero yo solo los había encontrado cuatro veces. Ni siquiera entonces lo había hecho especialmente bien. Había frito a balazos a varios destructores pero no se habían dado por aludidos. Los torpederos se las arreglaron mejor mandando tres barcos al fondo, pero a costa de seis aparatos y la escuadrilla se estaba quedando en cuadro. Vamos, que no estaba cumpliendo las expectativas —algo que no debiera sorprender a quién me conociese— y el coronel Möller, el mandamás de la base de Tefia, torcía el morro cada vez que me veía.

Visto que pillar destructores en alta mar no se me daba bien me habían mandado a intentarlo en el Puerto de la Luz. Aunque había montañas cerca, no corría peligro si no bajaba de los quinientos metros, cosa que tampoco pensaba hacer, y si algo no me faltaría allí serían blancos. Si los destructores faltaban a la cita, siempre estaban las chalupas que empleaban para descargar o los almacenes junto al puerto. Pero se olvidaron de decirme que tampoco había sequía de antiaéreos y a las primeras de cambio le dieron a dos Fw 189 —uno pudo hacer una toma de emergencia en las líneas españolas, pero el otro cayó como una piedra— y mi Heinkel quedó como un colador. Moraleja: los aviones ametralladores y la antiaérea no se llevaban nada bien.

Así que vuelta a la casilla de salida. Había que hacer la faena en alta mar, y el problema era encontrar a esos malditos destructores. Porque una vez que los localizase, ya se me ocurriría como hundirlos. Le pregunté al coronel, un buen hombre —tenía que serlo porque aun no me había dado el pasaporte— pero tampoco se le ocurría. Al menos me dejó que me buscase la vida por mi cuenta, e incluso picó de incauto al firmar un documento que me autorizaba a curiosear un poco. Seguramente el concepto de «un poco» que tenía el coronel no incluía que me agenciase su Siebel de enlace y que me dedicase a ver mundo.