Publicado: Dom Sep 24, 2017 12:47 am
por Domper
Relato de Max Freitag

Volvía de otra infructuosa caza de los destructores ingleses cuando me encontré en la base de Tefia lo que menos hubiera podido imaginar: una carta de la encantadora Inge. Al hablar de encantos no se piense en belleza —aunque mona era la chica y mucho— sino en los hechizos de una bruja, que cuadraban más con el carácter de la fémina. La nota me trajo recuerdos de cuando en la escuela de vuelo me esforzaba por demostrar que era el piloto más torpe del universo conocido. Entre otros logros no se me ocurrió mejor idea que juntarme con Inge, una rubia con un envoltorio que haría pecar a San Antonio, sin pensar en los motivos que pudiera tener una mujer de bandera para mirar dos veces al cadete más tonto que había pisado Neuburg. Resultaba que Inge era una vieja conocida de la escuela porque le gustaban los uniformes azules más que a un perro los picatostes. Había pasado por más manos que un billete falso y todos se la sacudían en cuanto podían. Bastaba un atisbo de su melena rubia para que los cadetes escapasen por puertas, ventanas y chimeneas. Si se encaprichó de mí fue por eliminación y me lo agradeció colaborando con los profesores para convertir mi paso por la escuela en un infierno. Yo vivía entre bronca y bronca que no se compensaban con los ocasionales achuchones. Muy pero que muy ocasionales. Tan agradable fue la experiencia que cuando me di cuenta de con quién me estaba jugando los cuartos me esforcé en ser aun más torpe de lo habitual —mucho no me costó— hasta que Inge me despidió con viento fresco, aprovechando la llegada de nuevos cadetes, pobres pipiolos no sabían en dónde se metían.

De mi relación con Inge obtuve dos conclusiones. Una, que antes de mirar dos veces a una rubia hay comprobar si en su cabecita anidan pajarillos o se esconden perros rabiosos. La otra la recordé al leer la carta.

Leyendo las zalamerías de la nota —escrita en papel rosa y que aun albergaba una nota de perfume— hasta llegué a pensar que de la chica se podían decir muchas cosas menos que no fuese guapa. Pero recordando sus almohadillados delanteros me vino a la mente un permiso que pasé con la susodicha en Munich. Ella llevaba un escote que al aguantar demostraba ser una obra maestra de la ingeniería, y yo alternaba las inspecciones del plano de la ciudad con miradas de reojo a la rajita, arreglándomelas para esquivar todos y cada uno de los monumentos. Yo tomaba con las dos manos el mapa que me había agenciado y empezaba a darle vueltas, para al final señalar una calle y acabar cayendo al Isar o metido en callejones que espantarían a los vagabundos. Inge hizo gala de toda su paciencia, que duró algo así como dos o tres minutos, antes de empezar a gritarme para animarme a encontrar la dirección correcta. Escogí otra calle más o menos al azar pues mi atención estaba más pendiente de los estremecimientos de las dos colinas gemelas. Acabamos frente a un par de tugurios y un almacén que se caía a trozos, con unas lindas señoritas que apoyadas en las esquinas usaban su bolso y sus medias como distintivos de su antigua profesión, y que medían a Inge con la mirada clasificándola como camarada del oficio, no sin algo de razón. La chica solía necesitar poco para entrar en fase eruptiva y no fue de extrañar que explotase.

—¡Mira que eres tonto! ¿Quién me mandaba juntarme con un piloto que no distingue un mapa de una servilleta? ¡Pregunta a alguien, hombre de Dios, que no se te caerán los anillos ¿O es que para preguntar se necesita tener tetas? —dijo meneando sus parachoques, haciendo gala de una fina educación.

La carta hablaba de cómo me añoraba, de lo que me había querido y que suspiraba por volverme a ver, pero a esas alturas yo ya estaba vacunado y entendí que traducida al pedestre significaba que lo que de verdad le gustaba era mi cruz de caballero. Así que la carta se fue a la papelera con perfume y todo, y yo me quedé meditando en esa segunda lección aprendida en Múnich. Que venía a ser que a veces, en situaciones críticas, cuando parecen no quedar alternativas, queda una última opción desesperada: preguntar. Algo que en esta ocasión me venía de perlas, porque ya no sabía qué hacer.