Publicado: Mar Sep 19, 2017 2:16 pm
por Domper
Relato de Antonio Herrera Vich

Yo esperaba que sería llegar a Tenerife y acabar con los herejes, pero estaban resultando bastante coriáceos. No en el aire, que cuando pasamos a la isla la Armada ya había dado un buen repaso a la base de Gando, dejándola ideal para sembrar patatas. Así que nada de batallas aéreas como las de Portugal. De todas maneras los britones tenían unos cuantos portaaviones y siempre era posible que viniesen a vernos. Hubiese sido de mala educación no tener nada con que recibirles. Un guasón —que nunca faltan por estos lares— hasta tenía listo un poco de té, que no sé de dónde lo habría sacado, y pedía que le mandasen algunos invitados. Dejaba a nuestra elección que llegasen en paracaídas o en caída libre, chamuscados o no. Aunque los herejes no se vieron tentados por el convite, siempre había que dejar algunos Mochos en Tenerife por si las moscas se ponían a picar.

Tampoco efectuábamos misiones de escolta. Aparte que la RAF se había despedido de las Canarias y no parecía tener intenciones de volver, la mayor parte de los bombarderos habían dejado Tenerife para pasar a Fuerteventura, pues la gran isla desértica no solo tenía lugares excelentes para las bases aéreas, sino que estando más cerca del continente era más fácil aprovisionarla. Tenerife tenía buen puerto pero para que llegase un convoy la Armada tenía que organizar una de Padre y Señor nuestro, mientras que el salto a Fuerteventura podía hacerse con correíllos escoltados por los bous. En Los Abrigos, el aeródromo al sur de Tenerife donde estábamos, solo había una escuadrilla de Heinkel 111 que habían sido adaptados para llevar torpedos. Los hidros de reconocimiento operaban desde Santa Cruz y también desde La Palma, la isla más adentrada en el océano.

Que no fuese necesario borrar herejes de los cielos, o que no hubiese que escoltar bombarderos, tampoco nos dejaba sin trabajo. Quedaba el más peligroso, que era recordar a los ingleses que mientras siguiesen en Gran Canaria vivían de prestado. Un día sí y otro también había despertarles con bombitas. Los chicharreros lo aplaudían, pues no he dicho que mientras que en Portugal la guerra había sido de caballeros —siempre que se suponga que los herejes son caballeros, que es mucho suponer—, en Canarias era a muerte. Incluso en Tenerife, que los ingleses no habían conseguido pisar —salvo algunos que llegaron esposados— se respiraba el odio por Churchill y sus secuaces. En la Gomera habían capturado bastantes, y cuando desfilaban hasta el aeródromo para montar en los Canguros, que era como llamaban por aquí a los Marsupiale, los soldados tenían que defenderlos de la multitud enfurecida. De Gran Canaria llegaban noticias aterradoras de matanzas y venganzas, y cuando empezaron a llegar los refugiados contando sus historias de hambre todos nos hicimos el propósito de aprovechar cada salida para mandar unos cuantos herejes de visita con Pedro Botero.

Saludar a los intrusos tenía su miga. Oportunidades no faltaban, pues los britanos estaban cada vez más apelotonados en el rincón norte de la isla vecina, y los Mochos eran cazabombarderos mejor que buenos. No eran tan precisos como los Stuka pero volaban tan deprisa que a la antiaérea le costaba acertarles. Menos mal, porque los herejes habían plantado ni sé yo cuántos cañones y el cielo se llenaba de nubes de humo en cuanto amanecíamos. Aparte que el mando, siempre pensando en nuestro bienestar, nos había encomendado como objetivo precisamente esos emplazamientos, faena entretenida comparable a meter la mano en un nido de víboras para hacer cosquillas a los animalitos.

La misión del día iba a ser contra las baterías antiaéreas de la Isleta. Ya conocerá el lugar de los documentales, pero se lo recuerdo no sea que tenga memoria de pez. La ciudad de las Palmas está, o mejor dicho estaba, porque ya solo quedan ruinas, en la esquina nordeste de Gran Canaria. El núcleo original, la única parte que hoy sobrevive, estaba en la ladera de la montaña. Al lado había una península, la Isleta, unida a la isla principal por un tómbolo arenoso. Por la franja de arena se había extendido la ciudad, y al este estaba el puerto de la Luz, el mejor de las Canarias y ahora convertido en un cementerio de acero inglés. La Isleta tenía el relieve volcánico imposible típico de esos andurriales, con conos bastante elevados que dominaban el puerto. En esos volcanes ya había habido en su día baterías de costa españolas, y ahora los herejes plantaban ahí sus cañones automáticos. Nosotros los destruíamos pero al día siguiente habían puesto más.

No he dicho que el clima canario no ayudaba mucho a la fiesta. Quien se imagine que el sol luce sobre Las Palmas anda muy descaminado. Los vientos alisios chocan contra las montañas y forman un mar de nubes en la parte norte de las islas bajo el que está lloviznando casi continuamente y más en invierno. Que les lloviese a los herejes no sabe lo poco que me importaba, que las trincheras siempre se disfrutan más si un poco de barro las deja cual cochiqueras. Pero la dichosa panza de burra, como la llamaban por aquí, apenas se elevaba sobre los cerros, y si intentábamos atravesarla y nos desviábamos un poco podíamos estamparnos contra la montaña. Así que había que volar bajito y así apuntarnos venía a ser como un ejercicio de tiro. Últimamente nos habían cogido el tranquillo y sus cañones se quedaban callados hasta que pillaban a alguien a huevo. Yo había vuelto con el Mocho agujereado un par de veces y dos compañeros habían tenido que saltar. Otro no lo logró y en humo de gasolina subió hasta las estrellas, como decía el romance.

Harto ya de pérdidas había pensado que esta vez podríamos intentar dar un buen susto a los britanos. En lugar de aparecer por el oeste como siempre, nos la íbamos a jugar un poco. Aprovechando que sobre el manto de nubes asomaban las cimas de la montaña del interior y nos servían de referencia, la sobrevolamos, seguimos hasta el este otros veinte kilómetros y ya sobre el mar viramos al norte y descendimos poco a poco. Así no nos llevaríamos por delante ningún roque, como les decían por aquí a los peñascos. Una vez en el borde inferior de las nubes, a por las baterías.

La teoría magnífica. La práctica no salió tan bien porque justo cuando vimos el mar también divisamos un destructor de la Royal que había salido con retraso y que se puso a disparar en cuanto nos vio. No nos dio, que no pasamos cerca, pero alertó a sus amigos de más allá y cuando nos acercamos a la Isleta nos recibieron con hileras de trazadoras. El Mocho se estremeció y el motor empezó a calentarse: los simpáticos se habían cargado el ventilador del motor. Como la resistente máquina parecía aguantar, mantuve firmes los mandos y apunté a una batería en lo alto de un cráter que ya había bombardeado ni sé de veces. Solté mi regalo —un par de bombas de gasolina de las ideadas por Gallarza— y tiré de la palanca sin parar a mirar si había acertado o no. Un compañero me diría tiempo después que mis paquetes habían pasado un poco altos para caer inofensivamente en la ladera de más allá. Para entonces yo ya no estaba para historias. El motor perdía potencia, vibraba y parecía querer desmontarse, signo de que se habrían cargado algún cilindro. No iba a poder volver a Tenerife, así que tiré hacia el sur intentando llegar a Maspalomas o al menos, a las líneas propias. Pero el avión no subía y no conseguía superar las nubes. Si saltaba a saber dónde caería, si en las amorosas manos herejes —que no destacaban por su compasión por los prisioneros si eran españoles—, si en algún risco de los que hay por todas partes, o peor todavía, en el mar. Estaba volando en medio de la panza de burra, sin ver más allá de un palmo a cada lado, cuando el motor se paró. Bajé el morro para mantener la velocidad y empecé a perder altura rápidamente, pues el Mocho con esa ala pequeñita servía de todo menos para planear. Tuve suerte: de repente vi salir de entre la niebla un cerro cubierto de árboles que rebasé por pocos palmos. Luego vi la llanura y no muy lejos, Gando.

La disputada base ya estaba de nuevo en manos cristianas, pero demasiado cerca de las líneas contrarias y no se podía emplear, aunque solo fuese porque su pista estaba cubierta de cráteres. Decidí intentar posarme en un margen que veía menos malo. Mientras me acercaba di un rápido vistazo a las alas, y al ver que la derecha tenía un hermoso agujero, ni intenté desplegar el tren. Eché atrás la capota y posé el desfalleciente Mocho de panza. El avión, o lo poco que quedaba, se arrastró unos metros antes de parar de golpe en un cráter. Con el porrazo debí perder el sentido unos momentos, pero tuve suerte porque el avión, noble hasta el final, quedó deshecho pero no se incendió. Algo que siempre es un detalle cuando uno está en la carlinga, atado con el arnés y en los brazos de Morfeo. Cuando desperté y comprendí donde estaba salté del aparato y desmonté. Fui a quitarme el paracaídas pero no pude porque tenía el brazo entumecido. Medio atontado por el golpetazo, aun me quedé ahí para ver qué tal había quedado el avión, y me sorprendió haber podido llegar hasta Gando. No solo el morro estaba deshecho —ya lo imaginaba— sino que el plano derecho había encajado un proyectil de un montón de milímetros que entre otras cosas había partido la pata del tren y dañado el larguero.

Estaba yo mirando al pobre Mocho cuando llegaron dos guripas agachados y me dijeron que me alejase. Uno miró mi uniforme para conocer mi grado.

—Mi teniente, tenemos que apartarnos de aquí o los herejes nos zumbarán ¿Puede andar?

Pensando que estaba bastante entero asentí. Intenté correr pero noté que la pierna no me respondía, y el brazo izquierdo me dolía horrores. Menos mal que entre los dos me llevaron hasta una trinchera que estaba cerca, porque al poco empezaron a caer morterazos.