Publicado: Mar Jul 11, 2017 4:58 pm
por Domper
Más adelante tanto el portero del inmueble como el vigilante juraron no haber visto nada. El conserje había permanecido en su puesto, bien en la ventanilla, bien en la puerta, sin perder de vista a quienes entraban o salían de la finca. El sicario se mantuvo pegado a su ventana sin perder de vista el tránsito de la calle. No recordaron la preciosidad que había tropezado y que sin llegar a caer había expuesto el atisbo de un escote generoso. Luego Herta había seguido adelante para no volver a sus vidas. Tampoco vieron a los dos agentes que aprovecharon el momento para introducirse en el portal. Eran dos atracadores que Gerard había contratado, pues los recordaba como de esos ladrones honrados con código de honor que cada vez eran más infrecuentes. Entraron como el vecino que lleva toda la vida viviendo allí, llevando las ropas arregladas aunque algo desgastadas propias de un barrio populoso en tiempos de guerra; nada de antifaces ni de ganzúas colgando del cinturón. Acceder al piso fue un juego de niños; lo que más costó fue no dejar marcas de su paso, pero Gerard, previendo que antes o después iba a tener que hacer registros disimulados, los había entrenado en reconocer trampas y en dejar todo como si nadie hubiese pasado. Por eso el pelo pegado con saliva en la puerta o el cordel cubierto de polvo quedaron impolutos, como si nadie los hubiese tocado.

Una vez en el apartamento una corta inspección les permitió encontrar una caja fuerte de modelo moderno. La Central las tenía de todos los tipos y no fue obstáculo para dos profesionales. Los antes atracadores y ahora agentes fotografiaron lo que encontraron. Sin emplear flash, pues podría haber papeles fotosensibles pensados para atrapar espías. Esa misma tarde los carretes fueron revelados por la Sección.

No acabó ahí la labor de mis dos asaltantes metidos a agentes. En el apartamento, además de la caja de seguridad, apenas había nada: mesas y sillas, algunos licores, tabaco turco —y según me contaron, una peste a humo revenido que parecía la huella personal de Schellenberg— y un teléfono. Que ni tocaron pues tenían orden de evitar la manipulación de cualquier objeto conectado a cables. Ya suponía demasiado riesgo haber abierto la caja, obviamente tras comprobar que no estaba enlazada a «sorpresas», pero la probabilidad de que descolgando el teléfono sonase alguna alarma era excesiva. Eso sí, tomaron nota de las características del aparato. Quedaba una última labor. Los agentes llevaban un ovillo de cable y un minúsculo aparato: un micrófono en miniatura, que uno de mis últimos fichajes, un ingeniero marginado por los nazis —la vesania del Partido estaba resultando un semillero para la Sección— había construido empleando las válvulas de Lilienfeld. Inspeccionaron el piso para ver si había algún lugar seguro, y lo encontraron tras una rejilla de la cocina. Con un finísimo berbiquí hicieron un agujero que llegó hasta una bajante, y por allí deslizaron el hilo de metal.

Dos noches después las alcantarillas recibieron una incursión clandestina. El micrófono quedó conectado a una grabadora que hasta tenía un sistema automático que solo la activaba si había ruidos, y un pocero siguió visitando el lugar con regularidad para reemplazar las cintas. Casi al mismo tiempo, otros operarios —como el pocero, nuevos fichajes de la Sección— repararon unos cables de teléfono, aprovechando una curiosa avería que dejó a la ciudad sin servicio durante unas horas. Aprovecharon para dejar unos finos cables, colocados y pintados de tal manera que eran invisibles desde el suelo, y que interceptaban las líneas de la manzana. Ya solo quedaba esperar a que el general desapareciese otra vez y emplease el teléfono, para saber cuál era la línea que empleaba.

No había terminado la tarea de los dos hombres. Revisaron el piso con sumo cuidado, borrando cualquier huella, y emplearon una perita para soplar una capa de polvo allí donde la hubiera y estuviese removida. Cuando escucharon un par de bocinazos, salieron del apartamento después de restaurar el hilo sucio y el pelo de la puerta. Segundos después pasó una furgoneta petardeando —otro engaño de la Central— y salieron de la finca. No quedó ningún rastro que indicase que el piso había recibido una visita inesperada.