Publicado: Dom Jul 09, 2017 11:53 pm
por Domper
La vigilancia de Schellenberg continuaba pero, si Jansen ya era difícil, el general resultaba imposible. Sus escoltas, en realidad agentes de la Central, tenían pretexto para seguirlo, pero su protegido, u objetivo, era una persona con más dobleces que una pajarita de papel y más trampas que una película de chinos. Habitualmente se portaba bien. Seguía las indicaciones de seguridad que Gerard le aconsejó, y dejaba que fuesen sus discretos escoltas —pues no toleraba los uniformados— los que examinasen el vehículo antes de atreverse a montar y que revisasen los locales en los que pensaba entrar. Hasta había cambiado su manera de moverse por las calles: empleaba cada vez más el coche, y cuando iba andando se escondía tras los viandantes o seguía una marcha como de borracho: la manera de eludir a los francotiradores.

Pero continuamente se juntaba con todo tipo de personajes, algunos conocidos, otros no. Intentar vigilar o interrogar a los contactos era una locura, pues el ex policía no sabía si podían tener alguna importancia o si eran cebos, agentes del general con confiaba en descubrir al incauto que los investigase. Incluso a veces Gerard dudaba que la Central era la única agencia clandestina de Alemania; fue por eso que empleó las máquinas de la Sección para analizar los fondos que pasaban por las manos de Schellenberg; encontró muchos agujeros que conducían a bolsillos ajenos —parte sería para sueldos, el resto para sobornos— pero no signos de una estructura monumental como aquella en la que la Central se había convertido.

Más preocupante era cuando el general se escabullía, durante minutos u horas. Burlón como siempre, no era raro que saludase con la mano a sus guardaespaldas antes de entrar en alguna casa con doble salida —nunca la misma—, o de perderse en grandes cervecerías o en cualquier museo, aprovechando que tienen decenas de puertas y son imposibles de vigilar. Después tardaba algún tiempo en reaparecer. Motivos tendría una persona con tal aprecio por su vida que hacía el ridículo por la acera escudándose tras matronas, para esfumarse de tanto en tanto. Durante esas desapariciones corría el riesgo de que Jansen o alguno de sus compinches lo encontrase, y Gerard no sabía si los agentes de los rusos tenían órdenes o no de actuar. Schellenberg tampoco y aun así se arriesgaba. No sería por nada.

Los guardaespaldas tenían orden de cesar el seguimiento cuando Schellenberg les intentaba daba esquinazo. Si el general se tomaba la molestia de buscar antros con muchas salidas, no sería de extrañar que tuviese algunos secuaces que controlasen si alguien se mantenía a su espalda. Lo que dejaba sin resolver el problema de saber qué tramaba. Desde el observatorio de la Chausseestrasse, con algo de suerte, se le podría ver. Además Gerard sabía que Schellenberg mantenía algunos apartamentos para celebrar conferencias más carnales que las que puedan tenerse en un cabaret. Al general le extrañaría que no estuviesen vigilados, y con el pretexto de garantizar su seguridad, puso a algunos agentes bastante conspicuos, de los procedentes de otros servicios. Solo vieron pasar la habitual procesión de coristas, cantantes y aspirantes a actriz. Señal que la pasión por la francesita era una cortina de humo.

La imposibilidad de seguir de cerca al general solo era un inconveniente, porque había otras maneras de atrapar a una presa juguetona. Para eso existían las agendas y los planos. Gerard anotó en una hoja el lugar de las desapariciones y el tiempo que habían durado. Descontó aquellas que acabaron en algún nidito de amor, y vio que las que quedaban eran de duración variable. Solían ser de dos tipos: unas muy cortas, de menos de una hora. Otras largas, de hasta seis. Descartó las primeras pensando que habrían sido solo intentos de distracción, o a lo sumo escapadas para llamar por teléfono o para contactar con algún paniaguado; no le valdrían para localizar la guarida secreta. Luego tomó la lista y un plano de Berlín. Marcó los lugares donde el general había desaparecido, tradujo los tiempos por distancias, y dibujó círculos proporcionales. Inicialmente no consiguió nada porque se solapaban. Entonces fue disminuyendo el tamaño de los círculos, hasta que dejaron de montarse. Tomó el valor anterior, y vio que varios coincidían en el distrito de Sprengelkiez, muy cerca de la Chausseestrasse. Gerard envió a sus chicas a pasear por esas calles, y no tardó ni una semana en saber que el general había entrado en un edificio algo avejentado en la Wildenowstrasse.

Sabiendo la finca, las máquinas analíticas de la Sección —para el seguimiento al general evitó en lo posible emplear los recursos de la Central— enseguida encontraron que un piso de la segunda planta pertenecía a unos judíos que habían emigrado de Berlín poco antes de empezar la guerra. Desde entonces el apartamento había seguido vacío a pesar de la cada vez mayor necesidad de alojamientos; no había que ser un lince para descubrir la causa. Establecer la vigilancia del departamento debía hacerse con exquisito cuidado. Un tendero del final de la calle, que debía un par de favores a un policía, contrató a una nueva ayudante. Era feúcha y desgarbada, la mujer que un casanova no miraría dos veces y que podía observar a los transeúntes sin que lo advirtiesen. La tienda, por desgracia, estaba un tanto alejada, y en esa calle no cabía el recurso de los anteojos porque tenía árboles muy frondosos. Aun así la chica filmaba la calle cada vez que el general desaparecía. Revisando los fotogramas Gerard pudo ver que una ventana de un apartamento del bloque de enfrente siempre estaba oscura pero velada con una cortina: ahí debía estar uno de los hombres pagados por Schellenberg. Con tiempo, la chica acabaría reconociendo a alguien interesante. Pero el antiguo policía sentía que lo que faltaba era eso, tiempo, y que iba a tener que tomar una medida más directa.

Iba a tener que investigar al esbirro que vigilaba el refugio de Schellenberg; pero tendría que ser una vigilancia muy cuidadosa sin la más mínima posibilidad de ser detectada. Además, quería registrar el apartamento; no creía que el general confiase todo a su memoria, ni que se pasease con documentos comprometedores encima. Para eso necesitaba la muleta.