Publicado: Dom Jul 02, 2017 4:51 pm
por Domper
Si Gerard había puesto a dos hombres de confianza para observar al pelanas de Jirko no solo era por controlarle, algo fácil a la vista de la torpeza con la que se movía: sus intentos de eludir posibles perseguidores no solo eran ineficaces sino que le ponían en evidencia. Había otro asiduo visitante de la Chausseestrasse que cada vez interesaba más al policía: el general Walter Schellenberg.

A Gerard le parecía que las protestas de Schellenberg por la escolta eran rutinarias, debidas sobre todo a que le disgustaba verse con compañía. Ya que en cuanto supo del riesgo de un atentado el general accedió a ser escoltado, y hasta había autorizado a ampliar el personal de la Central. La impresión de Gerard era que Schellenberg tenía muchas cualidades, pero el valor personal no era una de ellas. O tal vez creyese que su muerte supondría un serio inconveniente para el gobierno. Y también para sus planes, fuesen los que fuesen.

Aunque la dirección de la Central ocupaba cada vez más el tiempo de Gerard, no había querido delegar la selección del personal. La agencia ya se estaba haciendo demasiado grande para hacerla personalmente, pero al menos quería dar el visto bueno para candidato. La mejor cadena no es más fuerte que el más débil de sus eslabones, y Gerard no quería que ninguno entrase en la agencia. Buena parte del problema estaba en el origen de los aspirantes. Schellenberg pensaba que para reclutarlos Gerard acudiría a los servicios de inteligencia. Dado que el antiguo policía había convertido en fiel de su política no turbar los dulces sueños de su jefe, fue precisamente lo que hizo. Reclutó a algunos antiguos miembros del SD y Abwehr, y los destinó a puestos en los que siempre estaban confiados de hombres —y mujeres— de total confianza… de Gerard. Pues si algo despertaba su desconfianza era un espía procedente de otro servicio, cuya lealtad podía estar torcida. Seguramente no serían traidores, sino alemanes honrados que amaban a la Patria tanto como él. Aunque sin olvidar que el espionaje era el objetivo preferido de los servicios enemigos, y resultaba más probable encontrarse ahí con un infiltrado ruso o inglés que en el Zoo o en la compañía del gas. El problema era que los agentes procedentes del RHSA, aunque fuesen muy patriotas, podrían creer que servían mejor a Alemania yendo a otros despachos a contar lo que veían.

La cuestión de conseguir personal sin fidelidades extrañas tenía sencilla respuesta. Un espía no era sino un criminal. De un tipo especialmente dañino, pero a fin de cuentas un delincuente. Misión de la policía era perseguir el crimen, y nada como un comisario con experiencia para lidiar con ladrones, aunque no fuesen de dinero sino de información. Gerard no se engañaba y sabía que en la policía también tenían su colección de manzanas podridas, pues la cercanía del delito siempre resulta contagiosa para hombres sin convicciones. Pero conocía el cuerpo y sabía de las andanzas de sus antiguos compañeros. En su día muchos habían sido relegados por su disconformidad con el nazismo, y fueron los primeros a quienes Gerard llamó, ya que el hombre que se jugaba el trabajo por sus convicciones difícilmente podría ser un espía. Pronto tuvo trabajando a sus órdenes a una docena de antiguos compañeros que eran enormemente valiosos no solo por su capacidad personal sino por conocer todos los cuentos y rumores que corrían por el cuerpo. Algo que le que permitió descartar tanto a candidatos con excesivo amor a los marcos, como a los que en su día habían coqueteado con los comunistas. El principal inconveniente fue que los policías tendían a ser muy conspicuos, pues estaban acostumbrados a dominar las calles simplemente andando por ellas. Aprender a pasar inadvertidos les resultó una nueva experiencia.

Gerard también buscó a oficinistas de todo tipo, escogiendo a esas personas grises que venían a ser el lubricante con el que se movía la maquinaria del Estado. Extrañamente, podían ser mejores para las labores de campo que los policías, pues sabían pasar inadvertidos hasta en una plaza vacía. Además eran inteligentes —no todos, pero Gerard también disponía de médicos especialistas en la mente para que los examinasen—, tenían más recursos de los que parecía, y era improbable que fuesen infiltrados. Más importante, esos individuos aparentemente insignificantes se consideraban servidores del Estado. Gerard escogía a los de puestos anodinos, como el departamento de Agricultura; no creía que los soviets tuviesen especial interés en saber las necesidades alemanas de abonos.

Tal vez no le gustase a Nicole, pero muchas mujeres nutrieron las filas de la Central. Las primeras fueron familiares de los policías, luego las secretarias que poblaban los despachos berlineses. Después las escogió con las máquinas analíticas del sótano de la Central, buscando a las que habían descollado en los estudios pero que la política nazi había relegado a las cocinas. Raramente los espías las temían, ya que demasiados hombres creían que las mujeres solo eran capaces de cocinar, lavar ropa y criar niños. Gerard también incluyó en su nómina a algunas mujeres despampanantes. A las atractivas sin ser deslumbrantes las aleccionó para que no se cuidasen demasiado y que fuesen los hombres los que creyesen que habían descubierto su atractivo interior. A las más llamativas no pensaba emplearlas como cebo, pues hasta el espía más obtuso desconfía cuando una belleza se le acerca para invitarse a una copa. Actuarían como distracción. El paso de una joven escultural enfundada en un vestido ajustado sería como la muleta del torero que ofusca la atención del toro.