Publicado: Mié Jun 28, 2017 2:12 pm
por Domper
Gerard conocía demasiado al general como para creer que la francesa le hubiese cautivado. Mujeres tenía todas las que pudiese desear, y dudaba mucho que una fémina más que entrada en años fuese capaz de cautivarle, por muy interesante que fuese su conversación. A Schellenberg le atraía la inteligencia siempre que estuviese enfundada en un bonito envoltorio, nuevecito, y adecuadamente mullido ahí donde se necesitaba. Algo por lo que no destacaba la modista, que estaba bastante ajada y era casi tan plana como sus vestidos. Además de ser famosa por sus inclinaciones que no se decantaban hacia los pantalones, ni siquiera por los de uniforme. Podría ser el del general un amor platónico, pero sus gustos, hasta ahora, habían estado más cerca de la carne que de la filosofía. Al antiguo policía le parecía que el asunto era una tapadera, y al escandalizar a la sociedad berlinesa Schellenberg conseguía disimular otras actividades menos confesables. Por un momento pensó que el general también sentía la llamada de la homosexualidad, hasta que recordó que en su estela quedaban decenas de corazones rotos y, si había que creer a las maledicencias, más de un niño sin padre. Gerard no sabía qué asunto podía ser ese que interesase al general más que el sexo. Fue entonces cuando el ex policía quedó como deslumbrado por un relámpago y lo entendió todo. También comprendió que a partir de ahora iba a ser Schellenberg uno de los objetivos de la Central.

El general, a pesar de su astucia, también cometía errores. El primero había sido agarrarle por el cuello. Ahora que sabía dónde estaba Nicole, la presa se había aflojado sin que el amo supiese que el títere podía actuar por su cuenta. Schellenberg había cometido otro cuando dejó que se le pusiese protección. Gerard decidió que su jefe estaba ante un peligro mucho más grave del que pensaba y que iba a necesitar más guardaespaldas. Iban a ser sus mejores hombres y mujeres, y tan discretos que ni llegaría a verlos.

Satisfecho tras haber tomado una decisión, Gerard Wiessler volvió a su tarea principal. Que no era controlar a Schellenberg, sino proteger a la Patria. Y la amenaza inminente para Alemania estaba en las llanuras más allá de Polonia, en las que tanques y aviones se acumulaban en tal número que saltando de uno en otro podría ir del Báltico a los Cárpatos sin pisar el suelo. El policía no podía ordenar reconocimientos aéreos, ni infiltrar agentes. Pero podía y debía manejar a los espías soviéticos en Alemania. Empezando por Johan, el agente residente ruso, y por Joachim, su subordinado. Ambos pertenecían al personal diplomático de la embajada soviética y por tanto eran intocables. Una lástima porque a Gerard le hubiese apetecido tener una conversación privada con Johan. Una charla en un sótano, sin más ayuda que una lámpara, unas esposas, y los sonidos de golpes y aullidos procedentes de otras celdas, bastaban para soltar las lenguas más firmes. Gerard sonrió al pensar en el último de esos interrogatorios; su interlocutor era un agente durmiente que Joachim había activado, y se derrumbó sin saber que quiénes gritaban en el cuarto de al lado eran un par de actores fracasados que ahora trabajaban para la Central.

Johan ya no necesitaba el contacto personal con sus agentes. Los operadores de radio que les había enviado —la mayor parte de los cuales estaban ahora en las mazmorras de la Central— le aliviaban de esa comprometida tarea. El diplomático ruso, sin embargo, proseguía con su rutina, y seguía saliendo a pasear, pero de manera aparentemente inocente. Hasta que hizo algo que alarmó a la araña que controlaba la red. De repente, desplegó una intensísima actividad cervecera. Visitaba antros por todo Berlín y entre jarra y jarra dejaba paquetes para sus espías. Que corriese tal riesgo era inusitado; algo muy valioso debían contener esos envíos. No necesitó recogerlos: sabía que el destinado a Jutta llegaría sus manos enseguida. Cuando Gerard abrió el paquete no pudo retener un silbido de asombro. No había códigos, ni armas, ni venenos, ni sistemas exóticos de comunicación. Solo dinero y joyas: un gran fajo de billetes usados, y una bolsita con alhajas de oro, brillantes y perlas. Suponían miles de marcos, una pequeña fortuna. Los gobiernos son famosos por malgastar fortunas, pero para la Unión Soviética, paria internacional por antonomasia, las divisas y los metales preciosos eran enormemente valiosos. Ahora Johan y Joachim las estaban distribuyendo a manos llenas. Gerard sabía lo que semejantes cantidades significaban para un espía: algo con lo que comprar voluntades y una herramienta con la que desaparecer. Para un agente el dinero era como el paracaídas para los aviadores. Aunque la cuestión que quedaba abierta era otra ¿por qué ahora?