Publicado: Jue Jun 22, 2017 11:24 am
por Domper
Curiosamente fue el ataque aéreo el que nos libró del molesto Omaha. El motivo por el que Don Francisco Regalado no permitió que nuestros buques recogiesen a los náufragos no fue la crueldad, sino para obligar a los norteamericanos a hacerlo. Don Francisco emitió varios radiomensajes en claro, tanto en español como en inglés, indicando que había supervivientes en el agua. Uno de los Condor que como señoritas de compañía nos acompañaban permaneció orbitando durante casi una hora, lanzando más señales de humo para guiar al crucero norteamericano, que no tuvo otra opción que desviarse y detenerse para recoger a los aviadores. En ese tiempo nuestros cruceros, moviéndose a treinta nudos, ya habían desaparecido tras el horizonte.

No por ello nos libramos de la vigilancia pues un pequeño hidroavión, de los embarcados en buques, nos siguió durante un par de horas. Pero las cortas horas de luz en esas latitudes nos salvaron de otro ataque aéreo, y el crucero tipo Omaha había quedado por la popa. Cuando anocheció Don Francisco ordenó un cambio de rumbo, cayendo hacia el este. Dirección que nos alejaba de Vigo pero también del portaaviones. Además como lo lógico hubiese sido ir al sur, pues dada la dirección en la que habían llegado los aviones presumíamos que el portaaviones norteamericano estaba al norte, debimos sorprenderles y nos debieron buscar por todas partes menos por ahí. Funcionó: al día siguiente la mar estaba desierta, y nuestros Condor —no sé qué hubiésemos hecho sin ellos— descubrieron un portaaviones de tipo Lexington a trescientas millas al noroeste. Mantuvimos el rumbo durante todo el día, ahora a unos cómodos y económicos veinte nudos, y ya de noche Don Francisco ordenó rumbo sur y luego sureste, hacia España. Al día siguiente, con el horizonte vacío, volvimos a encontrarnos con el Franken, que se unió a la agrupación. Dedicamos los dos días siguientes a rellenar los depósitos, hasta que los detectores identificaron tráfico radiofónico hacia el oeste, no lejos de nuestra posición. Despedimos al petrolero, que iba a intentar volver a España por su cuenta, y aproamos hacia Vigo.

Por entonces los ingleses llevaban ya en el mar una semana, patrullando a cierta distancia de la costa gallega. Habían sido avistados varias veces por aviones de reconocimiento y por submarinos; lamentablemente ninguno fue capaz de conseguir una buena posición de tiro. Luego supimos que la presencia de esos sumergibles formaba parte de la trampa, pero igual que los submarinos ingleses habían fallado, los alemanes también lo hicieron. Mientras, los britanos se movían por aguas lo suficientemente lejanas a la costa para evitar ataques de nuestros bombarderos basados en Galicia, pero no tanto como para no poder interceptarnos: siguiendo con la analogía del juego de la cadena, estaban tapando la puerta del patio. Pero nuestra visita a Vigo los había despistado ya que olvidaron que había más salidas. Nosotros estábamos mucho más al sur de lo que creían en el Almirantazgo, y aunque la derrota nos acercaba demasiado a las Azores, era la que menos esperaban nuestros enemigos. Como era de esperar, un hidro inglés —un Catalina— nos localizó a cuatrocientas millas al noroeste de São Miguel cuando todavía quedaba un día de navegación hasta la costa española. Pero pillamos a los ingleses a contrapié pues estaban bastante al norte, a demasiada distancia para lanzar un ataque aéreo desde sus portaaviones. Don Francisco, además, ordenó un regate de último momento: durante el día, mientras el Catalina nos seguía, aproó directamente hacia Vigo, como si quisiese llegar a la ría yendo a toda máquina y así adelantarse a los ingleses; pero en cuanto oscureció cayó de nuevo al sur hasta llegar al paralelo del Cabo San Vicente, momento en el que pusimos rumbo este para cubrir la última etapa. El día siguiente fue de tensión, con los cruceros, ya cortos de fuel, intentando llegar a la cobertura aérea terrestre antes que los temidos torpederos enemigos aparecieran en el horizonte; por eso suspiramos de alivio cuando una escuadrilla de Me 110 nos sobrevoló. Ya sin temor a los portaaviones ingleses volvimos al norte, barajando la costa portuguesa hasta que al mediodía siguiente llegamos a Vigo, tras diez días en medio del océano esquivando aviones.

El resultado de la misión aparentemente había sido nulo. No habíamos hundido ni un barco, y aunque habíamos derribado cinco aviones, había sido a costa de daños los daños en el Trento. También resultaba más que evidente que la aviación naval, tanto la de base terrestre como la embarcada, había cambiado las reglas del juego, y en lo sucesivo habría que ser muy cauto. Sin embargo nuestra salida no había sido en vano: durante la semana que habíamos permanecido al oeste de Irlanda se suspendió casi por completo la navegación por el Atlántico Norte, salvo por unos pocos convoyes bien protegidos. Más importante, habíamos logrado sobradamente los objetivos de la primera parte de la operación.