Publicado: Mié Jun 21, 2017 2:13 pm
por Domper
Durante la noche fue imposible burlar al crucero useño; tampoco es que nos hiciésemos ilusiones pues seguramente su radar no sería peor que nuestros radiotelémetros. El amanecer fue gris pero, contrariamente a lo habitual por esas aguas, las aguas estaban tranquilas salvo por una leve mar de fondo. La mañana pasó sin mayores incidencias, salvo por el repelús que daba ver al chivato en nuestra estela. Los equipos de escucha señalaban que el yanqui seguía gritando a los cuatro vientos nuestra posición, pero nos tranquilizó ver a un Condor que desde lo alto tenía mejores vistas que nosotros y que nos dijo que las aguas a nuestro alrededor seguían desiertas.

Habíamos acabado el rancho del mediodía, condumio que como mucho cabría calificar de nutritivo, ya que habíamos tomado lo mismo que la tripulación. El criterio de Don Pedro era que en su buque no habría privilegios. Algo que parecía lo más normal del mundo para un veterano de los submarinos, pero que no sentaba muy bien a varios de mis compañeros acostumbrados a comer por todo lo alto mientras la tripulación aguantaba con bazofia. No se puede decir en voz alta, pero en las matanzas de Cartagena la porquería que se servía a la marinería haciéndola pasar por manduca tuvo mucho que ver. El caso es que tras ingerir la sobria pitanza nos habíamos sentado en la camareta para tomar una copita de anís cuando tocaron a zafarrancho de combate. Saltamos como resortes —una copa se hizo añicos contra el suelo— mientras corríamos a nuestros puestos.

Ya recordará que el mío estaba en el director de tiro antiaéreo de los cañones automáticos. Eran piezas que se apuntaban localmente y cuando empezaban a disparar poco tenía que hacer sino procurar que no hubiese desorden, señalar los blancos a los apuntadores, y comunicarme con el mando. Además los cañones ligeros que yo mandaba tenían un alcance tan escaso que en casi cualquier tipo de combate solo estaban de adorno, y mi principal función era hacer de mirón, rezando, claro está, para que no llegase un pepino con mi nombre. Pero al llegar a mi puesto me informaron que la cosa iba conmigo: el RDT había detectado dos grupos de aviones que se dirigían hacia nosotros.

Grupos de aviones en medio del océano significaba portaaviones, un ingenio maldito que iba a revolucionar la guerra en el mar y del que el Pacto carecía. En los astilleros de Alemania, Francia e Italia se trabajaba febrilmente para compensarlo, pero por ahora solo teníamos los antiaéreos. Al ser cosa mía la batería de dos centímetros, la más efectiva contra esos molestos abejorros, me esforcé intentando descubrir algo en el horizonte. Según el RDT se acercaban desde el norte. Tal vez fuesen amigos, y también podría estar llegando una tropa de arcángeles, que todo puede ser, pero lo más probable era que fuesen britanos. Entonces un serviola apuntó con el brazo, y dejándome los ojos conseguí ver unos puntitos negros. Se fueron acercando poco a poco y en pocos minutos no solo eran visibles claramente, sino que se empezó a escuchar el runrún de los motores. Los atacantes eran bastantes: unos veinte, que se mantenían a bastante altura, lo menos cinco mil metros ¿Qué pretenderían? De ser torpederos hubiesen descendido, y lanzar bombas desde tan alto es muy dañino para los oídos de los peces, pero resulta tremendamente improbable alcanzar a un barco que se mueva rápidamente.

Mientras la escuadra había aumentado su andar hasta los veintisiete nudos y se había dividido en dos grupos. Uno, el de los cruceros franceses, que adoptó una formación en flecha, apoyándose unos a otros con sus cañones pero con espacio suficiente para poder maniobrar. Los cruceros pesados hicieron lo mismo, pero en una formación más abierta, y Don Pedro llevó al Galicia hasta una banda del Canarias, pues suponía —con razón— que el famoso crucero sería el objetivo principal. Los aviones se dirigieron hacia nosotros y de repente, se dejaron caer uno a uno ¡eran bombarderos en picado, como los Stuka! El aspecto de los atacantes era anticuado, pues se trataba de biplanos, pero a las bombas les da igual que el avión sea viejo, que matan igual las tire el Barón Rojo o alguno de esos aviones cohetes alemanes de los que se hacían lenguas los fantasiosos.

Los cañones antiaéreos del diez, del diez y medio y del doce empezaron a disparar con la ineficiencia de siempre. Los del dos se elevaban al máximo para apuntar, pero los atacantes aun estaban demasiado altos. Los atacantes habían elegido sus blancos: cinco iban a por el Canarias, tres a cada uno de los dos cruceros pesados transalpinos ¡y seis a por nosotros, un humilde crucero ligero! Pero no seríamos blancos fáciles. Don Pedro maniobró con el Galicia como si fuese un esquife, efectuando cambios de rumbo en el último momento para evitar las bombas; uno de los biplanos que intentó seguirnos no pudo recuperarse y acabó cayendo al mar. Dos bombas cayeron muy desviadas, pero las otras tres nos afeitaron y la metralla repicó contra el casco. Los atacantes no se fueron de rositas y mientras uno de ellos trataba de remontarse una ráfaga del dos lo borró del cielo. El Canarias, un buque con suerte, también se libró de los artefactos. Peor le fue al Trento, barco gafado donde los haya, que recibió un artefacto en la toldilla. Afortunadamente no causó excesivos daños, aunque la metralla que barrió la cubierta causó casi cien bajas entre muertos y heridos. Ese ataque tampoco salió gratis: aparte del avión que habíamos derribado y el que se había estrellado, el Trieste hizo caer otro más.

Aun se estaba desplomando sobre el Galicia el pique levantado por la última bomba —que se derrumbó sobre el combés y me dio un buen baño de agua helada— cuando un serviola volvió a señalar al norte. Vimos un grupo de aviones, esta vez volando bajo. Al principio pensé que eran los atacantes que se agrupaban para volver a su buque, pero al mirarlos con más detenimiento vi que eran monoplanos. Tomé el interfono y grité.

—¡Don Pedro, torpederos enemigos a 60°, vienen hacia nosotros!

Los aviones, que efectivamente eran torpederos —el pez mecánico era claramente visible bajo la panza— formaron dos grupos para atacar por las dos bandas y que así no pudiésemos esquivarlos. Pero igual que no se habían coordinado con los bombarderos en picado, tampoco lo hicieron esta vez entre sí y atacaron primero por babor, luego por estribor. Para evitar los torpedos del primer grupo bastó con ofrecerles la popa: no solo era menos blanco, sino que al ser la velocidad relativa de los atacantes menor, resultaba sencillo gobernar y evitar los impactos. Además los torpedos me pareció que eran muy lentos, bastante más que aquellos del cabo San Vicente. Todos fallaron y además, al volar los aviones enemigos bastante despacio, mis antiaéreos dieron buena cuenta de dos, más otro que derribó el Canarias. Tras esquivar la primera andanada la agrupación puso la proa a los otros torpederos, pues no quedaba tiempo de nada más. Esta vez la velocidad relativa era muy superior al venir los torpedos en rumbo de encuentro, y de repente una alta columna se elevó del costado del Canarias; pero el crucero siguió impertérrito: el torpedo había estallado prematuramente. Parecía que el ataque había finalizado cuando, para mi horror, vi que otro avión, seguramente pilotado por un listillo, se había acercado por estribor como quien no quiere la cosa. Lo escogí como blanco y los cañones de 2 cm dejaron el avión para el arrastre, que tuvo que amerizar algo más allá. Pero el torpedo vino directamente hacia el Galicia, recto hacia donde yo estaba. Instintivamente apreté los dientes y flexioné las piernas, pero no pasó nada. Miré hacia la otra banda y vi como el torpedo seguía inofensivamente tras haber pasado bajo nuestra quilla.

En total no habíamos salido tan mal librados. El Trento había sufrido daños y bajas pero no habían afectado a su velocidad. Nosotros teníamos seis heridos a bordo, uno muy grave —su alma lo dejó durante la noche— y un par de boquetes en el casco, todo por obra y gracia de la metralla de la última bomba. Por suerte bastaron un par de tapabalazos para contener la inundación, que era mínima. El Canarias se había salvado, y a los franceses ni les molestaron. A cambio habíamos tirado a tres bombarderos en picado y a cuatro torpederos. Uno flotaba cerca y pasamos a apenas unos metros; dos de sus tripulantes estaban subidos a un ala, intentando botar una balsa. Don Francisco prohibió que nos detuviésemos y tan solo pudimos lanzarles algunos salvavidas y un flotador de humo que ayudase a localizarlos. También le hicimos fotos, porque el avión era inconfundible: se trataba de un bombardero torpedero Devastator que ostentaba las escarapelas de la US Navy.