Publicado: Mar Jun 20, 2017 10:06 pm
por Domper
Lo de volverse para casa era más fácil de decir que de hacer. Seguro que media Home Fleet había salido a cazarnos, y por si teníamos alguna duda cuando llegó desde Vigo un mensaje intranquilizador: uno de los Condor de reconocimiento había descubierto una agrupación británica al norte de las Azores. Antes de desaparecer —probablemente a causa de un caza naval inglés— había comunicado la presencia de tres acorazados del tipo King George V, del crucero de batalla Hood, y de un portaaviones. Cuando Don Pedro nos lo comunicó nos quedamos muy pero que muy preocupados. Porque esos cuatro acorazados —los britanos no se andaban con chiquitas— no podrían darnos caza pero sí complicarnos mucho la vuelta a casa, al menos mientras siguiésemos con esa molesta carabina. Al menos que los ingleses sacasen sus acorazados a la mar significaba que se habían tragado el engaño y que temían encontrarse con nuestros buques pesados.

Siendo el crucero norteamericano un buque con tanto andar tampoco tenía sentido gastar fuel intentando dejarlo atrás, así que Don Francisco Regalado ordenó la vuelta hacia El Ferrol a velocidad económica. Suponíamos que los britanos estaban haciendo justo lo contrario, ir a toda máquina para situarse al sur de Irlanda y cortarnos el paso. Para que se hagan idea, la situación era aparecida a un juego infantil al que era muy aficionado en mis años escolares, al que llamábamos la cadena. En él dos chiquillos, cogidos de la mano, trataban de pillar a los que sueltos iban por el patio. Yendo de la mano se corría menos y se era todavía menos ágil; por eso lo que intentaban hacer era cerrar poco a poco a algún chico contra las esquinas. Para los que iban sueltos, como tenían ventaja de velocidad y de agilidad, la mejor estrategia era dejar que la cadena se acercase y en el último momento hacer un regate para dejarles plantados. Eso mismo queríamos hacer. Los Condor tenían que informarnos sobre los movimientos de los acorazados enemigos, y cuando estuviesen suficientemente cerca intentaríamos alguna finta para salir por pies y dejarlos con dos palmos de narices. Pero sin olvidar que en el juego infantil para una cadena era muy difícil atrapar a un chico que fuese despierto, pero si había dos cadenas darle caza estaba tirado. Ese era el riesgo, que nos encontrásemos con otra cadena inglesa que nos atrapase.

Para formar esa segunda agrupación el Almirantazgo podría recurrir bien a dividir sus buques pesados, bien a echarnos encima a alguna flotilla de cruceros. Algo que tampoco tenían tan sencillo, pues entre las pérdidas sufridas durante la guerra, los que estaban esperando turno para algún remiendo, los que tenían que vigilar las salidas del Mar de Noruega —con los que Kummetz había tenido unas palabras— y los que daban caza a los corsarios por medio mundo, la Royal Navy andaba escasa de cruceros grandes. Le quedaban muchos ligeros, pero eran barcos antiguos incluso más pequeños que el Galicia y poco podían contra nuestra potente agrupación. Que no era moco de pavo, que con siete cruceros podía dar bastante faena, y el Canarias tenía merecida fama de buen tirador. Para los britones lo más fácil hubiese sido reunir al Hood y a algún crucero pesado, pero confiábamos en que la experiencia de San Vidente hiciese que los ingleses se lo pensasen dos veces antes de dividir sus fuerzas. A fin de cuentas se había visto salir a la flota combinada al Atlántico y, según los mensajes que se interceptaban, aun no sabían que se había dado la vuelta. Sin saber dónde estaban los acorazados de Ciliax, corrían el riesgo de encontrárselos de sopetón, y si el infortunado era el Hood podrían borrarlo de la lista de la Navy.

Por desgracia lo que unos años antes hubiese bastado para poder escapar, en 1942 ya no era garantía. Por una parte los britanos, igual que nosotros, empleaban con profusión sus aviones de reconocimiento, y cada vez en más número estaban dotados de radar, que es como ellos llamaban al radiotelémetro. Por otra, el enemigo ya había empleado sus portaaviones en San Vicente, y esta vez tampoco los habían dejado en casa. Con ellos se extendía el poder de las armas a doscientas millas, diez veces más que el más potente cañón. Así que lo del regate para escapar ya no era tan sencillo. Además, como cualquier marino sabe, las cosas siempre pueden ir a peor.