Publicado: Lun Jun 19, 2017 11:09 am
por Domper
Al amanecer de nuestro tercer día en la mar estábamos casi a la mitad de la distancia entre Irlanda y las islas lusas, cruzando la ortodrómica entre Galicia y Nueva York, región del océano antes muy concurrida pero ahora evitada por los barcos aliados al hallarse al alcance de los Condor. Fue por ello el lugar escogido para citarnos con el primero de los petroleros que debían apoyarnos: el flamante Franken, que acababa de ser finalizado en Copenhague. El buque, que alcanzaba los veinte nudos siendo uno de los petroleros más rápidos del mundo, se unió a la agrupación y durante el día siguiente rellenó los depósitos del Trento, el que andaba más justo, los del Trieste, y luego los nuestros, los del Galicia. Nos separamos tras citarnos para unos días después, pues ya era el momento de dar un poco de mal. Tomamos rumbo noroeste y nos preparamos para cortar la vital ruta de Terranova. Pero el océano seguía prácticamente vacío. Solo a mediodía un Condor avistó un mercante a cien millas de nuestra posición, que Don Francisco rehusó perseguir pues no valía la pena desviarse por un único barco. Un mensaje enviado desde el Ferrol nos comunicó que los cruceros de Kummetz iban a faltar a la cita: al intentar salir al Atlántico al sur de Islandia habían tenido un mal encuentro con cruceros ingleses. Tras un combate indeciso los barcos habían tenido que volver hacia Noruega tras sufrir algunas averías; el enemigo, formado por dos cruceros pesados y dos “ligeros” de esos gordos con doce cañones de quince, seguramente no había quedado mejor; pero la cuestión era que nos quedábamos sin ayuda y, peor aun, desaparecida la amenaza de Kummetz los ingleses podían mandar también al Renown en nuestra búsqueda.

Como las desgracias nunca vienen solas casi en el mismo momento que Kummetz salía trasquilado fue cuando nosotros tuvimos un encuentro desafortunado. Incluso antes que el radiotelémetro lo detectase, un serviola vislumbró una columna de humo por nuestra proa. Don Francisco intentó mantenerse a distancia mientras el Trento lanzaba un hidro que comprobase la identidad del intruso, pero no hizo falta: el barco también nos había visto y venía directamente hacia nosotros, algo que no haría un cascarón mercante. Para más desgracia, los instrumentos del Galicia empezaron a pitar: el buque disponía de su propio radiotelémetro por lo que no podríamos soñar en despistarlo por la noche, ya cercana.

Quedaba otra opción: acabar con el intruso a cañonazos. Existía el riesgo de sufrir averías en alguna unidad, pero siendo siete cruceros contra uno no costaría demasiado abrumarlo. Realmente era la única opción razonable que se le ofrecía al almirante, así que la agrupación puso proa al norte, para acercarse al contrario y de paso cortarle la ‘T’, y en los barcos se tocó a zafarrancho de combate. El radiotelémetro del Galicia empezó a cantar las distancias, y al poco habían caído a 25.000 metros. Estaban a punto de disparar los cañones del Canarias, cuando desde su torre se pudo reconocer al inoportuno: se trataba de uno de los buques más feos que jamás haya cruzado los mares —y mire que es un título con muchos aspirantes, yendo el Canarias bien situado—, es decir, el impertinente era un crucero norteamericano de la clase Omaha.

Mala papeleta. No era cuestión de liarse a pepinazos con el yanqui salvo que se quisiese provocar a los useños para que se metiesen en el charco, algo que les apetecía y para lo que solo esperaban invitación. Pero dar esquinazo a un tipo tan cargante también tendría su intríngulis porque los Omaha, a pesar de ser más feos que Picio, corrían que se las pelaban y además estaban diseñados para las vastedades del Pacífico, vamos, que el Atlántico casi les resultaba pequeño. En resumen, que nos íbamos a tener que acostumbrar a compañía de ese pesado. Pesado que, siguiendo la tradición de observar estrictamente las reglas de la neutralidad, empezó a emitir a grito pelado, se supone que para invitar a más amigos. Al menos un Condor que teníamos sobre nosotros nos dijo que no había encontrado barcos ingleses cerca. Para fiarse mucho de la ayuda, pues se les había escapado un crucerillo de nada.

Con esa compañía la fiesta ya no era tan divertida y el almirante decidió volverse para casa. A fin de cuentas no iba a poder atacar a ningún convoy pues, según los cuatrimotores, el océano estaba vacío de convoyes —seguramente habían sido retenidos en Halifax y en Liverpool—, y el otro objetivo, el de hacerse notar, estaba más que cumplido. Ya no quedaba nada más por hacer. Aparte de salvar el pellejo, cuestión que para nosotros tenía cierta importancia, y mis antecedentes no auguraban nada bueno.