Publicado: Lun Jun 12, 2017 12:22 pm
por Domper
Capítulo 13

Tú que dispones de viento y mar, haces la calma, la tempestad.

Ten de nosotros Señor, piedad, piedad, Señor, Señor, piedad.

Oración de la Noche de la Armada Española. Josep Sancho Marraco.


Tras la vuelta de Freetown, donde habíamos entrado como elefante en cacharrería, el Galicia necesitaba un recorrido de las máquinas. Pero ya se sabe el proverbio del almirante Fisher, el britano que inventó los cruceros de batalla de papelina para goce y disfrute de sus enemigos. El tal decía “"Hit first ! Hit hard ! Keep on hitting !” que viene a ser “te vi a dar trompadas hasta que caigas doblao”. Nuestro mando, tras años de seguir la senda británica con la SECN, también se había aficionado a las manías de los pérfidos y se empeñaba en seguir aporreando a nuestros cordiales enemigos con intención de enseñarles el valor monetario de los peines. No lo hacíamos todo nosotros pues, seamos objetivos, la Armada era muy valiente y sobrada de tradiciones pero cualquiera de los blindados de la Royal podía merendársela sin despeinarse. Menos mal que el almirante teutón Ciliax y el macaroni Cattaneo se habían acercado para echar una mano. Ciliax era ferviente partidario de la táctica de aprovechar que el rival está caído en el suelo para seguir dándole patadas, bonito deporte que siempre eleva el ánimo español.

A la flota la llamaban combinada, apelativo que nos habían dado los britis para traer malos recuerdos de Trafalgar pero que había caído en gracia. No era la escuadra más potente que había surcado los mares pero presencia, lo que se dice presencia, tenía. Constaba de seis divisiones. Dos, de acorazados: la primera, la de los leviatanes germanos Tirpitz y Bismarck, junto con el más pequeño Gneisenau; su gemelo el Scharnhorst estaba deshecho en las piedras de Larache. La segunda división, que mandaba Bergamini, contaba con los acorazados modernizados Doria, Cesare y Duilio, que tras apoyar el desembarco en Creta se habían llegado a estas aguas más abiertas. Luego había cuatro divisiones de cruceros. Dos eran dos italianas, la de Cattaneo con los Zara, Pola y Gorizia, más el Cervantes, que luego le explicaré qué hacía ahí. La segunda italiana la mandaba Legnani con los Abruzzi, Garibaldi, Aosta, junto con el Díaz y el Barbiano que nos habíamos quitado de encima. Había otra división francesa, pues los vecinos del norte y de manera inesperada se habían plantado en Gibraltar con los Glorie, La Galissonière y Jean de Vienne; aunque supuestamente eran cruceros ligeros como nuestro Galicia, le daban ciento y raya salvo por los cachivaches electrónicos. De remate estaba la división española que mandaba el almirante Don Francisco Regalado y que incluía al Canarias, al Galicia, es decir, el barco del menda, y a una parejita de cruceros pesados que Supermarina nos había cedido para darnos un poco más de empaque. Ya los conoce: eran los Trento y Trieste, unos barquitos hechos con el espíritu del tal Lord Fisher y que estaban hechos a medias de cartón piedra y madera de balsa. Tampoco nos echemos las manos a la cabeza, que el Canarias tenía muchas cualidades pero el blindaje no era una de ellas. Cualquiera de los tres barcos podía deshacerse si recibía un pepino con malas intenciones.

Estando lo más granado de la flota aliada en Gibraltar, donde casi no cabían los barcos, usted se imaginará que queríamos acabar la guerra de una vez batiendo el Atlántico desde las Malvinas a Terranova. Pero debe recordar que nuestros amigos italianos nunca habían imaginado combatir en el océano y sus barcos tenían una autonomía muy justita. En teoría la de acorazados y cruceros grandes llegaba para cruzar el océano, hacer marro en Hatteras y volverse, pero esas cuentas solo valen para un trasatlántico. No para barcos de guerra que están continuamente dando vueltas y cambiando su andar. Que la autonomía de esos barcos fuese escasilla era una lata porque obligaba a depender de petroleros y a tener que repostar en alta mar. Al menos los britanos andaban en las mismas o peores, que tampoco se les había pasado la mollera que iban a tener que pelear en medio del Atlántico. Confiados en su red de bases tenían un montón de crucerillos con autonomía propia de remolcador de puerto. Además los ubootes germánicos se estaban cebando en los petroleros, y a los pocos que aun flotaban míster Churchill los tenía yendo y viniendo a Usalandia a que el señor Roosevelt los llenase de oro negro. Es decir, que los britis también tenían que medir las millas que recorrían cuando salían al mar.

Se preguntará qué hacían el Galicia y el Cervantes habiendo tanto chico grande, pero éramos de lo más necesario, pues acababan de ser modernizados y llevaban unos equipos electrónicos cedidos por los germanos —que como ya le dije, estaban de un espléndido que asombraba a quienes los habían conocido durante la Cruzada— solo superados por los del Tirpitz. Así que hacíamos de ojos y oídos de la flota, y semejante papel nos iba a tocar mientras no se actualizasen los demás buques. Algo que tendría que esperar a que pasasen una temporada en puerto, que al paso que íbamos sería cuando San Juan bajase el dedo. En justo pago por la compañía del Trento y del Trieste, el Cervantes había sido asignado a la división de Cattaneo para iluminarles las tinieblas. Los alemanes se las apañaban solos con el Tirpitz. Los franceses no se las apañaban y por eso iban a pegársenos.

Al mando del tinglado estaba el almirante Ciliax. A fin de cuentas los germanos eran los que más acero ponían, y tampoco nos importaba porque hasta ahora el almirante alemán lo había hecho mejor que bien. La última había sido la de Freetown; aunque habían sido los almirantes Marschall y Moreno los cabezapensantes, la ejecución había tenido su aquél. Además Ciliax podía alardear con lo del Revenge en Islandia y el Repulse en San Vicente, dos soberbias bofetadas en la faz de la Pérfida Albión que el almirante había propinado con estilo y buen hacer. Aunque en lo del Repulse nosotros teníamos nuestra opinión, pues estábamos seguros que había sido el Canarias el que había metido el dedo en el ojo, mejor dicho el pepino en el pañol.

Radio macuto, mil paridas por minuto, difundía cábalas sobre la próxima gracia que les íbamos a hacer a los britanos. Había quien apostaba por Ciudad del Cabo, que total, está aquí al lado, O por Jamaica, como si pudiésemos pasearnos por aguas enemigas tal cual Pedro por su casa. Los más atrevidos afirmaban que íbamos a ir directamente al Támesis para bombardear la Torre de Londres y tocarles las narices a Churchill. Algunos que se creían mejor informados y que habían escuchado rumores sobre lo que se estaba cocinando en Nápoles decían que nos meteríamos en el Mediterráneo, para cruzar Suez, salir al Índico y llegar a la India, Ceilán, Australia o qué sé yo. Los sensatos apostábamos por Canarias, que era lo que nos pedía el cuerpo, pues allí se estaba librando una dura batalla que nuestros cañones podrían decidir.

Lo dicho, mil paridas por minuto, porque esta vez a la fértil chola de Marschall y de Moreno se les había ocurrido algo diferente. Así que el vigésimo día de febrero la escuadra entera se hizo a la mar.