Publicado: Mar Abr 11, 2017 5:30 pm
por Domper
La guerra que había recorrido el Mediterráneo apenas había tocado a la Costa Azul. Durante las dos semanas que había durado el enfrentamiento entre Italia y Francia se habían avistado algunos submarinos transalpinos, que en los meses siguientes fueron sustituidos por los británicos. Pero tras la caída de Gibraltar y de Suez esos funestos peces de acero habían desaparecido dejando que los puertos se dedicasen a sus actividades tradicionales. Los barquitos que salían de Antibes, La Ciotat o Canet volvían cargados de pescados que esperaban ansiosos los encogidos estómagos galos. El flujo de proteínas marítimas resultaba tan necesario que desde París se había dado orden a la gendarmería de no molestar a los pescadores ni cuando entretenían sus ratos con actividades más lucrativas. Los gendarmes, fumando sus Chesterfield de matute, recibieron con entusiasmo la directriz.

Los tiempos de guerra eran ideales para los emprendedores locales, que cada vez con más frecuencia en vez de buscar los pescados que escondían las olas preferían los alijos que esperaban en calas recónditas de Italia o España. Henry había resultado tener una aguda visión empresarial, y sus idas y venidas resultaron tan provechosas que había sustituido su Vieux Charles por el Jeune Charles, un precioso barquito de veinte metros tal vez algo excesivo para la pesca diaria. Por tanto a nadie extrañaba que las singladuras del barco se alargasen varios días, y que a la vuelta la esposa del Adjudant-Chef luciese medias de seda nuevas. Porque el tam-tam contaba que el Jeune Charles se citaba en alta mar con un buque de bandera turca que empleaba su pabellón neutral como enseña de bazar flotante, en el que se mercadeaba con estilográficas, cigarrillos, licores o cualquier chirimbolo de esos que tan poco gustaban a los aduaneros. Ayudaba a los negocios que el patrón de la patrullera guardacostas nunca se encontrarse con Henry en el mar, pues un sueldecillo extra siempre ayuda en los años difíciles.

Henry, aunque parecía un devoto partidario del libre comercio, tenía otro lado que le había llevado a comprar una novela de Romain Roland, con la que descifraba los mensajes que emitían desde Suiza. La Central no solo le había indicado como servir al pueblo, sino que le había proporcionado la embarcación con la que ahora tan bien se ganaba la vida. Que si el servidor de la Revolución experimentaba los decadentes lujos capitalistas era para conocer mejor al enemigo.

Así que el Jeune Charles se hizo a la mar, y como tras él partió el Vieux Charles, la parroquia pensó que Henry estaba mostrando una sana ambición que volvería a levantar a Francia y de paso lograría que los francos corriesen por las calles de Martigues. Que tuviese que llevar un par de botes a remolque era lo sensato porque las mejores capturas se cobraban junto a la costa, tanto las de escama como las de matute. Tampoco nadie se molestó porque Henry hubiese enrolado a esos marselleses a los que nadie conocía, que la mieses mucha y hay alijos para todos.

Negocios similares surgían por toda Francia y no era el menor el de los transportes. Camionetas movidas a gasógeno recorrían estrechas carreteras en las que los gendarmes no se aventuraban o no querían aventurarse. Si Marcel, ese amigo de Henry, había traído sus vehículos hasta la costa era porque esperaba que su colega consiguiese una gran captura. De lo que fuese, que la curiosidad perdió al gato y no eran buenos tiempos para los cotillas.