Publicado: Lun Feb 06, 2017 4:30 pm
por Domper
A Eustaquio no le molestó haberse perdido el ataque. Sus compañeros se habían internado en el gris húmedo que cubría las posiciones herejes para atacarlas por sorpresa, pero habían vuelto con el rabo entre las piernas. Bastantes menos de los que habían salido. Hasta el teniente Padrós retornó en parihuela, con el costado convertido en un alfiletero por la metralla. Pero no era bueno porque significaba que el desgraciado del Ballarín quedaba al mando. Atienza le tranquilizó.

—No pienses que Ballarín es un tragafuegos. Le conozco de Portugal y se deja la piel por sus hombres, no como esos tenientes que piensan que por sacar pecho los herejes se rendirán. Ya verás como lo hace mejor que el teniente. Pero arreando, que tenemos faena.

Los dos tiradores se arrastraron por la cresta. No pasaron por lo alto, por donde había asaltado la compañía, sino por la empinada ladera, donde aun quedaban arbustos. Eustaquio iba adelante, moviéndose con cuidado de no caer ni de mover las ramas, y vigilando los pocos metros que la niebla dejaba ver. Entonces le pareció notar algo raro, y se quedó quieto como una estatua. Unos metros más atrás, Atienza apreció el gesto: en la niebla, si uno no se movía resultaba invisible. Pero si se paraba significaba que el seminarista había notado algo. Con suma lentitud Atienza se llevó el fusil a la cara y empezó a inspeccionar el terreno por delante de su ayudante. Hasta que notó una forma demasiado regular.

Eustaquio seguía esperando —la paciencia es la virtud del cazador— sin atreverse a pestañear. Una mosca de esas gordas que comen carroña se posó en su cara; pero el navarro contuvo su repugnancia. El inglés que tenía a treinta metros por delante, sin embargo, no supo aguantarse y agitó una mano para apartar los insectos; las moscas volaron pero también lo hicieron sus sesos arrancados por la bala que le disparó Atienza. Eustaquio siguió sin moverse: donde hay uno puede haber dos y tres. No vio nada pero no se fiaba. Con cuidado tomó la bomba de mano que llevaba en el zurrón, presto a quitarle el seguro. Escuchó un débil silbido a su espalda: la señal. Eustaquio quitó el pasador y tiró la granada, para luego esconderse tras una piedra rezando para que su bomba no diese a nadie. Aun no estaba protegido cuando algo silbó cerca de su oreja, pero al momento estalló la bomba. El estampido le ensordeció, y por eso no oyó el disparo con el que Atienza liquidó a otro inglés.

—Bien, curilla —le susurró—. Ahora que ya saben que estamos por aquí tenemos que irnos. Vámonos en seguida que las cosas van a ponerse calientes.