Publicado: Mar Ene 31, 2017 12:25 am
por Domper
Cuatro días y dos trasbordos costó que el batallón llegase a un campamento polvoriento en Tarfaya, donde esperaron para hacer la última etapa de su viaje. A pesar de ser febrero, el viento era cálido y el sol abrasador. Los soldados no sabían si permanecer en el agobiante interior de las tiendas, o quemarse bajo los rayos del rey de los cielos. Varios grandes aviones —Marsupiales los llamaban— transportaban a los soldados a Canarias: aunque la distancia era corta, el estrecho entre el Sáhara y Canarias hervía de submarinos y el mando no quería arriesgarse a perder soldados. Solo el material, más fácil de reponer que los hombres, era enviado en barcos que salían desde Casablanca y Agadir; los soldados viajaban en avión. Al tercer día llegó el turno de Eustaquio y de quince de sus compañeros, que montaron en uno de los aparatos. Iban cargados como mulas: en sus mochilas llevaban raciones para diez días, y portaban cajas con munición para fusiles, ametralladoras y morteros. Se amontonaron como pudieron y el aparato empezó a arrastrarse por la pista. El avión italiano apenas aceleraba y en el aire cálido las alas no generaban suficiente sustentación: los soldados veían pasar la pista sin que el avión se remontase, y sabían que se acercaban al final. Pero en el último momento el Savoia despegó y puso rumbo al oeste. Dos horas después aterrizó en una pista cercana a Maspalomas.

Al salir del aparato a ningún soldado le quedaron dudas de que era una zona de combate. Los márgenes de la pista estaban colmados de restos de aviones, cráteres y más cráteres eran el resultado de las frecuentes visitas nocturnas de la Royal Navy, y el hedor a muerte indicaba que no todos sus disparos fallaban. Los soldados fueron conducidos a la carrera hacia el interior: aunque los españoles habían conseguido arrinconar a los ingleses en el norte, la artillería naval batía con tanta frecuencia la costa que las comunicaciones se hacían por los difíciles caminos de la montaña. Pero el batallón no podía partir hasta que estuviese completo, y para esperar se refugió en un barranco. Lo justificado de la medida se demostró cuando esa misma noche varios barcos ingleses dispararon contra el aeródromo durante casi una hora.

Un guía local les explicó lo que ocurría: los aviones españoles y alemanes que operaban desde Tenerife y Fuerteventura habían expulsado a los barcos ingleses, pero solo de día: los buques herejes aprovechaban las noches para descargar provisiones para la asediada guarnición, y de paso bombardear la base y la carretera costera. Los españoles hacían lo contrario: en cuanto se acercaba la aurora cuadrillas de trabajadores se afanaban en reparar la pista —muchos eran canadienses capturados— y en cuanto había luz los aviones de transporte traían suministros, y pequeños cargueros que saltaban de isla en isla intentaban llegar al cercano puerto de Mogán. Ese cruce era tan peligroso que ya se habían perdido media docena de barcos —tres de ellos se oxidaban, semihundidos, en la bahía— aunque los correíllos solo se aventuraban a intentar el paso cuando los Condor habían comprobado la ausencia de inoportunas visitas británicas.

A la mañana siguiente los hombres se pusieron en marcha. Les quedaban cincuenta kilómetros de sube y baja por montañas de paredes verticales. Eustaquio miraba el paisaje, pensando en lo lejos que estaba de su tierra: en lugar de los montes suaves y verdes, con las laderas doradas por el cereal, se veían riscos vertiginosos con todos los tonos del amarillo, el rojo y el negro. Pasaron la noche cerca de las ruinas de San Bartolomé de Tirajana, mientras los guías les hablaban de las hazañas del Comandante Pepe, que ahí había caído. Los locales contaron como los herejes canadienses, tras herirlo, lo habían arrastrado por media isla para luego asesinarlo. Cuando los recién llegados se condolieron, un canarión se rio y enseñó lo que llevaba: un cinturón hecho con orejas.

—Caro les salió a los herejitos matar al comandante, que no vamos a dejar uno ni p’a muestra.

Eustaquio fue el único que no sonrió. Entonces llegó el sargento y le palmeó la espalda.

—¿Qué pasa Curilla? ¿Echas de menos el Seminario? Esto es la guerra y se viene a matar o a morir.

Aun tan lejos del frente la quietud les permitió escuchar el retumbar de la artillería. A media noche una batería española atronó las montañas disparando intermitentemente. Eustaquio no sabía qué alcance tenían esos cañones, pero supuso que no mucho. El frente estaba cerca.