Publicado: Mié Sep 28, 2016 1:51 pm
por Domper
Las misiones más comprometidas eran las de escolta de largo radio de acción. Durante el año y medio que llevábamos bombardeando Inglaterra los británicos habían intentado poner su industria fuera de nuestro alcance. Desafortunadamente cometieron algunos errores bastante serios.

Uno fue dispersar parte de sus fábricas. Grandes factorías habían sido sustituidas por una red de pequeños talleres que supuestamente no constituían un objetivo rentable para los bombarderos. Pero el rendimiento de esas pequeñas instalaciones era menor que el de las fábricas. Nuestra experiencia demostraba que la dispersión causaba serios problemas de coordinación y de calidad, y los ataques a las comunicaciones tampoco ayudaron. Además esas pequeñas fábricas eran más conspicuas de lo que los ingleses creían: tenían que sacar la energía de algún lado, y dado que el abastecimiento de electricidad era irregular, necesitaban generadores que funcionaban en su mayoría con carbón. Las chimeneas y el humo que desprendían delataban las instalaciones, que antes o después eran atacadas por Me 110 o por Ju 88. Ahí la dispersión jugó en contra de los británicos, pues tanto taller no podía ser defendido y por lo general la antiaérea brillaba por su ausencia.

Tampoco pensaron al dispersar su industria que los pequeños establecimientos, por lo general, estaban situados en el corazón de sus ciudades. El ministro Von Papen entregó una carta de protesta en la embajada sueca con el encargo de su transmisión a Londres y Washington, y muchas aglomeraciones británicas, que inicialmente habían quedado excluidas de la lista de objetivos, volvieron a ser atacadas, llevando el terror a los ciudadanos. Con todo, la Luftwaffe no volvió a realizar los terroríficos bombardeos incendiarios de la primavera anterior, sino que usó bombas explosivas contra las que era más fácil protegerse. Hubo muchas menos víctimas civiles, pero decenas de miles de familias inglesas quedaron sin hogar. Nosotros nos encargamos de informar a esos pobres de cuál era la causa de su desgracia, lanzando sobre Inglaterra millones de octavillas que explicaban los motivos de los ataques. Además, en esa fase de la guerra cada vez nos permitíamos más el lujo de avisar por adelantado de la inminencia de un ataque. Lógicamente, no decíamos el lugar, el día y la hora, o nos habríamos encontrado con miles de antiaéreos apuntando al cielo. Los mensajes decían que Ely, Bath o Kingston iban a ser bombardeadas en las próximas semanas, y enviábamos aparatos de reconocimiento durante unos días antes de destruir el objetivo. Tras algunos de estos bombardeos, observamos que el lanzamiento de octavillas provocaba grandes desbandadas que trastornaban la producción más que las bombas.

El otro error británico fue creer que nuestros cazas no podían escoltar a los bombarderos más allá de Londres. Tuvieron la sensatez de pensar que podríamos aumentar su autonomía, pero nunca creyeron que el corazón industrial de Inglaterra, con Manchester y Liverpool, iba a quedar a nuestro alcance. Muchas industrias del Gran Londres fueron trasladadas a las cercanías de Liverpool, donde estaban cerca de sus minas de carbón y de los puertos del Mar de Irlanda; cuando vieron llegar a nuestros cazas los industriales ingleses debieron quedarse pálidos. En enero nuestros aviones de escolta llegaban a Newscastle y a Carlisle, y las Midlands se cubrieron de cráteres y escombros.

Con todo, no eran operaciones sencillas, pues implicaban sobrevolar toda Inglaterra y combatir al límite de nuestra autonomía. Había que planificar cuidadosamente las misiones para que los bombarderos estuviesen siempre acompañados, porque no era raro que los cazas ingleses nos vigilasen desde lejos. En un par de ocasiones una gran masa de aviones se reunió y atacó a los bombarderos, causando sensibles pérdidas; aunque mi grupo no se vio en ningún enfrentamiento así.

Uno de los objetivos que atacamos con mayor frecuencia fue Liverpool, especialmente sus instalaciones portuarias. Habían sido declaradas como blanco para nuestras bombas, y casi diariamente algún grupo de bombarderos se acercaba hasta la cada vez más castigada ciudad, que estaba pagando las excelencias de su puerto. Liverpool se encontraba en el estuario del río Mersey, cuyas orillas eran una profusión de dársenas, muelles y diques. El estuario se abría al Mar de Irlanda, una superficie casi cerrada en la que nuestros submarinos rara vez se atrevían a internarse. Los convoyes transatlánticos entraban en el mar por el canal de San Jorge al sur o por el canal del Norte, y una vez allí se dispersaban. Pero en ese mar solo había dos grandes puertos: Belfast, que seguía fuera de nuestro alcance, y Liverpool. Aunque se estaba trasladando cada vez más industria a Irlanda del Norte —a pesar de los incidentes que al parecer se estaban produciendo entre católicos y protestantes—, los ingleses seguían necesitando usar Liverpool. Había otros dos grandes zonas portuarias en la costa oriental, pero eran menos convenientes: los del Clyde, en Escocia, estaban alejados de las industrias y los ferrocarriles eran regularmente atacados. Los del Canal de Bristol, en el sur, eran menos empleado desde que la ciudad y las aguas que la rodeaban se convirtieron en blanco de nuestros aviones.

La primera vez que sobrevolamos Liverpool —en uno de esos raros días de cielos despejados— los muelles estaban abarrotados de todo tipo de barcos. Los bombarderos descargaron sus artefactos, aunque solo algunos alcanzaron a los mercantes. La mayoría cayeron en los barrios portuarios, y bastantes se perdieron en el agua de la ría. Me imagino que muchos desinformados criticarán la puntería de nuestras tripulaciones, pero ahí me hubiese gustado verlos a ellos: volando a cuatrocientos kilómetros por hora a siete mil metros de altura, en un avión sacudido por las explosiones de la antiaérea, e intentando acertar a objetivos que desde esa altura se ven del tamaño de un llavín. Si se quiere conseguir un impacto directo es preciso utilizar bombarderos en picado, pero los Ju 88 eran demasiado grandes para lanzarse como lo hacían los Stuka —si un Ju 88 intentaba un picado vertical lo normal era que se estrellase—, y escoltar a los lentos Stukas hasta Liverpool, suponiendo que hubiesen tenido suficiente autonomía, tendría su gracia.

Sin embargo, en un puerto hay otros objetivos tan interesantes como los barcos: las grúas, los ferrocarriles y los almacenes de los muelles. Si no se les daba la primera vez, se les acertaba a la segunda, la tercera o la séptima; solo era cuestión de volver una y otra vez. Lo malo era que el tiempo no ayudaba mucho, y sobre Liverpool lo raro era encontrar cielos azules. Lo normal era que el objetivo estuviese cubierto por niebla y nubes bajas, y las bombas caían un poco por donde les venía bien y no por donde nosotros desearíamos. Pero cayesen en el muelle o sobre barrios populosos, los daños se iban acumulando. Los vuelos de reconocimiento encontraban cada vez menos actividad en la ciudad, señal que parte de sus habitantes la habían abandonado; tampoco se veían muchos barcos en la ría. De hecho, observamos varios convoyes que estaban descargando en el Clyde, e incluso los británicos se arriesgaron a enviar algunos pequeños convoyes a rodear Escocia para dirigirse a Rosyth, Aberdeen o Edimburgo. Esos puertos estaban fuera del alcance de nuestros aviones de escolta —y por tanto, de nuestros bombarderos, pues ya no se realizaban ataques nocturnos indiscriminados— pero se sobrecargaba aun más el ya debilitado sistema ferroviario inglés que comunicaba Escocia con las Midlands.

Señal de lo apurado que estaban con los transportes que volvieron al cabotaje: convoyes poco numerosos, de buques pequeños y viejos, que partiendo de Escocia se dirigían hacia los puertos del canal de Bristol, e incluso a los de la costa este, arriesgándose a sufrir ataques aéreos o de lanchas torpederas.