Publicado: Vie May 13, 2016 10:31 am
por Domper
Relato de Víctor Loreto Leñanza

La Guerra en el mar estaba adquiriendo el mismo ritmo frenético que había tenido en la pasada Guerra Civil. Acabábamos de llegar a Casablanca escoltado al convoy de vuelta desde Tenerife, cuando tuvimos que aprestarnos a hacernos de nuevo a la mar. Apenas pude bajar a tierra ni para degustar la excelente cocina marroquí, que a decir de los entendidos era de las mejores del mundo. Desde luego, Casablanca era bastante mejor que Port Étienne, la base desde la que habíamos operado el mes anterior. No es que no nos gustase Port Étienne, que tan apartada como estaba y con las Afortunadas por medio daba una libertad de acción a la flota que no vea usted. El caserío no valía un pimiento: casas bajas de adobe que necesitaban una buena mano de cal, basuras por las calles, algún antro en el que mejor no entrar… lo típico de los puertos norteafricanos. También la bahía tenía sus defectillos, sobre todo esa amplísima entrada a la bahía que parecía que estaba diciendo a los submarinos enemigos “ven por aquí a ver si nos hacer un buen roto”. Pero los franceses, que seguían de lo más molestos con sus vecinos británicos por aquello de las acrobacias sobre Verdún, estaban haciendo de ese fondeadero una base naval como Dios manda, con campos de minas que hacían más azarosas las intrusiones, los aviones suficientes para espantar a cualquier portaaviones con malas intenciones, y hasta un radiotelémetro —operado por los alemanes— que como el nuestro del Galicia, era un centinela infatigable que permitía irse a la cama sabiendo que no te vas a despertar a remojo.

Además las visitas de los submarinos ingleses, de los que no hará falta que le recuerde lo malintencionados que eran, se habían hecho menos frecuentes desde que les habíamos expulsado de Portugal. La base más cercana que tenían era Madeira, y tras el repaso que les habíamos dado unas semanas antes los pérfidos se lo pensaban dos veces antes de dejar sus submarinos ahí, no sea que volviésemos a amanecer por esas aguas. Las Azores o la misma Inglaterra estaban bastante más lejos, por lo que solo los mayores submarinos —los más fáciles de detectar y destruir— se acercaban a la costa marroquí, y no se quedaban mucho tiempo. Mientras los gabachos, que seguían bastante amoscados con los ingleses, habían establecido un sistema de pequeños convoyes que iban dando saltos entre los puertos de la costa marroquí, evitando pasar la noche en alta mar. Eran protegidos por los aviones que tanto los franceses como los alemanes estaban basando en la costa, y escoltados por patrulleros franceses y españoles. Estos convoyes costeros estaban llegando con bastante seguridad hasta Fuerteventura, donde se estaba construyendo un segundo aeródromo, y luego a Port Étienne.

Sin embargo, Casablanca seguía teniendo grandes ventajas. Por de pronto era una ciudad como Dios manda, y aparte de la típica medina de callejones estrechos tenía alguna avenida digna de verse. Pero lo más importante era que como buena base naval, tenía las instalaciones adecuadas para mantener buques de guerra, incluso un dique seco que podía acoger cruceros. Estaba comunicada por ferrocarril con el Mediterráneo, algo que siempre resultaba de utilidad a la hora de traer caprichillos que se les antojasen a los almirantes: que si algún torpedillo, mire usted si no tendrán a mano unas pocas minas. Aunque la rada estaba atestaba, no solo por la flota que por sí sola ya ocupaba bastante, sino porque estaba llena de patrulleros: tras el disgusto que nos había dado un britón la última vez que salimos de ese puerto, el almirante Moreno había ofrecido a los franceses una flotilla de bous, sabiendo que les haría pupa en su amor propio, que ya sabe lo sensible que lo tienen los galos. Ni cortos ni perezosos, habían mandado a Marruecos un buen surtido de escoltas.

Tras los patrulleros que limpiaron el camino de polvo y paja había llegado un compañero al que vimos llegar con sentimientos ambivalentes. Porque la vista del Gneisenau nos recordaba al pobre Scharnhorst, que se deshacía contra las piedras de Larache, y al todavía más desafortunado Hipper. Al menos el Gneisenau no llegaba solo, pues los italianos, tras el sonado fiasco de Iachino, habían enviado al contralmirante Cattaneo con tres soberbios cruceros pesados: los Zara, Pola y Gorizia, que vinieron acompañados de media docena de destructores. Les acompañaba el Ermland, un petrolero de flota alemán capaz de alcanzar los 20 nudos.

Un pajarito me dijo que Gibraltar no había quedado vacío, pues los transalpinos habían mandado a un par de acorazados, los modernizados Doria y Duilio. No los había visto nunca en persona, pero sí algunas fotos, y los italianos los habían dejado hechos una preciosidad, que parecían cruceros de lujo. Mi duda estaba en si se había quedado todo en la carrocería, porque esos acorazados ya tenían sus añitos y me daba que no estaban para jugar en Primera División. Pero Radio Macuto decía que esos barquitos solo estaban allí para dejarse ver, y que en todo caso si salían al mar no se alejarían mucho y estarían en casa antes de las diez, como buenos chicos. Les acompañaban algunos cruceros ligeros, también con una línea preciosa, que eso se les daba muy bien a nuestros aliados, pero que además tenían la ventaja de ser tan iguales unos a otros que a los espías que tuviesen los míster les iba a costar diferenciarlos de los cruceros pesados.

Radio macuto estaba parlanchina, y se decía que también las frías aguas norteñas se estaban calentando, y esos acorazados de bolsillo tan cucos que tienen los alemanes —había visto al Scheer en Cádiz durante la guerra y majo era y tenía buenos cañones, pero me pareció un poco chiquitujo— se habían plantado en Noruega con ganas de decir “eh, que aquí estoy yo y a ver si me hacéis un poco de caso”.

No había que ser un Sherlock Holmes para imaginar que algo se cocía, y gordo. Como se puede imaginar, se decía de todo por la escuadra: desde que íbamos a recuperar las Azores hasta que se preparaba un desembarco en Dover. El mando tampoco ayudaba, pues era el primero en hacer correr todo tipo de rumores descabellados: lo mismo mandaban estudiar cómo estibar minas en la cubierta del Bismarck —eso hubiese sido curioso de ver, un monstruo de medio millón de quintales haciendo de minador— como la coordinación con hidroaviones. Unos cuantos chuletas de la Luftwaffe, que también se estaba dejando ver por esas aguas, iban diciendo que en habiendo hidros como los suyos, sobraban los portaaviones. Los que conocíamos el percal les dejábamos hablar un rato sin reírnos mucho, e incluso nos dejábamos invitar a un par de copas, que a la postre no eran malos compañeros y los aviadores habían puesto su granito de arena en la reciente victoria.

Al caer la noche los contramaestres tocaron sus chifles y los buques empezaron a desfilar por la bocana. Para variar el Galicia abría la marcha, pues el RTM que llevábamos estaba dando mucho de sí, pero esta vez las aguas estaban despejadas y no tuvimos ningún tropiezo. La flota, que era mandada por el recién ascendido Ciliax —para algo los alemanes ponían los barcos más gordos— enfiló al noroeste ¿Nos dirigíamos hacia el Atlántico Norte? Unas semanas antes los buques de Ciliax habían hecho barrabasadas por ahí, y el Canarias también había hecho alguna diablura; pero los cruceros italianos eran de patas cortas y no me los imaginaba rondando por aguas islandesas.