Publicado: Jue May 05, 2016 7:40 pm
por Domper
Sebastian Haffner. El nacimiento de Europa. Data Becker GmbH. Berlín, 1987.

El Tratado de Metz

El Tratado de Metz, también llamado Tratado Papen – Bichelonne, fue un tratado de paz entre Alemania y Francia que se considera el primero de los que dieron cuerpo a la Unión Paneuropea. Fue firmado el 1 de febrero por Francia y Alemania en la ciudad de Metz, capital de la región de Lorena, zona disputada entre ambos países.

El tratado establecía el cese definitivo del estado de guerra entre las dos potencias, la normalización de las relaciones entre ambas, y la alianza en la lucha contra el Imperio Británico. También se establecía el retorno de los últimos prisioneros franceses. Ambas partes renunciaban a las indemnizaciones de guerra, abrogando las deudas que restasen tras el Tratado de Versalles o el armisticio de Compiegne.

De las provisiones del tratado, una de las más controvertidas fue la que establecía zonas de soberanía común entre las dos potencias. Aparentemente la medida estaba encaminada a la reconciliación entre los dos países, eliminando los puntos de fricción. Sin embargo el efecto real fue la partición de los Países Bajos, cediéndose la zona belga francoparlante a Francia, Luxemburgo a Alemania y la flamenca al reino de Holanda, que se convirtió en un satélite de Alemania.

Otra provisión acusaba a Inglaterra de ser la causante de los conflictos entre las dos potencias signatarias. Se considera que esa cláusula se incluyó para no responsabilizar a Francia o a Alemania de desencadenar el nuevo conflicto, y fue anulada cuando en 1946 el Tratado de Metz fue refundido en el Tratado de Bruselas, Carta Magna de la Europa unida.

La importancia del Tratado de Metz fue que al unir a Francia y a Alemania permitió romper el “equilibrio continental”, objetivo de la política británica durante siglos.

El equilibrio continental

Tras la división el imperio carolingio en el Reino de Francia y el Sacro Imperio Romano, quedó entre las dos nuevas potencias un territorio, la Lotaringia, que durante los siglos posteriores fue objeto de las ambiciones tanto francesas como alemanas. La debilidad alemana durante la Edad Moderna permitió que Francia llegase a controlar buena parte de la antigua Lotaringia, especialmente la parte sur, que correspondía a los antiguos ducados de Borgoña y de Saboya. Los Países Bajos quedaron fuera del dominio francés, al pasar a manos españolas (de las que se independizaría la zona norte) y luego austriacas, y finalmente gracias a las maquinaciones de la política exterior británica.

La insularidad de Gran Bretaña que impedía las invasiones terrestres permitió que los monarcas ingleses desatendiesen su ejército construyendo a cambio una flota que no solo salvaguardase sus costas, sino que derrotase a las rivales y permitiese que los plutócratas ingleses se hiciesen con el comercio y con las colonias de sus enemigos. Por el contrario, otras potencias marítimas, como el Imperio Español u Holanda, tuvieron que destinar enormes recursos para proteger sus fronteras terrestres, y a la postre sus flotas pudieron ser derrotadas por las británicas. A finales del siglo XVIII gran parte del comercio ultramarino europeo quedó en manos inglesas, lo que favoreció el gran desarrollo económico e industrial de Inglaterra en el siglo XIX.

Sin embargo esa política solo se podría mantener mientras no surgiese en el continente una potencia dominante que, sin temor a las agresiones enemigas, pudiese construir una flota que rivalizase con la inglesa. Pero igual que las potencias europeas no tenían una flota que pudiese derrotar a la británica, Inglaterra tampoco disponía de un ejército comparable a los europeos. Disponiendo de los grandes recursos económicos proporcionados por el dominio del comercio y de la industria, Gran Bretaña formó y financió coaliciones que se enfrentasen a la nación europea que predominase en cada ocasión: España, Francia, Rusia o Alemania. Inglaterra apoyaba esas coaliciones económicamente, con su flota, y con pequeños ejércitos.

Pero la mejor estrategia para impedir la formación de potencias dominantes era mantener la fragmentación de Europa, lo que por una parte mantenía en la impotencia a naciones como Alemania o Italia, por otra favorecía la creación de coaliciones, y mantenía perennes conflictos entre las potencias continentales. Esa estrategia fracasó parcialmente durante el siglo XIX, cuando Inglaterra no pudo impedir la unificación de Alemania e Italia; pero con el pretexto de proteger la independencia de los pueblos (algo que negaba a los irlandeses) Gran Bretaña apoyó la destrucción de los imperios para formar pequeños estados artificiales que se convertían, de facto, en protectorados ingleses, como ocurrió en Hispanoamérica o en los Balcanes. Varios de esos estados se formaron en la antigua Lotaringia: Luxemburgo, que había formado parte del Imperio alemán, Bélgica, creación artificial formada a partir de los antiguos países bajos españoles, y Holanda, cuya independencia había sido favorecida y tutelada por los británicos.

La soberanía compartida

En las regiones fronterizas de los imperios habían quedado zonas en las que había población de diferentes orígenes. Esas regiones fueron arrebatadas a los imperios que las poseían y cedidas como recompensa a los aliados de Inglaterra o entregadas a los estados artificiales que promovía. Tras el Tratado de Versalles quedaron más allá de las fronteras germanas regiones en las que además de alemanes había franceses, italianos o eslavos. A pesar de la política de inmersión cultural practicada por los nuevos tenedores de esos territorios, se mantuvo una importante proporción de población germanoparlante, especialmente en Alsacia y Lorena, el Tirol del Sur, los Sudetes y en Pomerania oriental. Directriz de la política regeracionista del Führer Adolf Hitler fue recuperar esos territorios, lo que logró primero con maniobras políticas y luego militares. Pero en los territorios recuperados quedó una proporción importante de población no germanoparlante que amenazaba ser motivo de un nuevo enfrentamiento.

En su afán por mantener la guerra contra la Unión Paneuropea, organización promovida por Alemania, los británicos orquestaron una serie de atentados que acabó con gran parte de los actores de la política europea de los años treinta. Pero esos crímenes en lugar de debilitar a la Unión llevaron al ascenso de nuevos líderes que comprendieron que en los territorios fronterizos estaba el germen de nuevas guerras en Europa. Guerras que solo beneficiarían a quienes esperaban obtener provecho de la desunión: no solo Gran Bretaña, sino también Rusia o Estados Unidos.

Conscientes de ese riesgo, el presidente francés Romier y el ministro de Asuntos Exteriores alemán Von Papen buscaron una fórmula que impidiese nuevas fricciones. Tras considerar varias alternativas, como el fraccionamiento de los territorios fronterizos y el reasentamiento de sus poblaciones, se decidió emplear un sistema absolutamente novedoso: la soberanía compartida. Era un sistema por el que dos o más potencias mantenían sus derechos sobre un territorio, que compartían según diferentes fórmulas. Un antecedente fue el archipiélago de Samoa, en el Pacífico, compartido por Gran Bretaña y Alemania hasta la Gran Guerra. Para los territorios en disputa entre Alemania y Francia (Lorena, Alsacia y el Sarre) se decidió basarse en los deseos de sus ciudadanos, que podrían adoptar la ciudadanía francesa o alemana a su elección. Independientemente de esta, podrían seguir viviendo en cualquiera de los dos países con los mismos derechos que los nacionales; inicialmente ese derecho se restringió a las regiones fronterizas, pero luego se extendió a la totalidad de Francia y Alemania.

El Tratado de Metz establecía que los territorios en los que el 80% o más de población se decantase por una nacionalidad pasarían a integrarse en dicha nación; esta elección se haría periódicamente (cada diez años). La elección no era según municipios sino con territorios más amplios: por ejemplo, las tres regiones fronterizas entre Francia y Alemania (Lorena, Alsacia y Sarre) fueron divididas en cuatro distritos cada una, con el objeto de evitar “islas”, es decir, enclaves franceses o alemanes en el otro país. Dado que el estado de guerra no hacía aconsejable la realización de un plebiscito que podía aumentar la tensión entre Francia y Alemania, inicialmente la división se hizo siguiendo el censo de 1910: los cuatro distritos del Sarre, dos de Alsacia y uno de Lorena pasaron a ser alemanes.

Sin embargo se mantenía el problema de los distritos en los que hubiese mezcla de poblaciones. Para solucionarlo se estableció que en aquellos en los que no se alcanzase el 80% pasasen a ser compartidos, y en ellos coexistirían las administraciones francesa y alemana, a las cuales los ciudadanos se dirigirían según su adscripción. Para evitar conflictos y favoritismos se creó un organismo francoalemán, la Cámara de la Unión (que no hay que confundir con la Unión Paneuropea) al cual estaban subordinadas las administraciones locales, y que debía dirimir en los casos más conflictivos como el del reclutamiento. En los años siguientes dicho organismo conjunto se convirtió en el principal órgano administrativo de las regiones disputadas. Dos distritos de Lorena y uno de Alsacia pasaron a ser compartidos. Asimismo se creó el Tribunal Supremo de la Unión cuya función iba a ser amoldar las legislaciones de las dos potencias a la realidad compartida. Ambos organismos tuvieron su sede en Estrasburgo.

Adicionalmente, incluso en los distritos que se decantasen por una potencia se creó otro organismo que representaría a los que se decantasen por la otra, salvaguardando sus derechos ciudadanos y lingüísticos: en la práctica, Alsacia, Lorena y el Sarre se convirtieron en bilingües. Una cláusula adicional establecía que los ciudadanos franceses o alemanes no podrían ser relegados por su adscripción, aunque tuviesen su residencia en un distrito que se hubiese decantado por la otra potencia. Asimismo las dos potencias dispusieron del derecho de vetar las decisiones tomadas por la otra potencia que atañesen a las regiones en disputa, incluso en las circunscripciones que no eran compartidas por tener mayoría francesa o alemana. Para esos casos se estableció un mecanismo para resolver disputas que implicaba a la Cámara y al Tribunal de la Unión, y a los tribunales supremos francés y alemán.

Posteriormente el principio de soberanía compartida fue ampliado. El derecho de adscripción (es decir, la elección de una u otra ciudadanía) y de residencia se extendió a todo el territorio de Francia y de Alemania. Se llegó asimismo a un acuerdo similar con el Reino de Italia. En la posguerra el Tratado de Breslau extendió la soberanía compartida a los antiguos territorios polacos, permitiendo el renacimiento de Polonia, aunque subordinando su política exterior a la Unión Paneuropea.

El interés de las potencias en inclinar a la población hacia uno u otro lado hizo que las regiones de soberanía compartida recibiesen un trato preferente, que favoreció su desarrollo económico y demográfico. Como era de esperar, se produjeron desencuentros, en ocasiones debidos a vetos (siendo más frecuentes los franceses), o a decisiones del Tribunal de la Unión; más frecuentemente se debieron a acciones de grupos radicales. El más grave fue el motín de las banderas de 1943, cuando un grupo de incontrolados quemó la bandera del Reich que ondeaba en Estrasburgo para sustituirla por la tricolor. Los radicales tuvieron que ser disueltos por la policía, pero en las siguientes horas se produjeron disturbios que causaron al menos siete víctimas mortales. El gobernó de París desautorizó a los revoltosos y colaboró con las autoridades alemanas; en Estrasburgo, una gran manifestación a favor de la soberanía compartida, en la que participaron al menos medio millón de personas (de las que al menos una tercera parte eran francoparlantes) mostró el gran apoyo popular que tenía el nuevo régimen.

El reparto de Bélgica

Considerando que la situación de los Países Bajos era similar a la de las regiones limítrofes, se estableció un estatuto similar que afectó sobre todo a Bélgica, que fue repartida entre sus vecinos. Se estableció que los cantones belgas tenían que elegir entre unirse a Holanda (lo que hizo la zona de habla flamenca), a Francia (destino de la francoparlante, incluyendo Bruselas, la antigua capital) o al Reich, lo que hicieron los cantones germanófonos del oeste de Bélgica. En el plebiscito de 1947 que consolidó el reparto los antiguos ciudadanos belgas solo pudieron escoger entre las tres opciones: hasta 1957 no se restauró el estado belga según los mismos principios que el polaco; aunque parece que Bélgica fue peor tratada que Polonia, en el ánimo tanto de Romier como de Von Papen pesaba el convencimiento de que Bélgica era una creación artificial impuesta por Gran Bretaña.

Paradójicamente la monarquía belga no fue abolida, aunque pasó a ser un título honorífico integrado en el Reich. Leopoldo III se erigió en representante de los antiguos belgas logrando un merecido respeto en su antiguo pueblo, y su vuelta al palacio real Bruselas en 1958 fue un acontecimiento de masas.

El tratado estableció que Luxemburgo volvía al Imperio Alemán como región autónoma. En el caso de Holanda, el tratado acusó a la Casa de Orange de abandonar a su pueblo, declarándola traidora. Se estableció una regencia y Holanda fue admitida en la Unión Paneuropea, estableciendo que tras diez años el pueblo holandés decidiría si integrarse en el Reich como un estado autónomo, o conservar la independencia; hasta entonces se convertiría en un protectorado de Alemania, con una figura legal similar a los protectorados de Bohemia o de Eslovaquia…