Publicado: Mar Abr 26, 2016 11:07 am
por Domper
Todo el mundo cambiaba de aires menos el alférez de navío Víctor Loreto. Maldita suerte, pensaba. Había sido muy divertido lo de mandar al fondo a los britones —su buque, el Galicia, había participado en los hundimientos del Ramillies y del Repulse, algo que pocos cruceros podían decir— pero ya le apetecía un buen permiso en tierra, a ser posible en el Ferrol, donde tenía echado el ojo a una gallegiña. Pero en la guerra naval, se seguía la máxima clásica: “dar primero, dar fuerte y seguir dando” y ahora tocaba lo de seguir. Tras el combate de San Vicente en el que había sido hundido el Repulse, y después de bombardear Fuerteventura para apoyar el desembarco español, la escuadra se había retirado a Casablanca. Santa Cruz de Tenerife no solo estaba demasiado expuesta sino que carecía de las instalaciones de mantenimiento necesarias; pero en el puerto marroquí apenas pudo bajar a dar algún paseo, porque la Armada, para variar, estaba preparándose para hacerle algún otro siete a los pérfidos.

Pero si Víctor esperaba otro encuentro emocionante, como los combates de las Salvajes o el citado de San Vicente, estaba muy equivocado. La siguiente acción en la que participó el Galicia resultó de lo más aburrida… pero no por ello menos peligrosa. Fue sosa porque todo lo que tuvo que hacer el Galicia —acompañado como era habitual por el Díaz, más el Bande Nere, otro crucero italiano que había sustituido al perdido Cadorna— fue escoltar un convoy desde el puerto marroquí hacia Tenerife: una docena de barcos, todos grandes y modernos, que llevaban las municiones y el combustible que necesitaba la cada vez más potente aviación del Pacto en la isla.

Escoltar a un convoy podría parecer una misión rutinaria, pero Madeira y las Azores, que estaban cerca, seguían en manos inglesas, y a la Royal Navy le podría tentar dar un repaso a esos españolitos que habían salido respondones.

El riesgo era doble. Por una parte los sumergibles ingleses seguían dejándose ver por esas aguas, aunque no tan frecuentemente como antes de la caída de Portugal. Tras desagradables experiencias como la experimentada por Iachino frente a Larache, la escolta del crucero era muy potente: tres destructores, dos bous y dos de los nuevos patrulleros. Pero a ninguno llevaba todavía radiotelémetros, que se habían revelado como la mejor arma contra los sumergibles. Iban a tener que ser los del Galicia y el del Bande Nere —que había acabado su reforma unas semanas antes y llevaba un equipo similar al del Galicia— los que explorasen las aguas. Lo malo era que eso obligaba a los tres pequeños cruceros mantenerse cerca del convoy, algo peligroso no solo por poderse comer un torpedo, sino porque de amanecer algún chico grande al Galicia le tocaría sacrificarse.

Esos chicos grandes eran el otro peligro: expulsada de Portugal, los ingleses habían desplazado a las Azores la Fuerza H. Había sido reforzada por parte de la Home Fleet, pues en Noruega los alemanes ya no tenían acorazados modernos y ya no era necesario mantener una flota potente en esas aguas: según los informes de inteligencia y las observaciones de los Condor de reconocimiento, la Royal Navy había modificado el despliegue de sus buques, enviando a las frías aguas norteñas a los cruceros de batalla: la pérdida del Repulse había mostrado a las claras que lo de Jutlandia no era casualidad, demostrando que resultaba muy peligroso empeñar a un crucero de batalla contra un acorazado. En el Atlántico Norte la Kriegsmarine ya solo tenía a los cruceros acorazados Lutzow y Scheer, y los pesados Prinz Eugen y Seydlitz; barcos contra los que el Hood o el Renown podían enfrentarse sin correr el riesgo de irse al fondo a la primera andanada.

En las Azores estaba apostado lo mejor de la Royal Navy: sus tres acorazados modernos de la clase King George V, apoyados por los más viejos pero potentes Nelson; los Queen Elizabeth habían sido relegados a misiones de escolta, aunque de ser preciso podrían unirse a la flota, especialmente el Queen Elizabeth y el Valiant, que habían sido modernizados a fondo. Los dos viejos acorazados supervivientes de la clase Revenge estaban en el Índico.

La flota del Pacto seguía siendo menos numerosa tras las pérdidas sufridas en Larache. Aunque la Regia Marina había enviado a Gibraltar a dos de sus acorazados modernizados para reemplazar al Littorio y al Veneto, el Doria y el Duilio eran aun más vulnerables que los cruceros de batalla ingleses, que ya es decir, y de velocidad andaban justitos; pero menos da una piedra. A la postre, ni reunida al completo la Fuerza H preocupaba demasiado: los acorazados viejos la lastrarían, y los más rápidos del Pacto, que le sacaban lo menos cinco nudos, podrían salir por pies; si los ingleses intentaban darles caza con sus tres acorazados modernos, quedarían en desventaja.

De hecho, esas eran las intenciones del Pacto: utilizar el convoy a Tenerife como un cebo que tentase a la Royal Navy. En las cercanías del convoy el contraalmirante Ciliax acechaba con sus dos acorazados y tres cruceros pesados, esperando atrapar a algún imprudente. Pero mientras tendrían que ser los tres débiles cruceros ligeros —incluyendo al Galicia de Víctor— los que entretuviesen a los británicos, tarea más que peligrosa dada la casi total ausencia de blindaje de sus buques.

Desgraciadamente —o por suerte si era desde el punto de vista de Víctor— los británicos ya tenían cierto grado de mosqueo, y cuando vieron que los españoles salían al mar debieron suponer que había gato encerrado. Aunque un hidro de los que habían vuelto a operar desde Madeira detectó al Galicia —malo— y un Condor avisó de la salida de la Fuerza H —peor— todo quedó en agua de borrajas, pues otro hidro inglés, buscando más allá del convoy español, pudo vislumbrar a los acorazados de Ciliax. La Royal Navy interpretó que todo el asunto del convoy no era sino una añagaza para pillarles otra vez a contrapié, y decidieron dejar el asunto correr.

Sin más incidencias que el miedo que habían pasado, el convoy arribó a Santa Cruz, donde procedió a descargar a toda prisa. Luego, vuelta hacia Casablanca, otra vez con el Galicia jugándosela para escoltar a los mercantes. Pero no hubo nada más molesto que los graznidos de las gaviotas.