Publicado: Sab Abr 23, 2016 2:15 pm
por Domper
“Chiquitín” Herrera también iba a cambiar de aires. Expulsados los míster de Portugal, la amenaza contra las ciudades españolas había desaparecido. Pero los Mochos —apodo del Fw 190— eran demasiado valiosos y Chiquitín no esperaba vacaciones. Iba bien encaminado, pues al poco llegaron órdenes de trasladarse a Tenerife.

Si se podían mandar aviones a esa isla, tenía que ser porque en Canarias las cosas no iban mal del todo, pensó el piloto. Una escuadrilla necesita mucha “chicha” para funcionar entre gasolina, aceite, munición y repuestos, y no se podía llevar en un par de chalupas. La radio decía que a la Royal Hereje le habían dado por donde no luce el sol, pero ya se sabe que lo que dicen en los noticiarios tiene una parte de verdad y nueve de propaganda. Que fuesen a volar hasta allí indicaba que en Canarias no se había puesto el sol.

El viaje fue largo pero cómodo: un salto hasta Casablanca, cruzando el mar, acompañados por un Heinkel que hacía de perrito pastor —perderse en mar abierto era más fácil de lo que parecía—. Otro brinco hasta Agadir, donde tuvieron que esperar un día por una tormenta, y uno más hasta Tefía, en Fuerteventura: la isla acababa de ser reconquistada, y una miríada de prisioneros canadienses trabajaban para mejorar el aeródromo, vigilados por majoreros de mirada torva. Por lo que Chiquitín había oído, más les valía a los prisioneros portarse bien, pues los canarios les tenían muchas ganas y estaban deseando que alguno hiciese el tonto, y si intentase escapar, mejor.

En el aeródromo de Tefía apenas se detuvieron para repostar: de vez en cuando algún barco inglés se acercaba por la noche, haciendo imprescindible que cada avión durmiese en uno de esos refugios hechos con muretes de piedras que parecían como los que los isleños construían para cultivar sus vides. Pero no había sitio para los Mochos de la escuadrilla, y el mando prefirió no dejarlos dormir en Fuerteventura. Salieron para hacer el último salto, otra vez por mar, pero no directo, sino que antes dieron un rodeo sobre Las Palmas, casi el último rincón canario donde aun ondeaba la Unión Jack. Había sido idea del comandante Salvador hacer unas cabriolas para mostrar a los herejes que se reían de sus cañones, y también para dar un poco de moral a los pobres canariones. Después de unos cuantos loopings —que les quedaron de cine—, siguieron hacia el oeste, hasta que se posaron en Tenerife, en el recién construido aeródromo de Los Abrigos. Aun seguían las obras, y Chiquitín pudo ver a unos cuantos paisanos llevando piedras.

Las instalaciones eran espartanas: una pista no muy larga, refugios para aviones, y unas pocas tiendas. Que al lado hubiesen cavado trincheras era indicio de que por Tenerife la cosa aun seguía caliente. Una vez aterrizó la escuadrilla, el personal de tierra guio a los aviones hasta los cobijos donde dejaron a los Mochos, que eran semicírculos construidos con piedras volcánicas y sacos terreros. Luego acompañaron a los pilotos hasta la cantina, que estaba en una antigua granja.

El teniente coronel al mando les dio la bienvenida. Saludó sobre todo al comandante Salvador, no solo por sus dos Medallas Militares individuales, sino porque había llegado hasta Tenerife la noticia de la táctica que había inventado. Luego indicó a los recién llegados que tuviesen cuidado con las luces: los ingleses aprovechaban la noche para acercarse a Gran Canaria con sus rápidos destructores, que llevaban algunos suministros que mantenían mal que bien a la guarnición, y no era raro que a la vuelta alguno se acercase a Tenerife a gastar algunos cañonazos. Por si quedaba alguna duda, el teniente coronel mostró las marcas de metralla en la pared de la cantina.