Publicado: Vie Abr 22, 2016 10:40 am
por Domper
Aunque la 74º se hubiese lucido en Portugal, había sufrido pocas bajas, y eso significaba obviamente un cambio de aires en busca del calor. Del calorcito de los explosivos, claro, que Nazario Ballarín no creía que lo fuesen a mandar a un balneario. Tampoco le hubiese importado, pues estaba un poco cansado de tiros. En España había estado en el Ebro, donde casi deja la piel, y luego en Portugal había estado en el remate del cerco de Évora y en los últimos combates cerca de Sintra. Se había desempeñado bastante bien, y esperaba que le cayese algún galón más. Pero los señoritos lo veían con cara de niño y pensaron que un subteniente tenía que ser un hombre hecho y derecho, por lo que Nazario siguió con los galones de sargento primero. Lo malo es que le habían mandado otro barbilindo, un alférez recién estampillado, a mandar la sección. Esperaba que el nuevo, un tal García, se dejase aconsejar y no como ese inútil de Manrique que se hizo matar en Vila Nova.

A la división le dieron poco reposo. No habían tenido ni dos días de descanso cuando les ordenaron montar en camiones que los llevaron hacia Cáceres. Por el camino vieron las huellas de la batalla: casas arruinadas, vehículos abrasados, y largas hileras de prisioneros que marchaban a pie. Una vez en la ciudad extremeña montaron en un tren que les llevó hasta Algeciras. Por las ventanas el sargento vio la silueta del Peñón, donde ondeaba la rojigualda. Él había tenido que ver, y hasta le habían prometido la individual por eso, pero al capitán le habían apiolado al poco y nadie se acordó de Nazario. Eso sí, de haber llevado alguna estrella todo hubiesen sido parabienes. Ya se sabe, los sargentos cardan la lana y los oficiales se llevan la fama.

En Algeciras les montaron en un barco de Transmediterránea que los llevó hasta Tánger. Esa parte del camino no le hizo ninguna gracia a Nazario: aunque un par de bous escoltaban al barco, el que hubiesen repartido chalecos salvavidas no le parecía buen augurio, por lo que se quedó en cubierta, pensando que a una mala sería fácil saltar. Corría un poco de aire que levantaba cabrillas, que a Nazario, al que le daba miedo hasta la jofaina del aseo, le parecían torpedos de los herejes; pero la travesía transcurrió sin incidentes. Luego tocó montar en tren, en un largo viaje por un terreno que cada vez parecía más seco. Ni las estepas de los Monegros se parecían a esos secarrales. Tres días les llevó llegar a Marrakech, una ciudad que decían que era muy bonita pero que no pudo ver. Allí trasbordaron a un ferrocarril de vía estrecha que les llevó hasta Tantán, ya en pleno desierto. Nazario se esperaba otro viajecito en barco, pero no. Les condujeron a un gran campamento, donde estuvieron otros dos días más —largo se estaba haciendo todo—. Hasta que por fin les ordenaron marchar hasta el campo de aviación, donde esperaban varios trimotores de gran tamaño con insignias italianas.

El viaje en avión le gustó a Nazario aun menos que el del barco. No tenía paracaídas y no podía bajarse en marcha, por lo que si amanecía algún caza hereje lo más que podría hacer sería rezar. Pero la aviación inglesa estaba desaparecida en combate —nunca mejor dicho—, y sin más incidencias que unos cuantos meneos y alguna vomitona, aterrizaron en el pequeño aeródromo de Maspalomas.