Publicado: Jue Abr 21, 2016 9:34 pm
por Domper
Federico Artigas esperaba la orden de reincorporarse al ejército español, pero se hacía esperar. Con disgusto, pensó que el cuento que iba contando, que había un coronel en Madrid que le tenía ojeriza, igual tenía algo de razón. Porque a Federico le parecía que tras haberse chupado toda la campaña de Portugal, batalla por batalla, y haber pasado un par de meses con los teutones, ya le tocaba volver a una unidad española, pues prefería comer garbanzos y no col. De paso, que le llegase esa estrella de ocho puntas que le tenían prometida.

Un segundo ascenso por méritos de guerra no estaría nada mal, aunque fuese a comandante, que según el dicho del ejército no vale ni para arrestar. Pues por lo general los jefes con esa estrella son destinados a puestos administrativos, sin mando directo sobre tropa. Incluso para algo tan nimio como arrestar a un imbécil tienen que dar parte al capitán de su compañía o al teniente coronel del batallón. Pero en tiempo de guerra todo cambia, los jefes son demasiado valiosos para tenerlos amarrados a un escritorio, y como mínimo podría esperar el mando de un batallón. Pudiendo alardear de dos ascensos por méritos de guerra, luciendo la Medalla Militar individual y la Cruz de Hierro, y con la recomendación del general Galera que seguro que tendría, igual hasta lo habilitaban para algo más gordo. Camino directo para el fajín.

Artigas pensaba que si alguna vez llegaba la generalato no sería por falta de méritos. Por si hubiese visto pocos tiros en la Guerra Civil, se había comido toda la campaña de Portugal mandando antitanques, un puesto peligroso donde los haya. Podía alardear que las unidades bajo sus órdenes se habían cepillado cuarenta tanques herejes, y que personalmente se había cargado a once: eso le convertía en todo un as de los antitanques, no al nivel del mítico Barkmann, pero no creía que en toda España hubiese quien le hiciese sombra. Por eso esperaba ansiosamente el pasaporte que le devolviese a la acorazada, pero nada. Cuando preguntó, le dijeron que seguiría en la sexta panzer hasta nueva orden. Teniendo en cuenta que los alemanes estaban haciendo las maletas a toda prisa, y que los tanques de la sexta ya iban rumbo a Salamanca para embarcar en los trenes —pues las carreteras del sur de Portugal habían quedado un tanto perjudicadas por los chicos de los Messer— Artigas imaginó que le quedaba mucho chucrut que trasegar.

Al menos iba entendiendo algunas palabras sueltas del teutón, y lo que no pillaba se lo traducía el teniente Coll, que el pobre había tenido un maestro con la peregrina idea de que el alemán era crucial para la formación humana y espiritual. Los mozos del batallón de reconocimiento al que estaba asignado —le habían destinado a la sección de cañones sin retroceso— eran buenos chicos, y el capitán Reimar, más majo que las pesetas. Pero Artigas echaba en falta la camaradería de las salas de banderas y de las cantinas españolas.

Al final tuvo que salir hacia Salamanca con sus kubelwagen, detrás de las filas de camiones de transporte de tanques que atascaban las carreteras. En Ciudad Rodrigo, donde la terminal ferroviaria ya había sido reparada, vigiló como montaban sus coches en el tren, y luego, para Francia. El viaje por España fue, como no, tedioso: si alguien tenía prisa, mejor que evitase los trenes españoles. Ni siquiera pasó por Zaragoza y no pudo echarle ese par de besos que tantas ganas tenía de propinar a Merchines. En Hendaya tocó el circo del cambio de trenes, pues las vías españolas eran más anchas que las francesas: había tal atasco que estuvo dos días allí. Al menos pudo acercarse a San Sebastián, donde se tomó unos chiquitos por el casco viejo y luego se pegó un buen atracón en la Nicolasa, que ya veía por qué tenía fama. Por Francia el viaje fue algo más cómodo, y al día siguiente llegó el convoy a Versalles: la ciudad francesa de la que había salido apenas dos meses antes.

A Artigas le buscaron alojamiento con otros oficiales, entre los que estaban Reimar y Coll —no se atrevería a ir a ninguna parte sin el teniente—, y se dedicó a matar el tiempo con los naipes, pues a los alemanes les había gustado jugar al tute. El tiempo era desapacible y no apetecía pasear por la ciudad, en la que tampoco había mucho que ver, pues el acceso al palacio estaba prohibido. A esperar.