Publicado: Jue Ene 15, 2015 3:45 pm
por Domper
Yo creía que el clima de Madrid sería parecido al del sur de Italia: había oído hablar tanto de la soleada España… Suponía que el verano sería caluroso, pero clima del otoño se parecería al de la Costa Azul. Sin embargo cuando desembarqué del Condor del mariscal Von Manstein y sentí el viento, sufrí un escalofrío. El oficial de enlace español, el comandante Roca de Togores, que hablaba el alemán bastante bien, me lo explicó.

—Mayor, estamos en el aeródromo de Cuatro Vientos y ya ve por qué lo llamamos así. Usted no tiene que confundir Madrid con Andalucía. Aquí solo hace calor en verano, el resto del año disfrutamos de este aire tan fino que viene de la sierra.

El recorrido desde Cuatro Vientos a Madrid fue deprimente. La ciudad estaba llena de escombros. Roca me decía que durante casi toda la Guerra Civil el frente había estado en Madrid y la capital había sufrido mucho. Era posible, pero me parecía que en dos años habrían podido quitar los escombros de las calles. El aspecto de la gente era triste. Todos estaban muy delgados, vestían ropas raídas, y nos miraban de reojo. Al final nos dejaron en el Hotel Ritz, un hotel moderno pero que no tenía nada que ver con su homónimo parisino: aun se notaban los efectos del paso de los milicianos, y la restauración iba a un ritmo… dejémoslo en que iba a ritmo tranquilo. Por lo menos nuestras habitaciones tenían calefacción y baños decentes. No era poco pedir, porque por lo que vi en los días siguientes los palacios españoles eran caserones suntuosos pero desangelados en los que no había calefacción. No sabía si era porque los españoles estaban habituados a ese aire fino y no notaban el frío, o se debía a que preferían la magnificencia a la comodidad. En Berlín esa cuestión no ofrecía dudas, y todas las salas de los palacios tenían calefacción. Aunque hubiese que prescindir de algún cortinón de brocado.

Al día siguiente ofrecieron al mariscal una recepción de campanillas, que incluyó una visita guiada por Madrid, aunque no pudimos visitar el Museo del Prado: Roca de Togores me dijo que lo estaban reformando. Sin embargo pude ver alguna camioneta en la que se cargaban grandes cajas, y supuse que lo que lo que realmente estaban haciendo era evacuar los valiosos cuadros. Luego el ministro Moscardó nos ofreció una comida en el Palacio de Buenavista, sede del Ministerio del Ejército, y por la tarde una corrida de toros. No me gustó mucho el espectáculo, y tampoco entendía que habiendo hambre se dedicasen a montar espectáculos con animales. El comandante Roca me dijo que luego la carne se distribuía en los comedores sociales, pero aun así.

Esa noche hubo un espectáculo diferente. A media noche sonaron las alarmas y un conserje llamó a nuestra puerta y nos pidió que lo acompañásemos al refugio antiaéreo de los sótanos del hotel. No mucho después oímos motores de aviones y explosiones cercanas. Media noche estuvieron tirando bombas los ingleses, y creo que en Madrid nadie pegó un ojo.

A la mañana siguiente el mariscal pidió poder ver los daños que había sufrido la ciudad. El comandante Roca se negaba, pero el mariscal insistió, con un argumento contra el que cabía poca respuesta: si no podía ver qué efectos tenían los bombardeos no podría saber qué ayudas iba a necesitar España. El comandante tuvo que hacer varias llamadas hasta obtener autorización, y fuimos a la zona más afectada. Aunque habían caído bombas por todas partes, el bombardeo había sido más intenso en los barrios populares del sur de la capital, donde había grandes instalaciones ferroviarias. Recorrimos las calles, viendo los edificios en ruinas o en llamas, mientras los vecinos intentaban rescatar sus míseros enseres. Me afectó mucho ver a una mujerica vestida de negro, sollozando ante unos bultos informes tapados con mantas. La gente rehuía la mirada al vernos hasta que un hombre mayor, al reconocer nuestros uniformes, se encaró con nosotros. En seguida se adelantaron dos de nuestros escoltas, lo aferraron y se lo llevaron, mientras la multitud murmuraba desaprobadoramente. Vi como el comandante Roca acercaba la mano a su pistolera y me temí lo peor, pero entonces llegó una patrulla de guardias civiles, unos policías con uniforme verde y curiosos sombreros, y la multitud se dispersó.

Entendí que no solo los españoles estaban sufriendo mucho, sino que odiaban verse de nuevo envueltos en una guerra. Si los madrileños, que estaban férreamente controlados, se atrevían a enfrentarse con nosotros, la situación en otras ciudades sería mucho peor. El régimen de Franco corría peligro.