Publicado: Mar Nov 25, 2014 12:04 am
por Domper
El día 26 de Mayo fui testigo de excepción de los acontecimientos que llevaron al cambio del régimen del Reich. Durante la noche el general Schellenberg y el mariscal Von Manstein controlaron sin dificultad la capital: buena parte de sus posibles rivales habían caído durante la fracasada intentona de Kaltenbrunner. Aun así el siempre receloso Schellenberg inició la purga de posibles opositores, ordenando al coronel Nebe que enviase patrullas de policías que arrestaron a buen número de nazis.

Durante la madrugada se presentó en el Benlerblock el ministro de exteriores Von Papen. Creo que el mariscal y el general pensaron que el cambio de régimen que buscaban no se podía emprender sin colaboración civil, por lo que llamaron al ministro y antiguo canciller, con el que mantenían buenas relaciones.

El mariscal instruyó a Von Papen sobre lo ocurrido y sobre las medidas que habían tomado. El ministro preguntó:

—¿Qué va a pasar ahora? Cuando Hitler fue asesinado Goering era el sucesor designado pero ahora no está prevista la sucesión.

El mariscal intentó tranquilizarlo—: Si no hay nada preparado supongo que tendremos que ser nosotros los que nos encarguemos.

Schellenberg intervino—. Además tenemos que resolver esto cuanto antes. Seguimos en guerra y nuestros enemigos están deseando echarse sobre nosotros. Tenemos que establecer un gobierno fuerte cuanto antes.

Entonces el general reparó en mi presencia y pidió que me retirase y que impidiese que nadie les espiase. Se quedaron solos el mariscal Von Manstein, el ministro Von Papen y el general Schellenberg. Yo me quedé en la antesala, pero tenía presentes las instrucciones que me había dado el mariscal Von Manstein. Me acerqué a una rejilla de ventilación, la retiré, y escuché lo que se decía en la sala, mientras tomaba notas apresuradas.

La conversación era informal. El mariscal ya me había dicho que los tres se conocían bastante desde que habían formado un comité el año anterior para planificar las operaciones militares y políticas. Pero también recordaba que me había prevenido contra la afabilidad del general Schellenberg.

En esa y en posteriores ocasiones tuve la ocasión de escuchar al general cuando pensaba que nadie le escuchaba. Sigo sin poder comprender por completo su compleja personalidad, y no era tarea fácil, ya que hubiese sido un excelente actor de teatro o un magnífico jugador de póker. Viendo su expresión o escuchando sus palabras uno nunca podía saber lo que realmente estaba pasando por su cabeza. No tengo dudas sobre su enorme ambición, pero creo que la combinaba con un genuino amor por su país. Podía ser implacable, pero no soportaba la muerte de inocentes. Pero yo creo que su principal cualidad era su inteligencia y el dominio que tenía sobre sí mismo. Nunca abandonaba la realidad, y sabía controlar su ambición. Pero esa noche aun no sabía todo esto.

El general seguía diciendo que pensaba que se necesitaba un gobierno fuerte para Alemania, y que debía constituirse sin pérdida de tiempo. El mariscal, como buen militar, entendía la importancia de una dirección férrea. El ministro no estaba de acuerdo.

—¿No hay otras posibilidades? Podríamos mantener una dirección colegiada…

El general lo interrumpió, riendo—. Querrás decir un triunvirato ¿Quién piensa hacer de César, y quien de Pompeyo? O tal vez un consulado ¿Quién será Primer Cónsul?

Aun así Von Papen siguió insistiendo en que se necesitaba algún tipo de control. Finalmente decidieron que Alemania no podía permitirse otro dictador: Hitler y Goering habían sido personas muy capaces, pero aun así habían permitido hechos abominables. Los tres formarían un comité secreto que mantendría el poder en sus manos. Pero quedaba la cuestión de elegir al que sería nuevo director de Alemania. El mariscal abordó la cuestión, ofreciendo a Schellenberg la primacía.

—¿Quieres ser el nuevo canciller?

Supuse que el general se apresuraría a aceptar la oferta. Ya sabía que Schellenberg era muy ambicioso. Pero entonces pude atisbar la inteligencia con la que dominaba sus pasiones.

—No estoy capacitado. No me atrevo a ser canciller: me conozco lo suficiente como para saber que tendría la tentación de apartaros y convertirme en un nuevo Statthalter, pero creo que eso acabaría siendo perjudicial para la Patria. Además soy demasiado joven y mi ascenso levantaría ampollas. Tampoco olvidéis que tengo muchos enemigos en el partido que siguen creyendo que traicioné a Himmler.

El mariscal le dio la razón—. Walter, sé que estás más que capacitado para el puesto, y controlando los servicios de inteligencia tienes mucho poder. Pero entiendo lo que dices del partido. Va a ser necesario hacer una buena limpieza en él.

—Sabes que me estoy encargando de eso —dijo malignamente Schellenberg.

Von Papen no entendió lo que quería decir el general y preguntó a qué se refería. Schellenberg le respondió:

—Franz, tú y yo ya habíamos hablado de esto. Una cosa es el nacionalismo y la defensa de la cultura germana. Alemania, el pueblo alemán, merece liderar Europa, y lucharé por ello. También creo que la cultura germánica debe evitar ser contaminada por ideas extrañas. Pero también veo a lo que nos está llevando el nacional socialismo. Es como un tigre excitado por el olor de la sangre. Primero acabará con los judíos y los gitanos, luego con los eslavos ¿y después? ¿seguir matando hasta que no quede nadie? ¿habrá que acabar con los que no sean rubios con ojos azules? —Schellenberg era moreno—. Voy a cortar por lo sano. He ordenado al coronel Nebe que detenga a ciertas personas —y mostró una lista.

El mariscal y el ministro la estudiaron, frunciendo el ceño. Von Manstein preguntó— ¿Es necesario?

—Es imprescindible —repuso Schellenberg.

Von Papen se mostró de acuerdo—. Yo también pienso así. Si no limpiamos el partido estaremos igual dentro de cuatro días.

El mariscal prefirió dejar lo de las detenciones para luego, y volvió a la cuestión de la jefatura.

—Ya hablaremos de eso. Ahora lo principal es decidir quién va a mandar. Walter, para mí serías la persona idónea, pero también creo que eres demasiado joven. Franz —dijo refiriéndose a Von Papen—, tú tampoco puedes ser. Te significaste demasiado en los últimos años de la República de Weimar y la gente te vería como un retorno a los malos años. Además creo que si Alemania necesita un gobierno fuerte el nuevo líder de Alemania tendrá que ser un militar.

Schellenberg preguntó con tono desconfiado— ¿Quieres ser tú?

—No, Walter. Yo tampoco soy buen candidato: aunque goce de la máxima graduación militar tengo muy poca antigüedad. No me imagino a mariscales obedeciendo al que tuvieron como coronel. Alemania necesita que ostente la jefatura del estado algún militar antiguo y prestigioso.

—¿Has pensado en alguien? —dijo Von Papen.

—El mariscal Von Brauchitsch.

—¿Cómo? —dijeron los dos.

—No negaréis que prestigio tiene, y mucho. Además desde que Goering lo apartó para nombrar a Beck tampoco tiene demasiado afecto a los nazis.

—Ahora que lo pienso —dijo Schellenberg—, he oído que Von Brauchitsch tiene una cualidad realmente interesante: está muy enfermo. Me han dicho que tiene una angina de pecho y que estos últimos meses ha tenido dos ataques al corazón.

Von Papen siguió—. Es decir, que se trata de un militar prestigioso pero enfermo, que se dejará manejar. Si estáis seguros que le va a apetecer gobernar…

—No sé si se dejará manejar o no, pero más le vale —repuso Schellenberg—. Recuerdo que el mariscal ha necesitado alguna vez auxilio económico, y por algún sitio estarán las facturas. Si aun así no se deja aconsejar le podríamos recordar que ser dirigente de Alemania está siendo muy malo para la salud. Podría sufrir un agravamiento repentino.

Todos rieron.

—Bueno, creo que estamos de acuerdo —siguió el general—. Le ofrecemos el cargo de ¿canciller os parece bien? pero con la condición que sea solo una figura representativa y que nos deje hacer a nosotros. Podríamos ir Erich y yo dentro de un par de días, cuando las cosas se aquieten un poco. Si acepta, bien, si no, pensaremos en algún otro. También estamos de acuerdo en que nosotros nos repartimos el poder ¿No es así?

—En principio, de acuerdo —dijo el mariscal—. Pero tengo una objeción respecto al reparto ¿Significa que cada uno de nosotros tendrá un área en la que los demás no tendrán nada que decir?

—Es lo lógico ¿no? —dijo el ministro Von Papen.

—Ya he visto esa forma de trabajar —respondió Von Manstein— en el mar, cuando la Luftwaffe y la Kriegsmarine hacen la guerra por su cuenta. Si hacemos eso correremos hacia la derrota. Yo recomendaría algo más flexible. Propongo que cada uno tengamos un sector en el que influyamos, pero deberá escuchar a los otros dos, y las decisiones importantes deberán tomarse por consenso ¿Os parece? Además necesitaremos colaboradores con voz y voto. Por ejemplo, no creo que ninguno de los tres sepamos mucho de submarinos o de gestión de medios de comunicación.

Los otros dos aceptaron la propuesta. Luego se repartieron las áreas de influencia.

Schellenberg dijo—. Yo creo que las áreas básicas ya las sabemos. Eric —dijo dirigiéndose al mariscal— supongo que querrás encargarte del ejército y, por extensión, de las fuerzas armadas, aunque necesitarás aviadores y marinos para que te ayuden. Tú, Franz —dijo a Von Papen— eres un as en Asuntos Exteriores. Yo me quedo Inteligencia ¿Y el resto?

—¿Qué opinas tú? —preguntó el ministro al mariscal.

—No soy muy ducho en política. Yo podría quedarme con las Fuerzas Armadas, como ha dicho Walter, y os dejaría el resto a vosotros, aunque me gustaría tener alguna influencia en Armamentos. A Walter Inteligencia se le queda corto, y podría llevar muy bien Interior. Tú además de Exteriores podrías llevar también las regiones ocupadas, cultura, educación y demás.

—¿Y justicia? —preguntó Von Papen.

Schellenberg pensó un poco y repuso— Bueno, pero yo me quedo Economía y Armamentos.

—¿No es demasiado? —dijo Von Papen.

—Si te parece tú podrías incluir también Propaganda —le respondió Schellenberg al ministro—. De todas formas Economía tampoco es mi campo, pero creo que tengo a la persona idónea para ello.

—¿Quién? —preguntó Von Manstein.

—Speer, el antiguo arquitecto de Hitler. Todt lo arrinconó, pero está haciendo conmigo un trabajo excelente. Os propongo convertirlo en un superministro, que no dependa directamente de ninguno de los tres, pero que tampoco pueda fiscalizarnos a nosotros. Como una especie de ministro con cartera pero sin voz ¿Os parece?

Tras repartirse el poder Schellenberg presentó otro tema.
—Ya que me habéis encomendado Interior tengo el primer problema. El Partido Nazi ¿qué hacemos con él? Poder no podemos darle, pero no creo que sea conveniente disolverlo. Es demasiado popular.

—Se me ocurre una idea —dijo Von Papen— ¿No podríamos hacer algo parecido a Franco con Falange? Es decir, convertimos al Partido en algo institucional, integrado en el Estado, casi como una especie de funcionariado, o tal vez algo meritorio, del tipo de la Legión de Honor francesa. Sin poder real, pero con mucha pompa, uniformes fastuosos, exhibiciones fascinantes, desfiles, etcétera.

—No me parece mal —repuso Schellenberg. Voy a tener que buscar a algún ideólogo que justifique todo eso, porque yo no me veo escribiendo un tratado de filosofía política, y no creo que Rosenberg nos pueda ayudar.

Los tres rieron, pero Schellenberg volvió a ponerse serio—. Me parece bien que descafeinemos al Partido. Pero los nazis no son un grupo de boy scouts. Ya sabéis que están haciendo barbaridades ¿alguno habéis estado en Dachau? El mariscal ya ha visto lo que está pasando en Palestina, y lo que estaba preparando el gordo para Rusia ¿Qué hacemos con eso?

—Punto final, desde luego —dijo Von Manstein—. Ni invasión de Rusia, ni limpieza racial, ni zarandajas.

—Eso desde luego —dijo Schellenberg—. Pero ¿qué pasa con lo que ya han hecho? No lo podremos tapar por siempre. Podemos hacer dos cosas. Cerrar campos como Dachau, liquidar a los testigos y echar tierra al asunto, o hacerlo todo públicamente.

—Ninguna solución será buena —dijo Von Papen—. Aunque me atraiga la idea de liquidar a los asesinos sin contemplaciones, antes o después algo se filtrará. Pero un juicio público será aun peor. El prestigio de Alemania sufrirá enormemente, y hasta podríamos quedarnos sin aliados

—¿Y algo intermedio? —preguntó el mariscal—. Tenemos a los nazis que atrapamos anteayer. Los acusamos de matar a Goering, de conspirar con el enemigo, de meterse el dedo en la nariz, de hurgarse los dientes con un palillo o de algún otro crimen nefando. Organizamos un juicio público como los de Stalin en Moscú y los condenamos. A Kaltenbrunner —el mariscal aun no sabía que ya no estaba al alcance de la justicia humana—, Rosenberg y a algún otro habrá que ejecutarlos, pero a los demás podríamos ofrecerles un acuerdo: si colaboran y testifican lo que queramos saldrán del apuro con penas suaves.

—Eso no resuelve el problema de Dachau —dijo Schellenberg.

—Espera, que todavía no he terminado. Usamos el juicio público como pantalla, pero mientras purgamos el partido y la administración de indeseables. A muchos habrá que hacerlos desaparecer, ya me entendéis —los otros dos asintieron—, al resto, a su casa pero con la amenaza de un tiro en la nuca si se les ocurre estornudar. Lo mejor es que todo el mundo creerá que se trata de una lucha por el poder, y podremos quitarnos de encima cosas como las de Dachau o las de Palestina sin demasiado escándalo.

—Muy bien —asintió Von Papen.

—Por mí, perfecto —dijo Schellenberg—. Eric, ya que estamos de acuerdo le podrías decir al ayudante que nos está espiando desde la antesala que levante acta y nos entregue una copia a cada uno. Destruyendo el original, desde luego ¿Lo ha escuchado, teniente Von Hoesslin?

Por poco doy un taconazo y digo “a sus órdenes” mientras enrojecía hasta las raíces del pelo. Por suerte el mariscal se lo tomó a broma, abrió la puerta y me ordenó entrar. Comprendí que en lo sucesivo iba a tener acceso a los más profundos secretos del Reich.