Publicado: Lun Nov 17, 2014 11:23 am
por Domper
Aunque todos habíamos leído a Jünger, no había necesitado la lectura de “Tempestades de acero” para decidirme por la milicia, ya que la caballería era una tradición familiar desde el siglo XVII. Uno de mis antepasados había muerto en Höchstädt luchando contra Marlborough, lo que había convertido a los Churchill en enemigos familiares. Pero de Jünger aprendí que el tiempo difumina las experiencias, y sin un diario las vivencias se atenúan y se mezclan. Decidí tener mi propio diario el día que comenzó la guerra que tenía que poner a Alemania en el lugar de honor que merece entre las naciones. Ahora, en mi senectud, releyendo esas cuartillas recuerdo aquellos años terribles.

Las primeras hojas del diario las llené en las cortas horas de descanso entre jornada y jornada recorriendo las interminables praderas polacas. Apunté mis primeras experiencias bélicas en pobres establos o en aun más miserables cabañas, cuando con mi sección a caballo pisábamos los talones a los polacos que escapaban de nuestros Panzer. No piensen que eran unos cobardes: una y otra vez se volvían y se enfrentaban con su ridículo armamento a nuestros monstruos de acero. Cuando los mastodontes de acero nos adelantaban y cabalgaba entre nubes de polvo sentía al mismo tiempo dolor, porque la caballería ya no volvería a ser la misma, vergüenza al ver la inutilidad de mis afanes, y envidia de los tanquistas que eran la punta de lanza del ejército alemán.

En cuanto acabó la campaña solicité que se me admitiese en la escuela de tanques. No era agradable cambiar mi brioso corcel por máquinas frías que olían a aceite y gasolina. Pero los caballos iban a pasar al baúl de la historia junto con las cimitarras y las hachas de piedra. El futuro pertenecía a la máquina. Sin embargo mi formación como tanquista hizo que me perdiese las campañas de Noruega y de Francia, y temí que la guerra acabase sin poder llegar a disparar mi cañón contra Churchill. No hubiese debido preocuparme: la guerra llamó a mi puerta. Fui destinado al 33 Batallón de Reconocimiento de la 15ª Panzerdivisión, que iba a ser enviada a Libia. Allí conseguí dos medallas: mi Cruz de Caballero y las heridas que cambiarían mi vida.

Nunca podré olvidar esos días en el desierto. La 15ª Panzer, mi división, derrotó a los tanques ingleses en la batalla de Bardía, abriendo paso a la 7ª División Panzer, que se lanzó contra Egipto y cercó al ejército de O’Connor en Mersa Matruh. Para evitar que los ingleses se rehiciesen el general Rommel nos llamó de nuevo a los de la 15ª, que todavía estábamos recuperándonos de los combates. Mi grupo de reconocimiento había sufrido pocas bajas, y Rommel me lanzó en persecución de los británicos. Los coches blindados de mi compañía corrieron por la planicie pedregosa en paralelo a las columnas de camiones que escapaban por la carretera. Sobrepasamos el Alamein, donde encontramos las trincheras vacías que los australianos habían cavado pero que habían abandonado precipitadamente. No mucho más allá vimos el verdor del Delta del Nilo. El terreno cambió abruptamente de desiertos y arenales a campos de cereal cuajados de frutales y entrecruzados por canales.

Fue entonces cuando el general Rommel cambió el sentido del avance. Dejamos de perseguir a los ingleses, que se retiraban hacia su base naval de Alejandría, que estaba protegida por canales y lagos que harían muy difícil su conquista. Rommel pensaba que si conseguía cruzar el Nilo y avanzar hacia el Canal de Suez el Delta del Nilo caería por sí solo, sin necesidad de batallar en sus cenagales. Pero el Nilo era un obstáculo formidable que pocos puentes cruzaban. Los brandenburguer habían atacado alguno de ellos los días anteriores sin poder evitar que fuesen volados. Pero tal vez el enemigo no esperase que atacásemos los puentes de El Cairo.

Mientras nuestros panzer recorrían la carretera ribereña del Nilo, mi compañía de reconocimiento efectuó un rodeo por el desierto para llegar a la ciudad desde el oeste. Cuando cayó la noche me introduje en el dédalo de callejas, siempre hacia el este, hasta que llegamos al ferrocarril. La población nos aclamaba cuando veía que nuestros blindados llevaban la Balkenkreuz, y un joven oficial egipcio se ofreció a guiarnos hasta el puente del ferrocarril de Embaba. Era una gran construcción metálica, parte de la cual giraba sobre un pivote para dejar pasar las embarcaciones por el río. Con el mayor sigilo posible nos acercamos al puente, que estaba abierto, pero justo entonces el tramo giratorio viró y empezó a pasar un gran convoy militar. No lo pensé dos veces: me lancé detrás del último vagón y antes que la guardia supiese lo que estaba pasando había llegado al otro lado y mis soldados estaban desactivando las cargas explosivas. Durante horas los australianos nos atacaron, pero estábamos aferrados al puente y no consiguieron desalojarnos. A la mañana siguiente recibimos refuerzos y nuestros Panzer empezaron a cruzar el Nilo y a dirigirse hacia el Canal de Suez. Fue precisamente entonces cuando un morterazo me llenó de metralla la pierna izquierda.

Los cirujanos no pudieron hacer nada con el pie, y mi rodilla quedó anquilosada. Bastante tuve con salvar lo que me quedó de la extremidad. Aunque fui evacuado a Berlín para ser tratado por los mejores médicos, y los ortopedistas me fabricaron un pie artificial, mis días de campaña habían terminado.

Pero aun podía servir a la Patria en el Estado Mayor. Solicité un puesto en el OKW. Apenas me había instalado cuando me llamó el mariscal Von Manstein. Lo consideré un honor: el mariscal era un genio militar que había llevado a las armas alemanas de triunfo en triunfo. Su plan nos había permitido derrotar a los ejércitos enormes franceses e ingleses en Francia. Yo tuve el privilegio de luchar bajo sus órdenes en Egipto, y tras mi evacuación había conseguido otra gran victoria, derrotado a otro ejército británico en el Canal de Suez, conquistando Palestina y llegando hasta Bagdad. Ahora el Statthalter Goering había llamado a Von Manstein a Berlín. En el OKW todos especulábamos cual podría ser el siguiente objetivo, inclinándonos unos por un desembarco en Inglaterra y otros por la invasión de la India.

Entré en el despacho de mariscal ayudándome de un bastón.

—A sus órdenes, mi mariscal. Se presenta el primer teniente Von Hoesslin.

—Siéntese, teniente ¿qué tal se está recuperando?
—Estoy casi bien, mi mariscal.

—Me alegro. Siempre me ha gustado ver a los hijos siguen la tradición familiar ¿Sabe que conocí a su padre? Coincidimos en Curlandia en la 4ª de Caballería ¿Qué tal se encuentra?

—Regular, mi mariscal. Lleva muy mal lo de la silla de ruedas.

—No me extraña, con lo activo que era ¿Fue en el Argona donde lo hirieron, no? Y ahora le pasa lo mismo a su hijo. Una vieja familia de soldados sabe cuál es la cruz de la milicia, pero sufrirlo en las propias carnes… Sin embargo un joven oficial inteligente y valiente puede seguir sirviendo a su patria. Teniente, necesito un ayudante ¿se ha recuperado lo suficiente como para trabajar conmigo?

—Desde luego, mi mariscal.

—Los Von Hoesslin siempre dispuestos. Perfecto. Es del dominio público que no estoy en Berlín de vacaciones. No le puedo decir por ahora cual es mi misión, pero sí que necesito mantener reuniones periódicas con el general Schellenberg —al oír nombrarlo me estremecí, pues por Berlín corrían todo tipo de rumores sobre el personaje.

—Para esas reuniones —siguió el mariscal— necesito un ayudante. Su labor no solo será la organización de las reuniones, sino sobre todo mantener las actas, recogiendo todo lo que se discuta y se decida. Sin embargo no podrá tomar notas, porque al general Schellenberg le disgusta que quede constancia de lo que se ha dicho. Pero es un hombre muy ladino y quiero tenerlo por escrito todo lo que hayamos discutido. Así que tendrá que confiar en su memoria. Dentro de tres días voy a tener una reunión con él. Usted me acompañará.

No me costó demasiado adaptarme a la forma de trabajar de Von Manstein. Era un optimista incurable para el que no había tarea imposible, pero que también exigía optimismo a su personal. Odiaba oír “es imposible”, y quien quería ganárselo tenía que decir “es un problema muy difícil pero seguro que usted encuentra la solución”. También le disgustaba el papeleo, que encomendaba a sus ayudantes, y esperaba que no se le molestase con minucias.

Me ocupé de ajustar la agenda del mariscal y de pedir un coche oficial, y le acompañé a la primera cita. El general Schellenberg no solo no tenía cuernos y rabo sino que era una persona muy agradable. Tal vez demasiado: menos mal que el mariscal me había prevenido y conseguí no caer en sus redes. La reunión más que una conferencia pareció una charla de sobremesa. Lo curioso es que no se habló para nada de nuestros enemigos, sino de las medidas necesarias para controlar Berlín ante cualquier intentona golpista. En la reunión se decidió la creación de una unidad especial, la división de instrucción de Berlín, que agruparía las formaciones del ejército, de la marina, de la aviación y de la policía de la capital. La nueva división iba a consistir tan solo en un pequeño núcleo de oficiales, ya que en teoría su misión sería únicamente simplificar el mantenimiento de las unidades militares estacionadas en Berlín. Pero su misión real debía ser el control de la ciudad en momentos de crisis.

Me llamó la atención que se dotase de tanto poder a una unidad militar, que iba a mandar el general Von Knobelsdorff. No entendía tampoco que una unidad tan poderosa estuviese las órdenes directas del mariscal, que no formaba parte de la cadena de mando, aunque nominalmente estuviese subordinada al OKW. Pero comprendí la sabiduría de la medida cuando llegaron los cuatro días de Julio.

El día 23 recibí una llamada: debía presentarme urgentemente en el Bendlerblock, sede del OKW. Al llegar me dijeron que Kaltenbrunner, un antiguo SS que había sido seguidor de Himmler, estaba intentando hacerse con el poder con la ayuda de varios militares de alto rango. Corría el rumor que habían matado a Goering pero me aseguraron que no era cierto. Mi misión debía ser asegurar las comunicaciones entre la división de instrucción, el OKW y la sede de la RHSA. Como Von Knobelsdorff era un militar muy competente la división ocupó sus objetivos en un abrir y cerrar de ojos: cuando los golpistas entraron en los ministerios se encontraron con militares y policías que los detuvieron.

Sin embargo Von Manstein y Schellenberg decidieron que los ministerios siguiesen bajo vigilancia hasta que la situación se calmase. Tuve que quedarme día y noche en el Bendlerblock, comiendo de pie y sin apenas descanso. Un par de días después parecía que todo estaba tranquilo e intenté dar una cabezada. Apenas me había tumbado en un sillón de la sala de banderas cuando notó que me zarandeaban.

—Teniente, el mariscal Von Manstein le reclama. Es urgente.

Como un sonámbulo me acerqué a su despacho, pero me despejé cuando vi que el mariscal y el general estaban de nuevo reunidos. El mariscal me dijo:

—Teniente, debe localizar urgentemente al general Von Knobelsdorff.

No me costó demasiado: también estaba intentando descansar un poco. Le acompañé hasta el despacho del mariscal, que me pidió que me quedase: aunque no me dijo nada sabía que iba a tener que memorizar todo lo que se ocurriese.

—General —dijo Von Manstein a Von Knobelsdorff—, debe alertar inmediatamente su división. Se va a declarar el estado de sitio en la capital

—¿Qué ha ocurrido?

—Algo terrible. El Statthalter Goering ha sido asesinado en Jerusalén.

—¿Cómo? —el general había perdido su compostura de militar, y yo mismo no podía contener mi asombro.

—Como ha escuchado. Han asesinado al Statthalter.

—¿Se ha confirmado la noticia? ¿Cómo ha podido ocurrir?

—Por desgracia se ha confirmado la muerte de Goering, aunque todavía no conocemos todos los detalles. Pero no podemos esperar. Ya conoce su misión: debe asegurar los ministerios y las comunicaciones. Despliegue a sus hombres en los principales cruces y establezca controles en las autopistas y en la circunvalación. Solo podrán circular quienes puedan mostrar pases que lleven mi firma, la del general Schellenberg o la del coronel Nebe. Pero no se exceda en sus funciones: no quiero que sus tropas abran fuego salvo si es imprescindible. Puede retirarse.

Las unidades militares ya estaban en sus puestos, y en muy poco tiempo Berlín pasó a ser una ciudad ocupada.