Publicado: Jue Oct 23, 2014 9:16 pm
por Domper
Cenizas

Once de la mañana

La comitiva del rey Jorge VI, en la que estaban el Primer Ministro Churchill y el general Alan Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial, recorría las abrasadas calles de Sheffield.

Los barrios nuevos de la ciudad apenas habían sufrido daños. No quedaban cristales y muchos tejados estaban agujereados, pero solo algunas casas habían ardido. Sin embargo el olor a carne quemada oprimía la ciudad, y cenizas negras caían como lluvia.

A medida que se acercaban al centro el calor aumentaba y había más edificios derrumbados. En algunos de ellos seguían ardiendo los rescoldos, que los bomberos intentaban apagar. La comitiva del rey cruzó el río Don, y empezó a comprender el horror que había dominado la ciudad la noche anterior. Más allá del puente todo había ardido. Solo quedaban fachadas ennegrecidas de los edificios. El asfalto de las calles se había fundido y tuvieron que esquivar una figura carbonizada atrapada en el asfalto que parecía un muñeco de juguete. Los bomberos extendían largas mangueras con las que lanzaban chorros de agua que al caer sobre las ruinas candentes levantaban nubes de vapor. Más allá de los restos carbonizados de las casas se alzaban los esqueletos de las torres de la que había sido una magnífica catedral gótica.

Un hombre tiznado de hollín y con un casco que lo identificaba como un vigilante de la ARP (Air Raid Precautions) se plantó ante la comitiva.

—No se puede seguir adelante. Los sótanos todavía arden y hay peligro de derrumbamientos.

—¿No podemos llegar hasta la catedral? —preguntó el rey con voz desmayada.

El vigilante lo reconoció y saludó, primero llevándose la mano al casco y luego con una reverencia, aunque sin permitirles el paso—. Lo siento, Majestad, pero aun no nos hemos podido adentrar. En esa zona las temperaturas son tan altas que las ropas pueden arder espontáneamente. Estamos intentando enfriarla —dijo señalando las nubes de vapor negruzco que producía el agua de las mangueras al evaporarse.

—¿Ha habido muchas víctimas? —preguntó el rey.

El vigilante inclinó la cabeza y luego respondió, mirando hacia un bloque de ruinas ennegrecidas—. No sabemos cuantas todavía pero han sido muchas. Miles. Si su majestad quiere acompañarme…

La comitiva se acercó al bloque y el vigilante señaló una puerta—. Allí había un refugio antiaéreo. Hemos contado noventa cadáveres.

—¡Dios mío! —dijo el monarca.

El rey volvió a los barrios modernos, menos afectados, y se acercó primero a un hospital, donde pudo ver salas enteras llenas de heridos con graves quemaduras. Luego visitó un centro de acogida a refugiados, en el que se agolpaban miles de personas. El rey escuchó sus relatos sobre la terrible noche. Palabras que hablaban de humos venenosos que mataban a la gente, de chorros de llamas en los que las personas ardían como pavesas, de vientos huracanados que lanzaban a los niños hacia las llamas rugientes. Tras intentar consolarles y prometerles ayuda, se acercó a un campo de fútbol convertido en improvisada morgue. No pudo reprimir las lágrimas tras ver las larguísimas hileras de cadáveres. Un sacerdote ofició un corto servicio, y luego el rey y sus acompañantes se retiraron a un palacete victoriano cercano, en el que se sirvió una comida fría. Pero el olor a quemado lo invadía todo, y nadie probó nada. Finalmente el rey ordenó de que entregasen los alimentos a los refugiados y se dirigió a su vehículo. El Primer Ministro lo acompañaba, pero el rey parecía perdido en sus pensamientos. Solo al subir en el Rolls le dijo a Churchill:

—Primer Ministro, esto no puede seguir así —y cerró la puerta.

Churchill pidió al general Brooke que subiese a su coche y partieron hacia Londres.

—Alan ¿cómo ha podido ocurrir?

—Primer Ministro, parece que los alemanes han perfeccionado su técnica de bombardeo.

—¿Puede volver a pasar?

—Desde luego. Todas las ciudades inglesas están amenazadas.

—El rey ha dicho que esto no puede seguir así, y estoy de acuerdo. Nuestra patria no podrá soportar muchos bombardeos más como este.

—Nuestros cazas nocturnos hacen lo que pueden, pero el ataque de la noche pasada estaba muy bien planificado y…

—Calle, general —dijo Churchill—. La única forma de contener el horror es llevar la guerra a su casa. Hasta ahora solo estamos respondiendo ante las acometidas alemanas. Vamos a cambiar. Seremos nosotros los que ataquemos.

—¿Dónde? —preguntó el general, que se preparaba para escuchar otro de los fantasiosos planes del Primer Ministro.

—¿Cuál es el miembro más débil de la alianza enemiga? No hace falta que responda: es España. Atacaremos en España, destruiremos el régimen de Franco y arrebataremos a los alemanes los puertos del Atlántico. Así Goering tendrá que retirar sus bombarderos de Francia y los tendrá que llevar a los Pirineos.

—Primer Ministro, no tenemos suficientes medios de desembarco como para garantizar un asalto exitoso. En Canarias estuvimos cerca del desastre, y solo nos enfrentábamos a una brigada —dijo el general.

—¿Quién ha dicho nada de desembarcar en una playa? Wellington nos marcó el camino. Desembarcaremos en Lisboa y Oporto y atacaremos España desde Portugal.

—¿Estará de acuerdo el gobierno portugués?

—No lo vamos a consultar. Portugal está ligado a nosotros por el Tratado de Windsor, que ya he invocado, y está obligado a prestarnos ayuda. No avisaremos a los portugueses hasta el último momento. Le ordeno que prepare un cuerpo expedicionario para desembarcar en Lisboa.