Publicado: Lun Oct 20, 2014 12:58 pm
por Domper
Capítulo 36. Triunfo

Hasta el final


25 de Julio de 1941. Madrugada

Un hombre puede aceptar intelectualmente que ha llegado a su fin, y considerar que su sacrificio es necesario en bien de su patria. Pero las células de su cuerpo, sus neuronas, sus genes, no aceptan la inmolación, y se rebelan con todas sus fuerzas contra la extinción definitiva.

El teniente O’Flaherty estaba viviendo ese momento. Apostado detrás de una roca, sentía que la vida se le escapaba por la herida en el abdomen. Pero se aferraba a su ametralladora Bren, intentando comprar con su vida unos minutos de tiempo para sus hombres.

Cuando al atardecer se retiraron los aviones, la patrulla de comandos se puso en pie para seguir escapando, pero entonces un reflejo delató que en lo alto de un cerro próximo alguien vigilaba con prismáticos. Tuvieron que permanecer a cubierto y no pudieron emprender la marcha hasta que fue noche cerrada. En oscuridad casi absoluta los comandos tuvieron que encontrar su ruta mediante la brújula, ya que la mísera franja de luna creciente no llegaba a iluminar los barrancos y las montañas de Judea. Con tan escasa luz era imposible encontrar caminos, y tuvieron que seguir arrastrándose hacia el sur, procurando no tropezar ni hacer ruidos delatores.

Dos horas después los hombres, que llevaban tres noches seguidas de marcha, estaban agotados. Habían acabado las reservas de agua y el teniente comprendió que si no encontraban nada para beber estaban perdidos. Pero en verano no había arroyos en Palestina, y solo se podía encontrar agua en los pozos de los pueblos.

Los comandos descendieron a un barranco y subieron por la ladera opuesta, donde se hallaba un poblado que según el mapa se llamaba Um Burj. Ocho hombres tomaron posiciones en las afueras, mientras otros cuatro se adentraban en el pequeño caserío. Pero de repente se escucharon dos chasquidos secos, y uno de los soldados se desplomó: uno de los lugareños, pretendiendo conseguir la gran recompensa ofrecida por los alemanes, le había disparado con una escopeta.

O’Flaherty vio con horror como un comando vaciaba su Thompson contra la casucha, mientras otro lanzaba una bomba de mano por la ventana. No hubo más disparos, pero el estampido de la explosión de la granada acabó con cualquier disimulo.

El teniente corrió para comprobar el estado del herido, y vio que las heridas no le permitirían andar. Ordenó arrastrarlo hasta las afueras y que se le proporcionase munición, para que al menos pudiese defenderse de los árabes. Luego ordenó al resto de los hombres que lo siguiesen y, a pesar de la sed y la fatiga, corrió en dirección sur, intentando alejarse lo más posible de la aldea. Durante dos horas marcharon a oscuras, tropezando y cayendo, mientras oían a sus espaldas a los perseguidores. Al poco oyeron un tiroteo que acabó con varias explosiones, y el teniente supo que el herido ya no sufriría más.

Al descender de un cerro llegaron a unos campos recientemente segados por los que la marcha era más fácil. Entonces vieron los faros de un coche que pasó de largo: habían llegado a la carretera entre Ascalón y Hebrón. En ese punto hubiesen debido dirigirse hacia la costa, pero al teniente le pareció que los perseguidores estaban demasiado cerca. Para distanciarse decidió seguir una hora más hacia el sur.

Aprovechando la oscuridad inspeccionaron la carretera, una estrecha pista de grava, que no parecía vigilada, pero que estaba rodeada de campos recién segados que no ofrecían protección. Los comandos se arrastraron hasta el borde de los campos y los cruzaron con el mayor sigilo. Se arrastraron por la pista, pero encontraron al otro lado un barranco seco. Saltaron al cauce y treparon por el otro margen. Ya pocos metros les separaban del otro lado, cuando oyeron el ruido sordo que producía una bengala al ser disparada.

La mayoría de los comandos se quedaron petrificados: bajo la vacilante luz de la bengala una figura inmóvil se confundía con el terreno. Pero uno de los soldados, tan fatigado y deshidratado que no pensaba con claridad, se echó cuerpo a tierra. Entonces una ametralladora ladró, y varios de los comandos cayeron.

El teniente notó un golpe en el costado pero no notó ningún dolor. Se echó al suelo y con sus últimas energías se arrastró hacia los cerros y empezó a ascender. Mientras otras bengalas iluminaban el barranco y la ametralladora seguía disparando. Algunos ingleses devolvieron el fuego sin conseguir acallar al arma automática. O’Flaherty se encontró con tres de sus soldados.

—Teniente, está herido.

O’Flaherty se llevó la mano al costado y notó algo húmedo—. No es nada. Sigamos.

Pero al intentar levantarse notó todo el costado entumecido y se derrumbó.

—No voy a poder seguir. Dejadme la ametralladora, que yo os cubriré.

Una nueva bengala se elevó, descubriendo a dos comandos más que intentaban llegar al cerro. Las armas tabletearon y los dos cayeron.

—No vendrá nadie más. Iros.
—No le vamos a dejar , mi teniente.
A pesar de las protestas de O’Flaherty, uno de los comandos empezó a escarbar con las manos y la culata de su subfusil hasta conseguir excavar un pequeño hueco, al que arrastró al oficial.

—Ahí estará más proteg… —sonó una ráfaga y el soldado cayó.

El teniente se volvió y disparó a su vez contra la oscuridad, oyendo un grito.

—Largaos inmediatamente. Es una orden.

Los dos comandos supervivientes escaparon. El teniente esperó, pero nadie más intentó acercarse por la noche. Poco después empezó a clarear. O’Flaherty vio los cuerpos de sus hombres extendidos por el campo, y una hilera de soldados que se acercaba. Pero cuando estaban a punto de llegar al lugar de la emboscada sonó una ráfaga de subfusil y varios de los enemigos cayeron: algún comando se había refugiado en el barranco seco.

A la luz del amanecer el teniente vio que los enemigos llevaban uniformes italianos, y que estaban trajinando en algo. Poco después empezaron a caer las bombas de mortero. El comando del barranco estaba bien protegido, pero no lo estaba el teniente y pronto notó un dolor abrasador en la pierna cuando un fragmento de metralla se la atravesó. Pero reprimió el dolor para no descubrirse.

Las bombas siguieron cayendo, y los italianos volvieron al ataque, corriendo a trechos mientras el resto hacía fuego de cobertura. El comando del barranco respondía al fuego intermitentemente, pero los atacantes se acercaban cada vez más. O’Flaherty pensó que era su momento: se incorporó y empezó a descargar su Bren. Un italiano cayó, pero el resto se dispersaron. Siguieron acercándose al barranco, y finalmente cayó en él una lluvia de bombas de mano.

El mortero, mientras, comenzó a disparar otra vez contra el cerro. El teniente se resguardó cuanto pudo hasta ver que los soldados los italianos se acercaban a su posición. Entonces se incorporó para disparar, justo cuando una bomba estalló a menos de dos metros.