Publicado: Lun Abr 14, 2014 7:26 pm
por Domper
Capítulo 16. Preparados…

Visita de estado


27 de Abril de 1941

La guardia de honor formó en el andén, mientras una banda de música atacaba la Marsellesa. Lucien Romier, Ministro de Estado francés, descendió del tren oficial mientras el Ministro de Asuntos Exteriores alemán, Von Papen, se adelantaba para estrecharle la mano. La banda tocó el Deustchland uber Alles. El himno de la monarquía, con cuyas notas tantos jóvenes habían marchado hacia la muerte durante la anterior guerra. Von Papen pensó que las solemnes notas del viejo himno recordarían a su visitante francés que la fuerza de Alemania no estaba en una cancioncilla revolucionaria sino en la tradición y el valor de sus soldados. El ministro sabía que aunque el Mariscal Pétain había cesado al Almirante Darlan como Primer ministro, nombrando en su lugar al proalemán Pierre Laval, había conseguido imponer a Lucien Romier como Ministro de Estado. Romier, antiguo periodista, hacía gala de hostilidad hacia el enemigo sempiterno de Francia, Alemania, y aconsejaba a Pétain mantener una postura de estricta neutralidad.

Tras los saludos de rigor la delegación francesa subió a los coches que los llevarían a sus aposentos en la embajada francesa. Romier había declinado el ofrecimiento del palacio Bellevue prefiriendo alojarse en ese trocito de Francia trasplantado a Berlín. Von Papen pensó que esos gestos de orgullo mostraban en realidad la debilidad de la posición francesa ¿Romier no quería dormir en un palacio alemán? Igual daba, mientras bailase al son de la música berlinesa.

Von Papen se dirigió al Ministerio para preparar la conferencia que se iba a celebrar por la tarde. No necesitó ningún documento, porque los problemas de Extremo Oriente le preocupaban cada día más.

En Asia el problema era Japón. El País del Sol Naciente había experimentado durante el siglo anterior una transición acelerada de la Edad Media a la industrialización. En su afán imitador habían copiado no solo los métodos productivos y militares occidentales, sino hasta sus ropas. A Von Papen le costaba retener la sonrisa cada vez que veía al embajador japonés. El hombrecillo parecía una figura de vodevil, enfundado en un frac y tocado con una chistera que había pasado de moda en Europa hacía veinte años.

Pero Von Papen intentaba no dejarse engañar. Porque Japón había adoptado las máquinas, los fusiles o la moda occidental, pero no el alma de la cultura europea. La política japonesa seguía siendo feudal, solo que había sustituido al Shogun y los daimios por una camarilla de militares e industriales con la extravagante idea que Nipón necesitaba masacrar a millares de chinos para agradar a su divino emperador. Si por lo menos lo hubiesen hecho bien. Pero tras provocar una guerra con China, ni siquiera habían conseguido vencer a una nación atrapada en la corrupción y la anarquía. Su ejército llevaba años peleando en China, y siempre prometía la victoria para el año que viene.

Ahora a esa camarilla de incompetentes le había dado por creer que sus problemas en China eran culpa de los demás. Von Papen no podía entender el retorcido razonamiento que llevaba a los japoneses a creer que atacando a más vecinos sus problemas se resolverían. Si dependiese de él, los sentaría en un aula y les haría escribir cien veces “si Japón no puede con China sola, menos podrá contra China y sus aliados”. Ls rusos lo habían demostrado con el soberano repaso que les habían dado a los nipones en Manchuria un par de años antes.

Pero en Tokio entendieron la lección de Manchuria al revés y ahora pensaban que la culpa de que su ofensiva en China estuviese empantanada era de los pocos cañones que los americanos estaban vendiendo a los chinos. Von Papen hubiese enviado a las Kuriles a todos esos generalotes incompetentes que pensaban que las guerras se ganaban con poemas inspiradores y ataques frontales, y los hubiese sustituido por algún marisca alemán. Y hubiese dejado que los americanos vendiesen a los chinos unas pocas armas anticuadas que ni siquiera sabían manejar. Todo antes que molestar a los americanos.

Porque Von Papen cada vez estaba más convencido de que el peor enemigo de Alemania no era el pasmarote de Churchill, cuyos patéticos ejércitos solo servían para proporcionar victorias a Alemania, sino Roosevelt. Ese tullido odiaba a Alemania y su principal objetivo era derribarla. Sus maquinaciones habían estado detrás de la crisis yugoslava, y alentaba a Churchill a resistir, regalándole todas esas armas que la industria inglesa no podía fabricar. Pero eso no bastaría para salvar a Gran Bretaña, y Roosevelt quería que hubiese guerra. Pero los votantes norteamericanos preferían su Bourbon, sus clubs de Jazz y sus lavadoras eléctricas al barro de las trincheras. Por eso Roosevelt buscaba crear algún incidente. No solo sus entregas de armamento eran un acto hostil que hubiese justificado una declaración de guerra, sino que su marina cada vez era más agresiva escoltando a los mercantes ingleses que navegaban hacia Inglaterra cargados de armamento. Había sido preciso dar órdenes terminantes a Doenitz para evitar incidentes, pero eso estaba haciendo mucho más difícil la vida a los submarinistas alemanes. Pero Von Papen sabía que uno de los principales objetivos de la diplomacia alemana tenía que ser evitar un enfrentamiento con los norteamericanos. Por lo menos, por ahora. Algunos alemanes despreciaban a los amis, como decían. Pensaban que eran malos soldados y que solo sabían fabricar chucherías. Von Papen pensaba que no había nada más atrevido que la ignorancia. Durante la anterior guerra las fábricas norteamericanas se habían puesto a fabricar aviones y tanques de un día para otro, y sus soldados resultaron tan valientes como los que más. Además la capacidad industrial estadounidense era por lo menso el triple que la alemana, y tenían todas las materias primas que pudiesen soñar. Mejor era no dar pretextos a Roosevelt. Nada de telegramas Zimmerman.

Pero esos inútiles japoneses se estaban prestando al juego de Roosevelt. Japón dependía de Norteamérica en todo: de ahí obtenía su petróleo y sus materias primas, los créditos para comprarlas y los barcos para transportarlas. Lo sensato hubiese sido tratar a los americanos con pinzas, pero habían preferido los trompazos. Las tropelías en China estaban enfadando cada vez más a los estadounidenses, que se creían custodios de los pueblos amenazados por los imperialistas, siempre que esos imperialistas no fuesen anglosajones, claro. Luego los nipones metieron la bota en Indochina, olvidando el romance entre franceses y americanos que databa de su Guerra de Independencia. Que más quería Roosevelt. Con esos pretextos que tan amablemente le habían suministrado desde Tokio se dedicó a asfixiar la economía japonesa, cortando el crédito, inmovilizando los activos financieros, prohibiendo la importación de materias primas y, finalmente, de petróleo. Los orgullosos nipones habían respondido con bravuconadas y amenazas, y Von Papen se temía que hiciesen alguna tontería que les llevase a la guerra.

La visita del ministro francés serviría para matar a dos pájaros de un tiro.