Publicado: Mar Abr 08, 2014 12:22 am
por Domper
Capítulo 15. Compás de espera

Guerra pequeña


11 de Abril de 1941

Ni el tiempo era bueno en esa maldita ciudad.

Cuando el general Noel Irwin fue nombrado gobernador militar de Gran Canaria se imaginó que iban a ser unas vacaciones. Un destino exótico en una isla casi tropical, con temperatura cálida, bellos paisajes, mejor comida y alcohol barato. La verdad es que todo eso era cierto. Pero alguien se había olvidado de decirle que en la condenada Las Palmas de Gran Canaria no hacía calor sino bochorno, con una humedad agobiante, el cielo siempre gris y una llovizna persistente.

Los paisajes pues sí, muy bonitos. Montañas negras cubiertas de densa vegetación, acantilados, pequeños pueblos blancos, terrazas de cultivo en lugares imposibles. Nada más llegar, aconsejado por uno de los nativos, había subido a lo alto de la isla para ver lo que algún escritor español había llamado la “tempestad petrificada”. Desde luego que lo era, un caos de picos y gargantas, como los que quedan al remover un puré denso. El general sin embargo recordaba de aquel viaje no tanto los paisajes sino la horrible carretera llena de curvas y baches. Tampoco importaba porque no iba a volver al lugar, ya que desplazarse por el interior de la isla era demasiado peligroso.

La Operación Pilgrim tenía que ser un paseo militar. La guarnición española era pequeña y sus armas eran anticuadas, por lo que costaría muy poco derrotarla. Luego la población de la isla, liberada del control férreo de los militares, aplaudiría a los ingleses como libertadores. Como los canarios siempre habían tenido buenas relaciones con el Reino Unido, el Gabinete había pensado en independizar las islas, bajo la tutela británica, claro, para lo cual Irwin había recibido instrucciones secretas. Por eso no se había incluido en la fuerza de invasión a exiliados españoles.

Pero todo había salido al revés. Primero, que esos condenados Dons se habían aferrado al terreno con tenacidad digna de mejor causa. Tras duros combates se había conseguido entrar en la capital, pero los españoles se había apostado en La Isleta, una península volcánica que dominaba el puerto. Reducirlos había sido algo parecido a Gallipoli y la parte nueva de la ciudad había quedado arrasada.

Eso hubiese debido ser el final de la campaña, pero no. Parte de la guarnición había escapado al interior de la isla y, en lugar de rendirse, como hubiese hecho cualquier ejército civilizado, se habían “echado pal monte”, y se habían escondido en las fragosidades de la isla.

En la capital tampoco habían ido mejor las cosas. Al llegar las primeras tropas inglesas habían surgido comités antifascistas que se habían ofrecido para gobernar la capital, tarea que los ingleses estuvieron encantados de cederles. Pero esos comités en lugar de solucionar las penurias sufridas por la población se habían dedicado a perseguir a sus enemigos políticos. Mientras se combatía en La Isleta Irwin había escuchado tiroteos por las noches, que pensó que se debían a infiltrados, pero no, los comités se habían dedicado a hacer “sacas”, es decir, a tomar grupos de presos, llevarlos al cementerio y fusilarlos. Demasiado tarde se descubrió que entre esos presos, además de fascistas, estaban los burgueses probritánicos, por lo que la burguesía canaria ahora les odiaba con toda su alma.

Posteriormente los comités trasladaron sus “actividades” al interior a medida que los británicos lo iban controlando. Se organizaron “patrullas volantes” que llegaban a las aldeas, detenían al alcalde fascista, a los franquistas más significados y al cura, y los mataban y lo stiraban a algún barranco. Eso cuando podían encontrarlos, porque pronto escaparon a los montes. Para Irwin, escaso de tropas, resultó imposible detener las actividades de esas patrullas. Pero no hizo falta, los españoles se ocuparon de ello.

Los primeros días apenas hubo problemas. Algún disparo aislado, algún petardo, cortes de teléfono. Posteriormente supo que los soldados españoles huidos habían estado muy ocupados trasladando las municiones que habían conservado y los proyectiles de la artillería de costa sin usar a escondites en la montaña. Fue en esos días de calma aparente en los que el general recorrió la isla y descubrió el caótico relieve de su interior.

El primer incidente grave se produjo cuando los miembros de una “patrulla volante” aparecieron colgados de los postes de teléfono a las afueras de la capital. Otras dos patrullas desaparecieron, y enseguida los comités se negaron a subir a la montaña sin escolta inglesa. Unos días después fue una patrulla inglesa la que tuvo varios muertos cuando una gran bomba estalló al paso de un camión. Otra bomba reventó la casa en la que estaba reunido el comité antifascista en Telde, una localidad cercana a la costa.

La resistencia rápidamente se organizó. Los guerrilleros se hicieron con el control de las localidades de la montaña, y los pocos informadores de los que disponían los ingleses desaparecieron. Los pueblerinos actuaban como espías para los rebeldes y los curas como propagandistas. Apenas un mes tras la invasión llevaron al despacho de Irwin un panfleto llamado “Catecismo Patriótico” que decía:

“¿Quién es el enemigo de nuestra felicidad? El demonio con sus artes ¿Y quién es el demonio? El enemigo de los buenos cristianos españoles ¿Y quien es el Demonio? Es el jefe de los ingleses ¿Es pecado matar a un inglés? No, antes se gana el cielo porque son herejes enemigos de la Religión Católica.”

Los ridículos argumentos del folleto hubiesen sido divertidos si no fuese porque en el interior comenzó la caza al inglés. Los ataques y emboscadas se sucedieron, y pronto las tropas británicas solo se arriesgaban a salir de día y en patrullas reforzadas. Irwin ordenó ejecutar a varios prisioneros como escarmiento, pero con ello tocó la fibra sanguinaria española. Un par de día después los resistentes asaltaron un burdel usado por los soldados británicos. Los prisioneros fueron degollados, salvo uno al que se le entregó una nota destinada al general inglés amenazando con peores represalias si los británicos cometían nuevos crímenes.

La situación siguió deteriorándose y hasta las patrullas reforzadas comenzaron a tener problemas: sus tropas descubrieron por qué los españoles habían inventado la palabra “guerrilla”. Las impresionantes montañas estaban llenas de cuevas y veredas que los españoles conocían como la palma de su mano, y las guerrillas se esfumaban tras atacarles. Además los españoles adoptaron varias tácticas, cada cual más perniciosa. Primero fue el “tanguillo de Pepe”: unos pocos francotiradores se apostaban en las montañas cerca de las abominaciones pedregosas que los españoles llamaban carreteras y cuando pasaba una patrulla, uno de ellos disparaba. La patrulla se desplegaba para dar caza al tirador… cuando otro disparaba desde otro lugar, y así sucesivamente. Lo llamaban “tanguillo” porque hacían bailar a los ingleses. El tal Pepe era el líder de la guerrilla, que estaba resultando un puto genio militar.

Peor para la moral fue cuando la guerrilla tomó como objetivo el primer hombre de las patrullas. Mediante francotiradores, trampas o bombas, el objetivo fue matar al primer hombre de cada patrulla. Los soldados ingleses pronto supieron que encabezar la formación era jugar a la ruleta rusa.

Pero eso no había sido tan malo como lo de las bombas. Entre los insurgentes había un tipo, al que llamaban el “artista”, que era un genio diseñando trampas explosivas. Podían ser tan simples como un cartucho de Mauser metido en una caña enterrada en un camino: al pisillo se disparaba y le volaba el pie al desgraciado que lo hiciese. Otras veces eran cables tendidos a ras de suelo que activaban bombas de mano. O grandes cargas explosivas que derrumbaban media montaña sobre los caminos. O bombas escondidas en las barricadas. Otras veces eran más diabólicas. Una patrulla se encontró un foso lleno de lanzas, pero al saltarlo se encontraron con un cable que hizo estallar un proyectil de artillería colgado de un árbol. También aparecieron banderas fascistas conectadas a bombas, por lo que solo se acercaban a ellas con grandes precauciones, y las arrancaban con cuerdas… hasta que un zapador, intentando atar una bandera, fue despedazado por una mina situado a unos pocos metros. Una compañía de los Royal Welsh fue casi destruida en una emboscada: estaba patrullando la carretera costera cuando pocos insurgentes empezaron a disparar. Los galeses, pensando que se trataba otra vez del “tanguillo”, se dispersaron y se refugiaron en las cunetas, para descubrir que estaban llenas de bombas que los españoles hicieron estallar a distancia.

La población del interior ayudaba descaradamente al enemigo. Recibieron la orden de construir barricadas en las carreteras, que podrían tener minas o no. Informaban del paso de los ingleses mediante un código de silbidos que se oían a gran distancia. Cuando los británicos intentaron usar guías locales, estos siempre se perdían o, peor aun, metían a las patrullas en campos minados a costa de sus miserables vidas. Los ingleses descubrieron que los guerrilleros usaban burros y mulos para moverse por las montañas, pero cuando intentaron incautar los de los campesinos para hacer lo mismo, las bestias desaparecían, o las que encontraban eran animales enfermos con los cascos dañados.

Al final sus hombres odiaban el servicio de patrullas. Salían lo menos posible y volvían sin terminar el recorrido asignado, mintiendo sobre lo que habían visto. En los pueblos se comportaban como bandoleros, descargando su odio en los aldeanos, que se lo devolvían con creces. Había leído que en la Guerra Peninsular los soldados franceses solo controlaban el suelo que pisaban. Ahora los entendía.

Irwin reclamó más tropas para controlar la insurrección, pero la crisis en Egipto reclamó todos los refuerzos. Peor aun, recibió la orden de enviar a sus soldados veteranos a Oriente, siendo sustituidos por un par brigadas de canadienses respondones e indisciplinados. Intentar controlar un cuarto de millón de almas con dos brigadas es como techar con papel de seda, y el dominio británico se redujo a la capital y a la franja costera oriental de la isla. Al menos esa zona, casi llana, resultaba difícil para las guerrillas.

Finalmente su oficial de Inteligencia había conseguido datos de algunos de sus eran sus enemigos rebuscando en los archivos capturados e interrogando a los insurgentes capturados.

“Comandante José Payeras Alsina, apodado Pepe. Había iniciado su carrera militar en Marruecos combatiendo con los rifeños. En la Guerra Civil mandó milicias de Falange, consiguiendo la Medalla Militar Individual, una condecoración casi equivalente a la Victoria Cross. Tras la guerra fue enviado a su Mallorca natal pero había pedido destino voluntario en Canarias al conocerse la amenaza inglesa. Capturado en la Isleta, escapó mientras se le conducía hacia el campo de prisioneros. Había tomado el mando de los soldados españoles del interior. Extremadamente valiente pero también muy inteligente. Admirado por sus hombres.”

“Teniente José Luis Aramburu Topete, apodado Artista. Estudiante de Ingeniería de Minas, se presentó voluntario en el bando franquista en 1936. Tras la guerra había estudiado en la Academia de Ingenieros. Experto en demoliciones, explosivos y minas terrestres. De guarnición en Arinaga había escapado al interior tras el desembarco en Gando. Durante la primera semana había organizado el transporte de los proyectiles de artillería costera a escondites del interior.”

Esos eran su Pepe y su Artista. Que estarían escondidos en algún rincón de esa pesadilla de montañas y barrancos que llamaban isla. Iba a necesitar más soldados si quería sacarlos de sus agujeros.

El general Irwin solo acertaba en parte. El Artista estaba en un agujero, pero no en las montañas. El casi abandono de la isla por los ingleses había permitido la recepción de armas y de explosivos transportados por aviones y submarinos. Junto con Payeras habían decidido lanzar un gran ataque contra la guarnición inglesa que sería precedido por una cadena de atentados. Usando la red de alcantarillado habían trasladado grandes cantidades de explosivos bajo los principales edificios ocupados por los británicos. Los sótanos del Gobierno Civil, el edificio decimonónico convertido en cuartel general inglés, albergaban ahora una tonelada de Gelignita.

Mientras Irwin miraba por la ventana hacia las montañas la mecha lenta terminó de arder. Lo último que vio el general fue un destello de luz blanca.