Publicado: Lun Mar 03, 2014 12:31 pm
por Domper
A la carga

12 de Septiembre de 1940

¿Cómo era el dicho? Ah, sí, “los españoles, por mar, que por tierra, que San Jorge nos proteja”. El dicho tenía mucha razón, pensaba el Capitán William Johnston de los Royal Marines. Antes del desembarco bromeaban sobre si los Dons se echarían a correr o si se rendirían. Ahora no bromeaba nadie.

La operación había empezado con mal pie. El maldito avión que les detectó había alertado a la guarnición, y cuando los comandos intentaron desembarcar fueron recibidos a tiros y tuvieron que volverse. El Revenge cañoneó las posiciones de las baterías de costa, pero la calima dificultaba la puntería. El hidro del acorazado intentó dirigir el tiro, pero se le echó encima un caza biplano y lo abatió. Y como si no tuviese bastante, se cargó a dos Swordfish del Hermes. Al final un destructor tuvo que entrar en la bahía de Gando y suprimir las defensas a cañonazos, no sin recibir un par de impactos que le dejaron tullido.

El desembarco había sido fácil pero confuso. La playa era ideal, protegida, de arena fina y blanca, parecía el Caribe. Pero cuando empezaron a bajar de los botes los cañones españoles empezaron a disparar e hicieron una escabechina en la playa. Luego había alambradas y trincheras con ametralladoras ¿eso eran las Canarias, o Gallípoli? Finalmente consiguieron llegar al aeródromo, pero entonces empezaron a estallar bombas de aviación que esos tipos habían enterrado. Cuando se hicieron con las ruinas del aeródromo, el regimiento había perdido la mitad de sus efectivos.

Fue entonces cuando llegaron los aviones. Las lumbreras de Londres no habían descubierto que en la isla de al lado los españoles tenían una base aérea, y los trimotores españoles se dedicaron a bombardearles todo el día. Por suerte apuntaron a los barcos y no a la cabeza de playa, pero una bomba incendió al Glengyle, que se fue al fondo con el equipo pesado del regimiento. Y para postre, resultó que el puerto de Gando no era tal, sino un miserable espigón en el que no se podía desembarcar nada, por lo que los tanques se quedaron en los barcos.

Al día siguiente avanzaron por la línea costera hacia el Norte. Al principio todo iba bien, el terreno era llano, semidesértico, y aunque no ofrecía mucha protección solo se oían disparos aislados. Avanzaron con ganas por la llanura entre los cerros del Oeste y el mar. La única molestia fue de un par de ataques aéreos, con bombarderos que lanzaron desde mucha altura y con poco tino. Pensaron que por fin los Dons habían desfallecido. Ojala. A mediodía llegaron a un rincón llamado “La Montagneta” donde las montañas casi llegaban hasta el mar. La estrecha llanura estaba cubierta por huertos de plataneros, separados por muros construidos por piedras volcánicas. Y fue en ese rincón dejado de la mano de Dios donde los españoles decidieron resistir.

Su compañía avanzaba en fila india por un estrecho camino encajonado, cuando las ametralladoras ladraron. Reconoció el sonido enseguida: eran esas malditas Spandaus alemanas que parecían máquinas de coser de cómo disparaban. Al intentar desplegarse se encontraron con que las plataneras estaban cubiertas de alambre de espino. Y entonces empezaron a disparar los morteros.

Tras dos fracasos la compañía tuvo que retirarse. El fuego naval resultó un fiasco, los dichosos barcos disparaban al buen tun tun, y sus proyectiles rasantes no les hacían nada a los españoles, que estaban a cubierto en unas posiciones que nadie conseguía ver. Cuando el regimiento intentó flanquear por las colinas se encontraron que estaban cruzadas por profundos barrancos llenos de rocas afiladas como cuchillos entre las que crecían chumberas con espinas largas como dedos. Lo curioso es que los Dons no habían cavado trincheras continuas, sino posiciones aisladas, blocaos las llamaban. Ya se sabe, los españoles son unos vagos, dijo el coronel. Pues serían vagos, pero no tontos, porque el sistema de reductos resultó muy difícil de roer. Parecía fácil rodear las posiciones, pero los soldados infiltrados quedaban bajo el fuego de otras posiciones. Las bajas aumentaron cada vez más, y en toda la tarde no consiguieron avanzar ni un kilómetro.

Pero ya se veía el humo de los incendios de Las Palmas. El mando ordenó un nuevo ataque al amanecer, con el apoyo de al artillería que por fin habían conseguido desembarcar. Su compañía tendría que avanzar por la cresta de una estrecha colina paralela a la costa.

A las 7:30 la artillería dispararía, y a las 7:35 la barrera de fuego iniciaría su avance. Setenta y cinco metros por minuto, sería fácil. El general no había visto ni los barrancos ni las chumberas.

El asalto al principio fue bien. La cresta era suave y el avance fácil. Las compañías de los flancos parecía que tenían más problemas, pero por la cresta el avance era sencillo. Aparentemente.

Lo que Johnston no sabía era que la experiencia de las guerras en Marruecos y de la guerra civil había cambiado el concepto que los españoles tenían de la defensa. En lugar de líneas continuas establecían posiciones que se cubrían con los fuegos. Y evitaban como la peste las zonas elevadas, expuestas a la observación y a la artillería.

La compañía de Johnston superó un resalte, pero al descender del segundo cayó de bruces contra una posición cuidadosamente escondida en la contrapendiente. Los españoles contuvieron su fuego hasta que los ingleses estuvieron casi encima. Entonces dispararon los morteros cortándoles la retirada. El capitán intentó desplegar a sus soldados, pero una ráfaga de ametralladora se lo impidió.