Publicado: Lun Feb 03, 2014 11:46 pm
por Wyrm
15 de Diciembre de 1942, región de Stalingrado

Ya está. Lo tengo claro. Terminaré de plasmar en este escrito lo sucedido durante la "operación ferry", y abandonaré este condenado lugar. Sea para bien, o para mal.
Necesito moverme, estirar los músculos. Los pies me empiezan a arder, y todos sabemos que eso no es bueno; no es nada bueno.
Quizás sea que el hambre me ofusca la mente, que chupar chuzos de hielo me esté congelando el cerebro, o que la idea de quedarme inválido debido a la gangrena me esté volviendo loco, pero lo cierto es que me estoy agobiando. Necesito aire, salir a campo abierto, moverme libremente...
Sí, es cierto que las probabilidades de morir ahí fuera crecen exponencialmente, máxime cuando no cuento con ropa de camuflaje ni con un abrigo sin agujeros o rasgaduras para resguardarme del frío, pero lo necesito.
Sea como fuere, si mi orientación no me falla debo de estar por la zona norte de Marinovka. Dónde, o a qué distancia, no estoy seguro.

Hace cinco días que el primer pelotón recibió la orden de avanzar hacia el oeste para hacer contacto con el enemigo. Necesitamos salir de este cerco en el que nos tienen metidos los ruskis, y éramos los encargados de encontrar algún tipo de brecha en su perímetro. El Hauptmann Adolf von Topf, sustituto del desaparecido Hauptmann Sönner, creyó que era una buena idea. El problema, además bastante grave, fue que de esa patrulla no volvimos ni la quinta parte de los que partimos.
Estábamos en una arboleda a orillas del río Karpovka, nevaba ligeramente y había una espesa niebla. Íbamos en completo silencio y espaciados, pero no nos enteramos de nada hasta que fue demasiado tarde...

Las balas escupidas por las ametralladoras enemigas comenzaron a cortar el aire, y los hombres del pelotón empezaron a caer moscas. Pude resguardarme tras un árbol y vociferé para que todos hicieran lo mismo, con orden de retirada. Habíamos llegado hasta su línea y debíamos retroceder.
Poco después empezó la lluvia de proyectiles, y el viento trajo hasta nosotros el inconfundible sonido de los T-34 en movimiento. Cuando me disponía a salir corriendo de mi parapeto, algo hizo explosión a mi lado. Desperté ensordecido y aún aturdido, mientras Döbel y un soldado de la 2ª escuadra me llevaban arrastras por la nieve.
Todo el mundo corría en desbandada, a lo loco. Me puse en pie e intenté, en vano, destaponarme los oídos. La densa niebla impedía ver si nos perseguían los rusos, o por dónde narices corrían nuestros camaradas. Los proyectiles creaban surtidores de nieve a nuestro alrededor, y en más de una ocasión fuimos bañados en nieve mientras huíamos del enemigo.
Grité para crear un punto de reunión, pero eso sólo causó que los rusos nos disparasen más y con mayor precisión.
Cuando conseguimos escapar de nuestros perseguidores, no sabíamos ni donde estábamos. El desconcierto era general, la niebla nos había hecho correr hacia direcciones totalmente distintas y el tiempo que pasé inconsciente mientras me arrastraban no ayudaba en absoluto.

Siete. Siete soldados, contándonos a Döbel, y a mí, era lo que quedaba de la patrulla de combate. Habíamos partido todo el primer pelotón prácticamente al completo, y eso era lo poco que quedaba de él. Atrás dejamos heridos, sintiéndolo en el alma, y podría afirmar que otros tantos soldados se perdieron en la arboleda a causa de la niebla y el miedo generalizado...

En Polonia ocurrió todo lo contrario, aunque me costó sangre y sudor cumplir con mi cometido.
Pedí voluntarios para que me acompañasen en la misión encomendada por Sönner, y doce soldados se ofrecieron. Escogí a ocho, entre ellos al gefreiter Sterl, que con Geist y un servidor hacíamos los diez; cinco para cada bote de remos, y dos mandos intermedios.
Recorrimos la ribera sin incidentes, y encontramos los botes donde el oberleutnant Ohms me dijo, escondidas un kilómetro al norte de Świecie. Los llevamos hasta el río, y yo sujetaba uno mientras los soldados se montaban. La mandíbula ya me dolía a causa de la tensión, y aún no había subido a bordo. Las manos me temblaban visiblemente y un sudor frío me caída por la frente hasta el punto de que el soldado Fritz, de la 1ª escuadra, la mía, me preguntó si me encontraba bien. No tuve palabras para responder, porque si hubiera abierto la boca no sé que hubiera salido.
Me agarré con todas mis fuerzas a los lados del bote, e intenté contener a mi descompuesto estómago. Durante la silenciosa travesía por el río recé más que en toda la guerra, y sólo me sentí a salvo cuando logré poner los pies en tierra en la orilla opuesta. Suspiré verdaderamente aliviado.

Respiré con calma unos segundos y me centré. Repartí los hombres en tres grupos de fuego -Sterl con tres, Geist con otros tres y Fritz conmigo-, y mientras nosotros íbamos por la orilla, a ellos les ordené separarse tierra adentro, con intención de crear varios frentes. Antes de separarnos, di prioridad de eliminar a la ametralladora y a cualquier soldado sobre el barco, pero nada de disparar a lo loco porque podríamos hundirlo, si no lo hacían antes ellos. Primero dispararía yo, y después el resto.
Y así fue que caímos sobre los polacos sin que se lo esperaran, moviéndonos despacio hacia su estática posición alrededor del embarcadero. La noche nos ayudó, está claro, porque de día eso jamás lo hubiéramos podido hacer. Nos superaban ampliamente en número, mínimo 2 a 1, pero no tenían coberturas y con el fuego cruzado todo fue coser y cantar.

Sólo dispare una vez. El primer disparo, y con el que abatí al operador de la ametralladora. Del resto se encargaron mis muchachos. En un primer momento pensé en lanzar una granada sobre el nido, pero no quería volar el barco por error, así que mantuve a los soldados a tiro pero sin accionar el gatillo. Dos infantes eslavos saltaron al agua desde el pequeño muelle. Otros cuatro se rindieron y los tomamos como prisioneros. El resto, se puede imaginar que no acabaron bien. Es lo que tiene la guerra.

Uno de los voluntarios que me acompañaron, llamado Otto Müller, me demostró cuan bajo puede caer un hombre cuando le descubrí disparando entre risas a la pareja de polacos que luchaban por mantenerse a flote en el río. La corriente era fuerte, muy fuerte, y bastante tenían ya con nadar cargando con una pesada mochila como para que un imbécil les estuviera disparando. Me imaginaba a mi mismo cayéndome de un bote y me daban escalofríos. Le quité el arma antes de que matase a ninguno, y él me amenazó con contárselo al teniente.
No he llegado hasta donde estoy aceptando que un subordinado profiera tonterías, y en ese momento creí oportuno que el soldado Müller volviera en uno de los botes. La sonrisa le desapareció del rostro, pero yo le mostré la mía. Las amenazas para otro.

Geist, que sabía cómo navegar en ese ferry, y en otros muchos tipos de barcos, pronto tuvo el transbordador listo. Tan pronto como el humo salió por su chimenea, fui atacado nuevamente por los sudores, por las ganas de vomitar, los mareos y el malestar general. Me subí, agarrado a una barandilla como aquel que se va a caer, y allí permanecí quieto como un palo hasta que en la otra orilla decidí saltar para no estar más tiempo a bordo. Habíamos cumplido.

El resultado fue un herido leve a cambio de un barco y cuatro prisioneros. El mismísimo Sönner me dio la enhorabuena.